LOS TERRIBLES MALES DE ERNESTO, EL HIJO DE BERNARDO Y DELFINA
Por Walter Pimienta*
«Matan los médicos y viven de matar,
y la queja cae sobre la dolencia».
En Villa Enfermópolis, población cercana unos veinte kilómetros hacia el norte, camino a Vivelandia, a Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, le dio hace unos días un fuerte dolor de estómago y para curarse, por sugerencia de una vecina yerbatera, bebió un brebaje medicinal que no le quitó para nada el mal.
Ante esto, con visible preocupación, Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, tan pronto como pudo, fue al médico y este le recetó unas pastillas que, a decir del galeno, sí le quitarían el mal, pero los analgésicos le dieron un inaguantable dolor de cabeza.
Meditabundo ante su problema, Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, bien temprano, estuvo donde otro facultativo para que le quitara ya no el dolor de estómago sino el dolor de cabeza, y este le prescribió unas soluciones alcalinas que le aliviaron el dolor de cabeza, pero le ocasionaron dolencias en las articulaciones.
Turbado, aturdido, confundido, despistado, desconcertado, desorientado y consternado por demás, Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, estuvo donde otro doctor y este le ordenó un amargo y oscuro jarabe que le quitó las dolencias en las articulaciones, pero el mismo le bajó la presión.
Abatido y neurótico por su caso, Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, acudió luego a donde un famoso y conocido médico graduado con honores en Harvard para que le regulara la presión con unas gotas medicinales que este sabía preparar porque dizque eran como la mano de dios etiquetadas bajo la fórmula del santo remedio; pero las tales gotas le causaron un irresistible e irreprimible dolor de oído que no le dejaba dormir.
Triste y alicaído estaba ahora Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, por lo que visitó en la capital un terapeuta muy renombrado y prestigioso para que le quitara el dolor de oído y este le aplicó una inyección intravenosa que le quitó el dolor de oído, pero le causó un fuerte dolor de garganta, fiebre, vómitos, diarrea y tos continua.
De todas formas, qué cosa, por una inyección intravenosa que le produjo un dolor de garganta, fiebre, vómitos, diarrea y tos continua; por unas gotas medicinales que le ordenó el médico graduado en Harvard a objeto de regularle la presión; por un jarabe que le bajó la presión; por unas soluciones alcalinas que le trajeron dolencias en las articulaciones; por unas hierbas de no sé qué, que le aconsejara la vecina yerbatera y que no le curaron un dolor de garganta, ni un dolor de oído, tampoco un dolor en las articulaciones, menos aún un dolor de cabeza y un espantoso dolor de estómago, desahuciado, insanable e irremediable, de una enfermedad terminal incurable, Ernesto, el hijo de Bernardo y Delfina, qué tristeza, murió esta mañana…
…Y entonces, sabida por todos en el pueblo la funesta noticia, pregunté a sus padres:
—¿De qué murió el amigo Ernesto? Se le veía tan sano.
A lo que Bernardo, el padre, me dijo:
—Murió de tanto médico.
Y Delfina, la madre, lectora consumada de Quevedo el irreverente, con voz sentenciosa y resuelta de carácter, definitiva e inapelable, señaló:
—Matan los médicos y viven de matar, y la queja cae sobre la dolencia.
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* Walter E. Pimienta J. es escritor costeño, nacido en Juan de Acosta, departamento del Atlántico. Docente, periodista y escritor. Licenciado en Español y Literatura. Ha publicado las siguientes obras: «Añoranzas de mi tiempo», becada por el Fondo de Cultura del Departamento del Atlántico. «Historias de por aquí», publicado por Edición Fama Producciones. En preparación: «Cuentos cortos de lo ni tan común ni tan corriente», «Mis abuelos eran un cuento», «La hora una» y «Fatal, fútbol fatal». Colaborador habitual en el Diario La Libertad y el Diario El Heraldo de la ciudad de Barranquilla.
Me gusta este cuento. Se vive. Es una manera ironica de ver la vida. Su autor juega con la ironia y nos hace pensar. Leyendole, tiene uno la oportunidad de dar gracias por estar medio sano. Si uno busca cosas distintas para leer con agrado, este relato nos repite que la literatura no muere. Particularmente, falicitaciones a la revista y al autor.