Literatura Cronopio

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NO ENTENDERÍAS POR QUÉ LO HIZO, KOLLEGE

Por Sebastián David Trujillo Sanclemente*

Esa chica, Pabla, fuma sin parar y bebe siempre que haya oportunidad. Tiene medio cráneo rapado. Las sobras del cabello cortadas a la altura de las cejas. A veces, en las noches, se cubre el rostro con unas Ray–Ban de sol. Hay algo de felina en sus movimientos. Algo de gueparda, quizás.

Trabajamos en un restaurante. Yo lavo platos. Ella ayuda en la cocina y se las arregla para escupir en la comida cuando la locura del trabajo intenta pulverizarla.

Esbelta, dorada, manchada de tatuajes y con la punta de la nariz mutilada por una argolla. De    pupilas plateadas, y en espiral, de las cuales emana el espíritu insurrecto y balsámico del rock.

Esa chica, Pabla, se ha puesto a bailar con un nuevo cigarrillo entre los labios. En la oscuridad. ¿Para qué la música? Balanceándose, da la impresión de poseer demasiado fuego, demasiada libertad, amor. Y todo junto arde. La quema.

¿Quién iba a ser capaz de comprender aquella imagen? El mundo la ha triturado por haber descubierto los lados de una diminuta verdad. Por alumbrar en las tinieblas. Y especialmente, la han asesinado un millón de veces por querer salvarse a su manera. Si es que alguien es capaz de salvarse en este mundo de pacotilla, de todo y nada.

Camisilla negra. Rota, sucia, con el rostro de Jim Morrison —sosteniendo su placa en la cárcel luego de mostrar la verga y fingir que se masturbaba en un concierto— y un jean ahora tajado y deshilachado hasta las líneas de las nalgas. Se queda inmóvil, quiero decir, deja de bailar, ya no le interesa. Tiene estilo.

—Y aquí, en Berlín —la voz se le filtra entre sus dientes separados— si quieres ver el cielo gris un día más, necesitas poseer, al menos, un indicio de autenticidad. Menuda porquería, ¿eh?

Es verano, a medianoche, y hace frío. El viento no eleva basura, no eleva nada. Pero cuando tropieza con nosotros, la sensación es como una desesperada calma que me estalla en las entrañas y termina erizada en mi piel.

Pabla comienza a reflexionar sobre los que enloquecen y se pudren de violencia al competir con la nada. Enloqueciendo porque aún no les das el último pedazo de tu alma para que    puedan machacarla a su antojo. Perdiendo la razón porque no pueden controlar los colores de los semáforos.

—¿Los has visto, querido? ¿Puedes creer que haya gente enloqueciendo por esas cosas?

—Bueno, sí —digo.

Se baja el pedazo de jean. Se agacha. Dos nalgas hermosas, de la mejor carne, brillan al natural. Mea una cascada. Se tapa el culo otra vez y se incorpora para volver a la carga con aquello de cuán despreciables nos volvemos los animales en el instante en que debemos aniquilar al otro para sobrevivir. Con eso del Caín y Abel. Del paraíso perdido. Con aquello del castigo eterno a causa del primer asesinato obligatorio. Y de la pureza e inocencia de los árboles, algunas plantas y rosas que viven sin joder a nadie.

Suspira.

—Me encabrona la naturaleza de vez en cuando —dice.

El Berliner Fernsehturm destroza el horizonte. En la puerta de un späti sin luz: una mesita metálica, divididos por la mesita metálica, nosotros. Encima, dos cervezas, cigarrillos, tabaco, marihuana y charcos que dibujan círculos.

—El Berliner Fernsehturm no nos revela un secreto —dice.

Bebe.

—O, ¿sí?

Eructa. Cigarrillo. Humo. Continúa:

—Solo permanece allí, estático, como un pedazo de cemento que no sirve para vivir. Se necesitan muchos muertos para construir una estúpida torre de televisión.

Entonces una patada manda volar la mesita con toda la medicina. Las botellas se quiebran. El tabaco y la hierba se riegan en el piso. Por un escalón mojado. Más abajo del piso. El encargado de la tienda protesta. Y mi explicación al ver su deseo de rebanarnos el cuello: no entenderías por qué lo hizo, Kollege. Como si hablara español, grita él: ¡Claro que no! ¡enfermos! Nos echa. Y nos vamos a mear en las calles.

Atrapada en mis dedos, una migaja de porro que arde. Fumo. La sostengo en mi boca. Me la arrebata sin más y, con la mano vacía, se rasca el hermoso culo que la despiadada naturaleza le ha otorgado. Se mete los dedos como si fueran pinzas de electricista. Escarba. Adentro. Muy adentro. Puedo ver el brazo, doblado al revés, haciendo el esfuerzo.

