Literatura Cronopio

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UN ORGASMO CON LA MUERTE

Por Claudia Patricia Ortega Guerrero*

—Los cuchillos quedaron bien afilados, es usted un ángel —le decía María al vigilante mientras le servía una taza de café. El periódico que llevaba en sus manos le sirvió para guardar el elegido. Los minutos corrían y en el café empezaban a caer las primeras gotas de sudor.

A las siete en punto la vio llegar desde su zona de vigilancia. Venía acompañada de quien había generado en él una infinita amargura. Los internos se le burlaban mientras ella despedía a su amado con un beso apasionado. Simuló no importarle nada de lo que estaba ocurriendo y le subió todo el volumen a su radio para no escucharlos.

—Esa mujer no me quiere porque soy pobre y feo —decía la canción. Los internos prorrumpieron en carcajadas. El hombre enfurecido apagó la radio y salió de su quiosco. Una paloma se sumó al festín cagando su enorme nariz. Maite entró y el vigilante la saludó sin mirarla, limpiaba su nariz empavonándola de alcohol. Los internos seguían riéndose de él.

Ese día se había citado a todo el personal del internado para una reunión de carácter urgente. Diez maestros, dos vigilantes, la enfermera y los psicólogos. Hasta el personal de la cocina estaba presente. Antes de que llegaran las directivas, uno de los maestros empezó a molestar a Maite diciéndole que con eso del noviazgo, iba a matar de pena a un admirador que tenía. Artemio sonreía con hipocresía, sabía que ese día sería la última vez que se burlarían de él. Maite se levantó de su silla y mirándolo fijamente a los ojos mostró su sortija de compromiso, anunció a todos que pronto se casaría. Los aplausos lograron avivar el infierno, todo ardía dentro de Artemio.

A mitad de la reunión, el rector le dijo a María que preparara unos refrigerios para todos y mandó a Artemio a vigilar el internado, le ordenó que mandara a Ramiro (el vigilante que lo estaba cubriendo). Artemio empezó a sudar. Había llegado el momento más esperado por él. Al salir de la reunión buscó a Ramiro y mostrándole un rostro de preocupación que efectivamente tenía, le pidió el favor de decirle a Maite que María la necesitaba en la cocina. Ramiro sabía perfectamente porque él no le hablaba a Maite aunque era ella lo que más amaba el infeliz.

Los profesores de educación física tenían a los internos en la piscina para que no interrumpieran la actividad. Maite salió de la reunión, en el pasillo se encontró una cartuchera con lapiceros, pinceles y colores tirados en el suelo. La puerta del aula de manualidades estaba abierta. Los recogió y al entrar al salón la abrazó la muerte. Luchó inútilmente por zafarse de los fornidos brazos del vigilante, este le susurró al oído mientras cortaba su aliento, que la prefería muerta, mil veces muerta por ser tan perra. Maite se desplomó y Artemio la metió rápidamente a una pequeña pieza donde guardaban las pinturas, ahí dejó también el cuchillo. Se despidió de ella con el beso que por años soñó darle.

La reunión terminó y casi todo el personal se fue. Eran las seis. María estaba esperando que los internos terminaran de comer para poder marcharse.

—Yo soy la muerte, yo soy la muerte, la muerte soy, yo soy la muerte —decía la canción. Artemio cantaba feliz. Con su radio a todo volumen despidió a todos desde su quiosco. El profesor Mario se puso a bailar en frente de él y le dijo que disfrutara la desvelada y que mejor cantara otra canción —hoy río por no llorar, sí, sonrío por no llorar, yo hoy río por no llorar —le cantaba a Artemio con una burla que contagió a los demás.

Era la primera vez en mucho tiempo que no renegaba del trasnocho. Dos profesores quedarían esa noche al cuidado de los internos. El novio de Maite llegó por ella, Artemio le dijo que hacía poco se había ido. La última en salir fue María quien mostró preocupación por la ausencia de Maite en las labores de la cocina. Artemio le dijo que se había marchado sin dar explicaciones.

Esa noche, cuando todos dormían, se fue a buscar a su amada. Se la llevó para el potrero que estaba atrás de las marraneras del internado. Lugar cercado y vigilado por él cuando le tocaba ese turno. Allá llevó a cabo su ritual. Lo había preparado con todo el amor que le corría por las venas. Prendió unos velones alrededor del cadáver de Maite que yacía desnuda en el césped, sobre unas sábanas blancas. Se fumó un cigarrillo mientras vertía aguardiente sobre el cuerpo de la chica. Intentó zafar el anillo de compromiso que traía, pero no pudo porque su dedo ya estaba hinchado. Lo cortó con el cuchillo que le robó a María, el mismo que ella tantas veces utilizó para preparar los alimentos. Amarró la mano con un pedazo de sábana, lanzó la sortija hacía el potrero vecino y le echó el dedo a los marranos. Lamió cada rincón hasta poseerla como un demonio. Y así lo hizo aun cuando se hizo putrefacto.

El novio de Maite había interpuesto una demanda por su desaparición. Los policías visitaban constantemente el internado para interrogar el personal. Maite era el motivo de conversación de todos. El olor empezó a invadir la parte trasera. Artemio esperó a que llegara la noche y se fue a despedir de su cadavérica amada. Llevó una pala y un bulto de cal. Dos internos que pensaban fugarse esa noche lo descubrieron con Maite. Estaba teniendo un orgasmo con la muerte.

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*Claudia Patricia Ortega Guerrero. Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle. Docente en el colegio San Pablo y en el colegio Liceo de los Andes de Buga Valle. A lo largo de su carrera universitaria ha obtenido varios premios y reconocimientos literarios, entre ellos el relato «Excecrables recuerdos» premiado por la Fundación SOMOS de Estados Unidos, «El día negro había llegado» y «Una mamá combatiente» premiados y publicados en las revistas culturales Regault Cuvântului» y «Sfera eonică» de la Academia Rumano–Americana de Artes y Ciencias de Rumania y varios de sus escritos han sido publicados en antologías de España.

 

1 COMENTARIO

  1. Una última prueba de llevar su amor psicópata hacia la eternidad. Hay romanticismo en la idea de poseer a alguien hasta la muerte, todos sueñan con poner el anillo de la muerte, y esperan ironicamente vivir.

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