MARGOTH
Por David D’Grannda*
AGOSTO 11 DE 2015
A unas cuantas casas de donde vivía, pasaba los días del ocaso de su vida, una anciana de piel negra y cabellos blancos. La conocí porque cierta tarde, en el afán extraño de querer arreglar el apartamento, mientras barría las escaleras dejé abierta la puerta y por ahí se me escapó Descartes.
Al terminar exhausto de todo el oficio, me recosté sobre la cama, y en la costumbre de su llegada, puse mi mano sobre la almohada esperando la caricia de su pelaje negro. Me pareció extraño, cuando después de llamarlo un par de veces no acudía. Me senté de afán y supuse lo que había ocurrido.
Sentí un vuelco en el pecho y que el corazón se me salía. Lo busqué por todo rincón, hasta entre los libros, y su ausencia fue lo único que encontré. Bajé las escaleras buscando cualquier pista, cualquier prueba de que había salido, y solamente vi el sol intenso de la mañana que entraba por los cristales del portón iluminando las gradas. Me senté en ellas y de desesperación me puse a llorar. Pero entré en llanto desconsolado, mientras limpiaba de mis ojos las lágrimas, vi que uno de los cristales estaba roto, y en él enredada la cinta azul que le tenía puesta a Descartes. No sé si la cura fue peor que la enfermedad, pues ahora no cabía duda de que mi gato se había escapado de la casa. Abrí la puerta de par en par y lo busqué hasta en las flores del jardín, di vuelta a la cuadra y le pregunté a cuanta persona encontraba.
—¿Ha visto un gato negro por aquí?
—Hay muchos gatos negros.
—Pero no como él. Le decía yo a los ciegos de corazón que ven a todos los animales iguales, y seguía corriendo, buscándolo por doquier.
Miré el campanario, las palomas volando, el cielo azul sin nubes que lo opaquen y el sol radiante tras los cerros. Supe ahí que la culpa era mía, por tenerlo siempre encerrado y tal vez él deseando disfrutar de la vida. Pero no, la cuestión era más simple, mucho más sencilla.
Pasaban las horas y con ellas aumentaba mi desespero. Rendido, agotado, con el ánimo por el suelo, intenté regresar al apartamento, esperando que tal vez y por milagro, por el amor que le tenía, Descartes ya hubiera regresado a casa.
Prendí un cigarro, me senté en la acera y traté de calmarme. Mi mente era un caos donde se recreaban las peores escenas. ¿Y si alguien se lo había llevado?, ¿si lo atropelló un carro?, ¿si quiere regresar y se pierde?, ¿si pasa la noche afuera sin comida y sin abrigo?
Mientras miraba el humo que se iba en girones hasta las nubes, intentando pensar en otra cosa, miré accidentalmente la ventana de mi vecina; en ella su gata blanca llamada Elizaveta, y a su lado, ronroneándole poemitas de afectos, estaba mi gato cegado de amor.
Boté el cigarro lejos y salí corriendo, golpeé desesperado el portón enorme de la casa gris, de balcones y jardín, donde vivía la señora y al momento apareció ella.
—¿Buenas tardes, qué se le ofrece? Me dijo con su voz temblorosa, sin abrir completamente la puerta.
—Buenas tardes. Es que en su casa está mi gato.
—¿Cascabel? ¿Ese es su gato?
—¿Cascabel? ¡No! Es Descartes.
—No joven, es mi gato Cascabel, lo tengo desde hace cuatro años. Si gusta siga y lo ve.
Ingresé delante de ella y efectivamente no era Descartes, era un gato azul ruso que ni caso me hizo.
Entre el vino y las galletas que me ofreció la anciana, le conté lo que había ocurrido, y se apenó tanto que se puso a llorar, y yo con ella.
—Ahora que recuerdo… ¡Espere! Dijo mientras se levantaba del sillón y a paso lento caminaba hasta el teléfono. Al momento la escuché hablar con alguien, y desde el otro cuarto me llamó.
—¿Puede acompañarme?
