Literatura Cronopio

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MAS ALLÁ DE LA LOMA

Por Sebastián Santisteban*

No sé bien cómo llegué aquí. Incluso sin estar borracho, soy muy poco hábil para las actividades físicas. Nunca he escalado y ésta es una piedra muy escarpada y alta. Quizás alguien me trajo, alguien me encaramó aquí arriba por el mero desocupe de la borrachera y las fiestas. O quizás yo mismo soy un gran escalador cuando me embriago y subestimo mis propias capacidades físicas.

No importa. Es una piedra cómoda para dormir y me mantuvo tibio durante la noche. Tampoco eso importa. Frío, calor, hambre, miseria, pesadillas, vigilia… a mí lo que me gustaría es dejar de ser yo. Ser otro para, ahí sí, poder vivir y entonces convencerme de que la realidad es algo, de que la existencia es algo y todo esto no es solamente el producto de mi pobre y desviada mente. Eso me gustaría, pues soy de los que piensa que lo verdadero tiene que ser lo múltiple que desencadena en el vacío, o que le puede dar la vuelta. Así me parece. Y ya habrá tiempo de hacerme entender o explicarme mejor.

Mientras se vive, lo que corresponde es aprender a aceptar las condiciones que se imponen sin cuestionarlas, ni reflexionar demasiado en ellas, así que no se trata de quejarse, en mi caso particular, prefiero no quejarme. Pero sí debo reconocer que me invade la amargura típica de cuando uno se ha dado cuenta de que no ha resuelto nada. Cuando uno reconoce que todo sigue siendo más o menos igual a como estaba antes, ¿antes cuándo?, no sé, un poco antes, mucho antes. A lo mejor con algunos cambios sutiles aquí y allá, imperceptibles en su gran mayoría, pero en cuanto a lo esencial nada ha cambiado. Entonces no habría propiamente un motivo sino más bien un deseo idiota por tratar de dilucidar las causas antes de que se me apague la voz, o me sienta demasiado cansado, o las haya olvidado, o sencillamente ya no las quiera dilucidar. Dilucidarlas para tener algo con qué distraerme mientras pasa el tiempo. Porque todo esto me cogió un poco por sorpresa, desprevenido, incluso diría que horrorizado.

Estos pensamientos, estas gotas de sudor en la frente y la nuca, esta roca en la cumbre de la montaña, esta respiración dificultosa. Un poco en medio de la confusión de mis precarios intentos de ver a través de esta niebla densa que me rodea y sofoca, y con la vaga sensación de haber errado el camino en algún punto; al principio, me parece. Y es posible que no hubiera podido no errar, que tarde o temprano, irremediablemente, hubiera terminado igual de perdido y ofuscado, sobre esta misma piedra, invadido por esta modorra que lo carcome todo desde adentro y no deja de hacer de las cosas algo menos ridículo, ni menos banal. Pues me aterraba tanto la idea de andar por ahí sabiéndome incapaz de comprender, sabiendo que en cualquier momento podía caer sin explicación, que preferí lanzarme de una vez por todas al vacío para desaparecer completamente. Pero el vacío lo era todo así que no «caí» en el sentido estricto de la expresión y más bien terminé tragado por el cansancio, el sudor y el jadeo de este aire asfixiante en el que ahora siento que floto y me desintegro. Y quizás por eso es que he decidido empezar a contar esto que a lo mejor ni siquiera habría que contar, pero que contaré de todos modos, porque sí, por la terquedad, porque ya empecé y no siento ganas de detenerme pues ha salido el sol y la niebla empieza a disiparse, permitiéndome apreciar la impresionante vista de las montañas color verde mar que se amontonan unas sobre otras hasta perderse en el horizonte; los árboles que las salpican como pequeñas pecas verdes oscuras y agrupadas en ciertos lugares, y las quebradas de aguas blancas que las bañan perpendicularmente y parecen gotas de sudor o lágrimas que van a alimentar el río de aguas grises que fluye por entre los recovecos de las lomas. Y se me ocurre que eventualmente todo aquello, las montañas, las vacas, los árboles, los huecos de las minas, el pueblo más abajo que empieza a despertarse con los primeros estallidos de pólvora, todo tendría que desaparecer igual que la niebla. Incluso las ideas. Y a lo mejor por eso ahora se piensa tan poco y resulta cada vez más difícil distinguir una cosa de otra.

Los mineros que entran y salen de los socavones en fila india; al entrar llevan sus carretas vacías, primero un paso y luego otro, la frente agachada, la mirada vacía de sentido y luego salen del hoyo negro con las carretas llenas de barro, los brazos tensionados, la frente salpicada de venas hinchadas y la esperanza de llevar allí una minúscula piedrecita verde que los llene con algo de propósito y el oxígeno suficiente para meterse nuevamente allí, a lo mejor esperando la próxima enguacada en algunos meses, o años, o tal vez nunca… Sí, me gusta la mina y me gustan los mineros porque piensan poco y mueren jóvenes. Me gustan porque se meten kilómetros bajo tierra en busca de algo inútil que casi nunca encuentran y por lo que soportan la oscuridad, la asfixia y el sinsentido sin cuestionarse; y puede que en algún momento haya sido minero pero eso no lo podría decir ahora mismo. Pero lo que sí puedo decir es que vivo en una región de montañas escarpadas y altas en las que uno se puede parar en un punto a, o b, o c de cualquiera de ellas y para donde dirija la vista tendrá la sensación de estar viendo el mundo entero en la distancia con sus casitas diminutas de campo y sus diminutas columnas de humo difuminándose en el aire.

