Literatura Cronopio

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VENEZUELA SIN TI

Por Norbey Echeverry*

«Presentamos fallas en el sistema. Nuestro personal técnico arreglará los inconvenientes lo más pronto posible. Disculpen las molestias causadas» —expresan varios altoparlantes, con la voz de una mujer joven y bella. Caracas se ha quedado una vez más sin metro. El mal genio de los pasajeros que esperan aumenta con cada segundo.

—Chamos, el país está muriendo… ¡Se está muriendo Venezuela! —Carlos Alirio lo dice, después de haber escuchado la advertencia de falla, con la esperanza de que sea superado rápido el impase.

Veinte ojos lo detallan. No dicen una sola palabra, pero se unen a la causa asintiendo con sus movimientos faciales.

—¡Coñooo! ¡Chamos, el país está enfermo! ¡Se está muriendo! —vuelve a repetir, esta vez con un tono fuerte.

—Sí. Es cierto, joven —grita un hombre que sostiene un maletín de ejecutivo desteñido en su mano derecha. Se encuentra veinte metros más allá— el país está en las últimas. ¡Nosotros también vamos a morir con él!

—¡Venezuela no va a morir, carajo! —grita una anciana.

Carlos, como antier, regresa a su casa caminando los quince kilómetros que lo separan de su universidad; porque hoy, al igual que el lunes pasado, el metro de la ciudad se ha quedado corto de repuestos extranjeros para ser reparado. Los cuerpos de los extraños que se cruzan en su camino, dicen que tienen hambre y mal genio, lo reflejan en la falta de carne en los pómulos y de efectivo en los bolsillos.

Esta es la Caracas de los últimos años: caótica e insegura. Con el logo que reclama la harina que hace falta en los supermercados, pintada en cientos de muros acompañada de la consigna «pan pal’ pueblo. ¡Elecciones ya!».

Carlos, mientras Caracas se desdibuja con una luz amarilla titilante de las calles a lo lejos, escribe en su diario las últimas palabras nocturnas antes de rodear su cuello con un lazo y tirarse al vacío de un abismo en donde no existe el dolor.

«Un mes atrás, el treinta de enero, tres doctores del Hospital General de Caracas me detectaron un cáncer que se carcome cada centímetro de mi páncreas.

»—Está avanzado. No podemos hacer nada por usted —expresó el doctor Rodríguez, hombre de piel trigueña, estatura cercana a los dos metros y voz parecida a la de un locutor.

»—Le recomendamos quietud. Y, si puede, váyase para otro país en donde le puedan ofrecer las quimioterapias y los tratamientos que usted necesita. Colombia puede ser una buena opción —complementó Raúl, médico cubano que llegó desde la isla en las últimas semanas a suplir la falta de médicos del país.

»—Ojalá tuviera dinero para viajar a otro país… No lo haría por el tratamiento, iría por conocer nuevos lugares; para ser rico, de alguna manera, antes de morir —les manifestó Carlos, mientras todos lo miraban atónitos.

»Me dijeron aquella tarde que en mi país no hay medicinas para mi enfermedad… Ni tampoco repuestos para los autos viejos. ¡Ay, Venezuela! El alma de Chávez se llevó para su tumba lo que tenías de grandeza. ¡Ojalá el petróleo lo pudiéramos beber!… ¡Ojalá! No morirían hombres de sed ni de hambre en este país.

»De ti me llevo al cementerio el bolívar valorizado y el petróleo en barril. Me llevo la Venezuela que no ponía a sus hijos a mendigar por monedas en las avenidas de ciudades extrañas y desconocidas. La que no se rebuscaba la vida vendiendo chicles, medias, ni lapiceros. Venezuela, amigos míos, muere a cada instante… Así como muero yo en esta noche».

Se quedaría corto García Márquez, si presenciara este momento: no le diría sin agua a Caracas, sino sin nadie. Los amigos se han ido… Se fueron por hambre y por no robar. Se fueron, se fueron porque su país no da para más.

—Buenos días, ¿funeraria Bolívar? —pregunta Martha Inés, la madre de Carlos, detrás de su línea celular.

—¡Buenos días! Sí. Funeraria Bolívar. ¿En qué le podemos servir?

Martha siempre ha creído que en las funerarias deberían de contestar los extintos emos con tono de tristeza y no idiotas llenos de felicidad y entusiasmo.

—Mi hijo se ha suicidado. Necesito que lo vengan a recoger.

La línea queda en suspenso tres segundos.

—Señora, lo lamento mucho, ¿la dirección es la que está registrada con esta línea?

Solo quedan ratas de alcantarilla en las calles de Caracas y un funeral que se detiene en media avenida, haciendo más imposible el tránsito congestionado del mediodía.

—Señora, lo sentimos, pero nos hemos varado y no tenemos llanta de repuesto, en ninguno concesionario de coches hay —exclama Jorge, el conductor del carro fúnebre.

—Los tíos de Carlos lo pueden llevar sobre sus hombros, ¿no hay problema?

—No. Ninguno.

Cuatro tíos, Rogelio, Argemiro, Ramiro y Arturo cogen el ataúd y lo deslizan hacia sus cuerpos. Con cuidado, como se los ha pedido Martha, lo ponen sobre sus hombros. El ataúd, después de cinco pasos, se desfonda. El cuerpo de Carlos cae en picada como pelicano en el mar sobre el pavimento ardiente. No se han explicado cómo los médicos forenses, ni los científicos, ni nadie en el planeta tierra, pero, de manera inesperada, se sienta. Los mira a todos. Así como todos lo miran a él. Martha se desmaya. Carlos, el suicida que se había hecho famoso por su última carta publicada en los principales periódicos de Caracas, está más vivo que Chávez en los pájaros de la ciudad.

—¡Maduro hijo de las mil putas! —grita y vuelve a morir en paz.

___________

* Norvey Echeverry es estudiante de Comunicación Social — Periodismo en la Universidad de Antioquia. Ha publicado en periódicos como De la Urbe y El Colombiano. En el año 2017 recibió un reconocimiento por parte de la editorial de la universidad Pontificia Bolivariana, después de que su cuento «La vida es el fútbol, pero el fútbol no vale una vida», ocupara el cuarto lugar de la categoría juvenil.

 

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