—¿A dónde?
—A casa de mi vecina, allá está su Descartes.
El alma me iba a estallar de la dicha.
—¿Cómo?
—Ella me llamó antes de que usted llegara a decirme que un gato había entrado a su casa, que si sabía de sus dueños, le contara.
Caminamos un par de cuadras que se me hicieron eternas, a su ritmo, llevándola del brazo y de repente llegamos. Ingresamos después de saludar, y efectivamente ahí estaba Descartes, echado en un mueble, rodeado de migas de pan y dulces que la anciana le había puesto. Lo tomé entre los brazos, y salí camino a casa.
Les agradecí a las dos bellas damas, y le dije a la primera que cómo podría pagárselo.
—Venga a leerme algo, cada que pueda.
—¿Leerle?
—Sí, novelas, cuenticos, poemas.
Sonreí y mi sonrisa se reflejó en sus ojos claros, sus arrugas se movieron y ella también sonrió.
—Claro que sí, vendré a leerle, señora Amanda.
SEPTIEMBRE 2 DE 2015
—¿Para qué esos tarros de pintura? Le dije al chico que acaba de entrar en mi cuarto.
—¿Tienes una sábana blanca?
—Sí, del cajón puedes tomarla.
—¿En cuánto viene?
—¿Quién?
—Pues tu novio, tu pareja. Me dijiste que salías con alguien mientras subíamos las escaleras.
—No está, anda en Medellín viendo a su familia. Pero no somos pareja.
—¿Qué son?
—Una necesidad de cada uno, que encontró salvación en ese otro.
—Una casualidad.
—No, para nada. Las casualidades no existen.
—Fue casual que se encontraran, en medio de tanta gente. Es algo así como un milagro, una probabilidad de uno en millones.
—No pasó por casualidad. Estábamos destinados a conocernos, a que yo llegara puntual y a que él pasara a esa hora por la Universidad.
Se fue quitando la ropa, mientras hablábamos de él. Su cuerpo desnudo parado frente al espejo, ahora dos cuerpos, el suyo y el del reflejo.
Mientras nos besábamos, mi mente especulaba en qué estaría haciendo, dónde se encontraba, y si también al besarse con otro pensaría en mí. Regó en la sábana blanca los tarros de pintura de diversos colores, y como si de pinceles se trataran nuestros cuerpos, pintamos sobre ese lienzo, en el caballete que era nuestra cama, la mejor obra de arte. Infidelidad le llamó él. Éxtasis le puse yo.
Tendimos la tela en la ventana para que se secara, y mientras esperábamos a que el viento hiciera lo suyo, volvimos a hacer el amor.
—Antes de irte pon tu nombre en la pared, por favor.
—¿Dónde? Ya no queda un espacio disponible.
—Donde quieras.
—Tendré que escribirlo sobre otro nombre.
—Está bien. Hazlo.
Caminó hasta la puerta, y misterio del destino, tachó y colocó su nombre justamente sobre el de él. Me lanzó un beso con su mano y se marchó.
OCTUBRE 4 DE 2015
Había llegado el domingo y con él mi cumpleaños. Como estaba prometido, salimos temprano, a un lugar que no quiso decirme.
Tomamos un autobús y por algo más de dos horas nos alejamos de la ciudad.
—¿Dónde vamos?
—Ya te darás cuenta.
Nos bajamos en la carretera y caminamos un pequeño tramo, entre árboles y piedras.
Al llegar, encontramos un caserío, y de repente varios niños salieron corriendo, lanzándose sobre él, felices de verle. Yo estupefacto, miraba de lejos sin comprender nada.
—Ven, acércate, camina conmigo.
Al ritmo de su paso lento, mientras todos le saludaban desde las casas, fuimos llegando hasta una capilla pequeña.
—Debo confesarte algo. Me dijo mientras sacaba unas llaves de su bolsillo.
—No entiendo nada. ¿Qué ocurre?