Unas montañas que en el verano se cubren en sus partes más altas por unas nubes blanquísimas y esponjadas que parecen extensiones de nieve formando picos de varios kilómetros de altura bajo el trasfondo de un cielo azul; y en las que en el invierno la neblina gris lo impregna todo con su olor a madera mojada, impidiendo la vista a más de dos metros de distancia y produciendo la sensación de que con tan solo respirar uno se está mojando por dentro.

Puedo decir esto y quizás algunas cosas más que en todo caso no diré para limitarme a agregar una única adicional: que ciertamente me gustaría tirarme a botes ahora mismo desde esta cumbre en dirección a alguno de esos socavones y perderme en lo más profundo en donde ya no llegue la luz, ni el aire, ni los pensamientos, ni las palabras. Así que me tiro a botes de la roca y caigo contra el suelo de arena y piedra, y estando ya abajo me pregunto por qué tomé una decisión tan estúpida, si allá arriba estaba tan bien y tenía una bonita vista sobre todo el valle, mientras que desde acá abajo las cosas cambian; están a nivel y eso las hace un poco más intimidantes y al mismo tiempo un poco más aburridas. Aunque pensándolo mejor, no es intimidación lo que siento sino dolor de huesos y un poco de guayabo [1].

Los pinos y eucaliptos se zarandean con el vaivén de la brisa de la mañana y los matorrales tupidos al lado y lado del camino me transmiten una cierta impresión de tranquilidad y frescura. Trato de ponerme de pie y luego de trastabillar un poco finalmente me logro equilibrar sobre ambas piernas. Entonces levanto un brazo y lo reviso, luego el otro; me fijo en los antebrazos, el húmero, los muevo circularmente, las tibias, los tobillos, la cadera, y respiro hondo. Tal parece que no me partí ningún hueso, lo cual debe tener sus ventajas. Apenas observo unos cuantos moretones y raspones en los brazos y las piernas, y me sacudo el pelo que se me ha llenado de tierra. Y así, sin nada más que hacer, decido empezar a andar por el camino hacia la izquierda y me doy cuenta que me he equivocado en la evaluación de mis huesos pues voy cojeando. Según parece, sí me hice daño en una pierna, la derecha; no obstante, el dolor es soportable e incluso diría que estimulante. De modo que para caminar me tengo que apoyar con ambas manos para sostener el fémur de la pierna dañada mientras avanzo con la buena y luego, levantando y moviendo la pierna dañada mientras apoyo el peso de mi cuerpo en la buena.

Pero unos pasos más adelante comprendo que esta operación me es completamente inútil, pues resulta que no estoy cojo, o que quizás lo he estado siempre, o que solamente lo estoy cuando soy consciente de ello, porque al dejar de pensar en ello, es decir, cuando olvido que lo estoy, entonces puedo caminar bien. Y esta operación de las manos, el fémur y el andar cojeando, me ayuda a constatar que muchas veces lo que hago no tiene ningún sentido, y ni siquiera el de exhibirme, pues acá tan arriba de la montaña no hay, ni puede haber, ninguna otra persona. Apenas algunas aves carroñeras que en todo caso vuelan muy alto como para fijarse en mí; así que si cojeo, no lo hago por ningún motivo en particular, lo cual aplica para todas las cosas que hago o me pasan en la vida. Y mientras sigo caminando, de más abajo de la montaña me llega el ruido de la algarabía del pueblo en fiestas y a partir de esos sonidos trato de orientarme.

A lo que voy bajando la montaña algunos perros empiezan a aparecer y me ladran, mientras que yo les respondo con pedradas en la cabeza y las costillas. Me gusta ese gruñido seco y tapado que emiten justo en el momento de pegarles; ya luego salen disparados y chillan agudamente para volver a aparecer varios potreros más abajo y repetir la misma operación. En general son canes pequeños o de mediano tamaño, sin embargo, uno de los más grandes me empieza a seguir y por su actitud sigilosa y el aspecto amenazante de sus mandíbulas no sé si con una intención amigable o de saltarme a la yugular en cualquier descuido; así que prefiero no golpearlo con ninguna piedra y dejarlo que me siga.