— Qué feliz que soy acá. —dice

Arroja la ceniza y la aplasta con sus botas rock.

— A mí no me parece. Estás a punto de morir.

—Importa una mierda si eres una impostora o no —replica.

 

Sonríe.

—Soy daltónica…

El otro día esperaba el metro en la Alexanderplatz. Iba hacia ninguna parte. Al lado derecho, un chico guapísimo. Al lado izquierdo, una chica más guapísima que me clava los ojos sin cesar.

Llega el tren. En los vagones parece que viaja la ciudad entera. Nos agarramos a las tuberías. Pregunto que si todo bien. Y ella que sí, que alles gut. Sé que detrás de la mascarilla sonreía. Cuando el tren paró en la estación siguiente, la vi desaparecer, pero las puertas se cerraron y seguimos el camino.

Una mancha negra y parpadeante era lo único que se veía a través de las ventanillas.

—¿Y tú? —preguntó— ¿eres artista?

La locomotora, al deslizarse sobre los rieles, chirriaba y crujía bajo tierra. Escuché el ruido y lo pensé muy rápido.

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—Sí.

Al regresar a la superficie, las ventanillas empezaron a proyectar los paisajes de la ciudad. Extensas paredes de Graffitis me pusieron a volar. No sabía qué colores veía y no me importaba, porque hablé sin respirar de todas esas imágenes y mi voluntad para crear a partir de mis sentidos rotos.

Parecía dueña de un Mercedes negro y guardar un montón de papelitos y monedas en la cuenta. Sin embargo, ten cuidado de lo que ves. Me gusta creer siempre que hay un agujero, a veces profundo, detrás de cada scketch. Fijate:

—¿Conduces algún Mercedes Benz negro? —dije.

—No, me dan asco.

—¿Trabajas?

—¿Estás loca? No quiero morir aplastada por esa despiadada trituradora mecánica. Déjame con mi melancolía. Que así me conservo. Me gano la vida con el subsidio para desempleados.

—Te amo, dije.

La sensación era más poderosa que las provocadas por una buena mezcla de píldoras. Era amor puro, cariño. Amor a todo, a pesar de lo mal que huele. Porque le conté sobre unos cuadros que nunca pinté. Ya sabes, lo mío es la música. Y, porque nos bajamos a lamernos los coños amargos y beber cerveza en uno de esos callejones pintarrajeados. Después destrozamos las botellas contra las paredes y gritamos hasta que no pudimos más.

—Hay que saber actuar. ¿Entiendes? Con estilo —dice Pabla.

—Oh, nena, digo.

Nos abrazamos. Nos despegamos. Levanto mi bici oxidada que yacía en alguna parte sin sentido común. Tambaleo. Veo a esa chica, Pabla, despegar los pies del suelo sin moverse. Una ilusionista. Maldita sea. ¿Cómo lo hace?

Asciende. Me mira mientras flota. Y desaparece sin decir nada. La busco, pero ya no la encuentro. Mañana estará escupiendo en los platos y sartenes que lavaré. Cualquier cosa que haya sido, solo la acompaña cuando necesita sobrevivir al límite. Harta, se larga al subterráneo sin pagar el ticket. Sin decir nada más.

Palpo mi cabeza. Creo llevar casco, pero mi cráneo va descubierto. Avanzo varios metros en zig zag. Ridículo. Recibiendo todo sin darme cuenta. Dándome cuenta. Estoy demasiado borracho de repente. Caigo, aplastado solo por existir y lo había olvidado.

Me revuelco en el bulevar. Se siente bien, mal, tranquilo. Empieza a llover. Vomito. Me duermo. Sueño que me quedo aquí para siempre. Veo espirales. Fuego. Pienso en el dinero. Algún día no valdrás nada, maldito. En la libertad. En el amor. En la violencia. En mi mujer y me entran unas ansias descomunales por amarla sin competir, sin destruirnos. De besarla sin metérsela. Me levanto. Pateo la bici y la abandono. Dejo caer la lluvia en mi rostro. Miro al cielo y sonrío con el polvo de mi revelación.

___________

* Sebastián David Trujillo Sanclemente es comunicador social y periodista con énfasis en prensa, egresado de la Universidad Sergio Arboleda de Santa Marta. Nació en Barranquilla. Trabajó en seguimiento.co, periódico virtual de Santa Marta. Está casado y actualmente vive entre Alemania y Colombia.

 

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