—Antes que todo, quiero pedirte disculpas por haberlo tenido oculto. Pero no puedo más seguir con ello. Si lo hice, fue por temor a lo que tú me dijeras. Lo he pensado, y aún sabiendo que tal vez hoy todo se acabe, decidí confesártelo.
Abrió una puertecilla que estaba a un lado del templo y agarrándome de la mano me hizo entrar. Encendió un bombillo que débilmente iluminó ese cuarto. Una mesa, un armario con hábitos, sotanas, cálices y demás utensilios usados para celebrar misa estaban ahí.
—¿Qué es esto? ¿Qué hacemos aquí?
Me miró fijamente a los ojos, me tomó de las manos y me dijo:
—Soy sacerdote, el párroco de esta capilla.
Su voz retumbó en la ermita. Sentí un frío que recorrió mi cuerpo, y mil preguntas llegaban a la vez a mi cabeza.
—Pero… ¿cómo?, no entiendo. ¿Por qué nunca me lo dijiste?
—Por temor. Por temor a que esto cambiara lo que hemos vivido. Jamás imaginé que llegarías a ser tanto en mi vida, y cuando te conocí ya estaba yo entregado a estos servicios. Decidí entonces callarlo, pensando en que tal vez lo nuestro no iba a ser más que un par de salidas. Cuando me di cuenta, te amaba tanto como sólo he podido amar a Dios.
Una lágrima corrió por mi mejilla. El ruido de los niños jugando se escuchaba desde afuera.
—No llores. Sé que esto cambiará todo. Que nada será igual, y que tal vez hoy todo llegue a su fin. Acepto la decisión que tomes. Debí habértelo contado. Mis viajes por semanas fuera de Bogotá, eran para venir a realizar mi servicio social con esta comunidad. Te mentí y lo acepto.
Suspiré profundamente, lo miré fijo, y sonreí.
—Nada. Absolutamente nada haría que cambie lo que siento por ti. Te amo. Y hoy te amo más que nunca. Viviste todo este tiempo ocultando algo que amabas, por el amor que tienes a lo nuestro.
Lo tomé de la cara con las manos, su barba rozaba mis palmas, lentamente lo acerqué a mi boca y con un beso, volví a decirle te amo.
Yo que nunca hubiera imaginado volver a una iglesia, y en ella le entregué el corazón. Ahí me tenía usted, cada ocho días, junto a él, jugando con los niños, ayudándolo a organizar la capilla para la misa, haciendo proyectos con los padres de familia, cargando sus hábitos, recordándole las cosas que por descuidado olvidaba.
Delante de todos éramos amigos, un conocido que había venido de lejos y que por momentos le colaboraba. Bajo los ojos del cristo crucificado, fuimos siempre dos corazones ardiendo en uno, como las flamas de las veladoras al pie de los santos.
No voy a negarlo. En alguna ocasión también hicimos el amor al pie del altar.
—¿Crees que Dios también nos juzgue?
—¿De qué?
—De amarnos como lo hacemos, y que al igual que muchos, lo vea como un pecado, como algo antinatural.
—Te voy a confesar algo.
—Dime…
—Desde que nos miró, Dios no nos juzga, nos envidia. En su creación de amor, nunca tuvo quien lo amara de verdad.
Ese domingo el salmo fue como escrito para los dos. Leyó 1 de Samuel 18:1 con su mirada pícara y su grave voz. Yo parado tras la última banca, observaba su cuerpo cubierto por ese dorado hábito, su barba negra, y sus dedos pecadores cambiando las páginas de la biblia [sic]. Cerrando los ojos deliré entre deseos de quitarle todo, y dejarlo así como lo fue siempre… Creado para mí mismo.
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Los presentes relatos son tres capítulos de la novela «Margot» de David Esteban Hernández Granda (David D’Grannda), publicada en 2016.
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* David Esteban Hernández Granda (David D’Grannda) es estudiante de Licenciatura en Filosofía y Letras de la Universidad de Nariño (Colombia). También es técnico en sistemas del Instituto de sistemas del Valle. Ha trabajado como archivista y productor de programas radiales.