NADAÍSMO SIN BALANCE

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nadaismo sin balance

Por Luis Fernando Macías*

En Los hijos del limo, Octavio Paz explica el devenir de la poesía como «la tradición de la ruptura». Es la paradoja del hijo que debe romper con el padre para afirmar una identidad propia, cuya solución irónicamente se resuelve como continuidad de la herencia misma. El reloj de la existencia mueve su péndulo de un extremo hacia el opuesto, en un ir y venir infinito. Fuera de la tradición no hay nada: vamos siendo lo que en nuestra individualidad se constituye como manifestación particular del ser colectivo. La existencia es afirmación irrenunciable, aunque nuestro delirio profese la ilusión de lo nuevo. La sombra es el lado de la vida que, al negar, no iluminamos; pero que de todos modos nos pertenece. Seguimos siendo lo negado.

El nadaísmo irrumpió hace casi setenta años como rebelión contra la retórica extranjerizante de los piedracielistas. Fue un grito tardío de las vanguardias con manifiesto y acciones simbólicas que querrían proclamar un nuevo sendero para la literatura colombiana. El resultado se produjo de todos modos, más allá de las intenciones y de las proclamas de los angelitos empantanados, y aun a pesar de sus arrepentimientos o cambios de dirección en el sentido de su rebeldía. Pero lo único que podemos afirmar con certeza después de esos casi setenta años es que todo lo que hemos escrito en Colombia desde entonces lleva la marca de ese remezón, bien sea porque se afirmen o se nieguen los aromas de sus inciensos rituales.

Son casi setenta años de la proclama del movimiento. Todavía no es tiempo de realizar balances, porque los tiempos de la literatura son más lentos que los de la vida de los hombres que la escriben. Ya vendrá el momento en que se disponga de la medida precisa y justa de los hechos y de las obras. Cabe decir también que el humo, el aspaviento y las acciones de todo movimiento constituyen el aspecto social de sus coordenadas de tiempo y lugar. Las obras son otra cosa. Digo obras, pues la labor de la literatura se resuelve en el fuero interior de los individuos que la crean y no en los mecanismos de los grupos en que se inscriben.

No es poca la obra de los nadaístas: Gonzalo Arango, quien de niño extraviado pasó a ser profeta y de profeta a pastor sin rebaño, a quien Fernando González veía como el único ser desnudo en su entorno pacato, listo ya para el jaleo, nos enseñó a decir nuestra más humilde verdad con el más puro de los sentimientos; Jaime Jaramillo Escobar, el misterioso X-504, tan dulce, respetuoso y delicado, cuyos Poemas de la ofensa le dieron un nuevo rumbo a la poesía colombiana, después de haber recogido la fundación de Epifanio y Gregorio que Barba y León elevaron a la dignidad de la música de Orfeo; Elmo Valencia, quien todavía juega con un carro de bomberos en las avenidas del útero prodigioso de una madre que lo parió hacia adentro (¿no veis allí a la Pachamama con sus hijos como una legión de parásitos destrozándolo todo desde su nacimiento hasta su muerte sin salir nunca del vientre?); Eduardo Escobar, quien a los casi ochenta años todavía era Eduardito para Jaime y lo había leído casi todo para olvidarlo primero y después inventarlo de nuevo en un lenguaje preciso como los postulados de Euclides; Darío Lemos, proscrito hasta de sí mismo, cantándole a su hijo Boris desde la prisión de barrotes de su miseria hasta la silla de ruedas en la que viajó a la «medialuna» de su muerte; Jaime Espinel, «Barquillo», en cuyo lenguaje, tan tembloroso como él, se leían las tragedias de los muchachos de Manrique y del Barrio Nacional, quienes morían de cuchillo y de desesperanza, haciendo atajadas de palo a palo en las mangas de La Milagrosa o de Loreto; Alberto Escobar Ángel, cuya poesía no necesitaba de los aparatos ortopédicos que le garantizaban una existencia decorosa; Humberto Navarro, de quien Manuel Mejía decía que vivía de una fórmula mágica para curar el dolor de las rodillas y que fue el primero en cantarle al «amor en grupo», cuando este todavía se realizaba en la intimidad de los adolescentes solitarios…

Dejo ahí. Este no es más que un llamado a lista de algunos de los que ya murieron. No es una valoración. No hablo de Jota Mario porque está muy vivo y su acervo los recoge a todos, porque es acaso la insignia de un movimiento que los demás hicieron para él, Jota Mario Arbeláez, a quien Equis llamaba «el más humilde de los hombres según sus propias palabras…»; pero sí me inclino ante el enigmático Amílcar U. por la magia de su Yacente de Mantegna y de los cuentos que le acompañan y por la profundidad lírica de su Vana Stanza, obras tan cercanas a la perfección del cuento, la una, y de la poesía, la otra, puesto que en la sugerencia de sus símbolos y en la belleza de su lenguaje nos acerca a la atmósfera de una existencia que paga el precio de la iluminación con su tormento.

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*Luis Fernando Macías (Medellín, 1957). Profesor de la Universidad de Antioquia. Narrador, poeta, ensayista, autor de obras para niños, editor. Ha sido director de la Revista Universidad de Antioquia y codirector de las revistas Poesía y Esteros.

Entre sus obras podemos destacar las novelas Amada está lavando, Ganzúa, Eugenia en la sombra y Las muertes de Jung; los libros de poemas La línea del tiempo, El jardín del origen, El libro de las paradojas, Memoria del pez (compilación 1977-2017) y Todas las palabras reunidas consiguen el silencio (antología bilingüe); y los libros de ensayo Diario de lectura I: Manuel Mejía Vallejo, Diario de lectura II: el pensamiento estético en las obras de Fernando González, Diario de lectura III: León de Greiff, quintaesencia de la poesía, El juego como método para la enseñanza de la literatura a niños y jóvenes, Glosario de referencias léxicas y culturales en la obra de León de Greiff, El taller de creación literaria, métodos, ejercicios y lecturas.

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