Supongo que es posible que se haya interesado en mi vestimenta o tal vez en el olor que destilo. Llevo puesta una ruana de lana virgen marrón, un pantalón viejo de color café mugre, un sombrero verde de ala corta y una barba de hace algunos años. La ruana o la mugre a veces me producen cierta sarna en la espalda que en todo caso se me pasa con rapidez normalmente, pues como ya lo había dicho, en mi caso se trata de fijar la atención en cualquier otra cosa distinta a las sensaciones de mi cuerpo durante el tiempo suficiente para hacer que desaparezcan; el dolor, la angustia, la alegría, incluso mi cuerpo y la realidad. Así, la sarna aparece cuando pienso en ella y luego vuelve a desaparecer cuando me fijo en cualquier otra cosa. En fin, no es importante, y lo que sí me importa es señalar que esas son todas mis pertenencias sumadas a los tenis que llevo puestos, de color azul metálico y catorce ojales entre los que se entrecruzan dos cordones marrones de poliéster, ambos rotos en la parte de la suela donde se apoya el talón y el izquierdo también roto en la parte de adelante, debajo de los dedos. En todo caso, ¿Realmente es importante inventariar mis pertenencias?, pues a lo mejor en un momento determinado uno estima que tiene una cantidad A de bienes útiles para cumplir las funciones X,Y,Z, y luego, en otro momento uno tiene una cantidad B que sirven para cumplir las funciones T,V,W, y luego, en un tercer momento uno ya no tiene nada, o tiene una cantidad A+B, o A-B, o A*B, en fin, son muchas las posibilidades y no hay que desgastarse en este tipo de insignificancias, pues en ocasiones los cálculos nos gastan bromas y resulta que hemos estimado mal nuestras pertenencias y entonces eso nos entristece un poco, o nos alegra, según el tipo y la dirección de la equivocación, y así incluyendo también los demás elementos como árboles, montañas, minas de esmeraldas, guijarros en el camino, perros, fiestas, y noches, y días, y amaneceres, y palabras; cosas que se van amontonando unas sobre otras hasta que ya resulta imposible poder pensar en ellas, diferenciarlas, dejando todo en la más absoluta oscuridad y confusión y terror.

Y es en medio de tales divagaciones que súbitamente me encuentro caminando a través de inmensos potreros desolados con una o dos vacas acostadas bajo la sombra de un árbol a lo lejos, y quebradas de aguas negras en medio de espesos bosques, y galpones donde miles de pollos ululan suavemente mientras duermen, o comen, o existen igual que uno, mejor que uno. Así, irremediablemente llego a una carretera en las afueras del pueblo donde un grupo de militares ha instalado un retén en el que requisan a los caminantes. El perro sigue a mi lado cuando me dirijo hacia el retén y uno de los militares de unos veinte años que me grita «¡alto!». Como no sé cómo responderle, no digo nada y sigo caminando impasible, y entonces el soldado vuelve a gritar «¡alto!» ahora apuntándome a la cara con el fusil con cierta violencia y nerviosismo. Pero si tan solo supiera qué decir cuando le dicen a uno estas cosas ¡qué sencillo se volvería el destino!, si tan solo tuviera el interés, la energía o la capacidad de hacer algo que dejara satisfecho a este joven soldado y a todas las personas con las que me he cruzado en algún momento de mi camino… Pero, ninguna palabra o acción se me ocurre y lo único a lo que atino es a gruñir casi inaudiblemente mientras frunzo el ceño y mantengo la vista en el suelo.

El soldado entonces se estremece, se pone furioso, me agarra de la ruana y me lleva detrás de una mata de plátano al lado de la carretera y con uno de sus pies me golpea en las corvas para hacerme arrodillar. No entiendo muy bien su actitud, es probable que mi aspecto andrajoso lo haya molestado o tal vez mi manera de no expresarme de una manera en que pudiera comprender; tengo un vago recuerdo de fastidiar a la gente por la forma en que organizo las palabras al interior de mi mente al momento de no decirlas y dejarlas perder en mi cabeza como meras posibilidades efímeras e inútiles. Entonces, ante la impasibilidad de mi silencio, el soldado me ordena que ponga las manos sobre la cabeza y lo hago con harta diligencia, pues de repente siento que me embarga una alegría lujuriosa de solo pensar que esta historia pueda terminar ahora mismo, aquí mismo, y ya no verme en la obligación de contar más, ni pensar más. El soldado, cada vez más furibundo me vuelve a gritar algo que no le entiendo mientras me apunta con el fusil a la nuca y yo que cierro los ojos para esperar ese último fogonazo. Pero entonces escucho unos ruidos extraños e instintivamente me doy media vuelta para ver al perro que me venía persiguiendo colgado del cuello del soldado, perforándole la carótida y tirándolo al piso encharcado de sangre mientras emite unos ronquidos como de marrano enfermo y desesperadamente trata de separar las mandíbulas con sus temblorosas manos chorreadas del líquido rojo que chispea a borbotones. Una escena grotesca y ciertamente fea de ver.

* * *

El presente relato hace parte de la novela inédita «Más allá de la loma».

NOTA

[1] Colombianismo para resaca. N. del e.

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*Sebastián Santisteban. Nacido en Guateque, Boyacá (Colombia). Administrador de Empresas. Profesor universitario y escritor. PhD en Estudios Sociales. Ha vivido en Ámsterdam, Sydney, Nueva York y Bogotá y ha publicado el libro de cuentos «De Rumba en la 51 Vol 2.0» con la Editorial Babilonia, y el ensayo académico «Las startups en Bogotá: un estudio crítico sobre los imaginarios de la creatividad y el emprendimiento», publicado por la editorial Lasallista.

 

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