Literatura Cronopio

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Sueño Thomas Quincey

PEREGRINAJES DEL SUEÑO EN THOMAS DE QUINCEY

Por David Andrés Iregui*

A V…

«A De Quincey. A nadie debo tantas horas de felicidad personal», sentenció Borges en el prólogo de Evaristo Carriego. Nos legó incontables momentos de felicidad, aunque no pudo ser feliz. Desde su temprana edad asistió a la muerte, soñó episodios ligeros y otros no tanto gracias a la ingesta de láudano; alabó y condenó a los «Lake Poets» e hizo parte de esa extraña legión denominada por Thoreau como «Saunters», peregrinos, los que caminan con ritmo tranquilo.

QUIÉN FUE ESE TAL DE QUINCEY.

Helenista, latinista, humorista y todos los «ista» imaginables; opiófago; biógrafo y autobiógrafo; Kantiano, Goethiano y todos los… años que pasó leyéndolos; confesor al estilo de Agustín y Rousseau; solitario y sentimental; preguntón o, más exactamente, socrático; ¿ya dije comedor de opio?, pues vehemente comedor de opio; empático y compasivo; errante o vagabundo; soñador y ‘pesadillador’; amante, sobre todo de la muerte; endeudado hasta el tuétano y tras de todo famélico; lector asiduo; nacionalista en vida y orientalista en sueños; paria excéntrico y ecléctico; filósofo sin editar, escritor prolífico, poeta griego en la infancia y seguidor de David Ricardo después; escapista profesional; romántico pero victoriano; amigo íntimo y, luego, enemigo de Coleridge y Wordsworth; y, finalmente, para no continuar con farragosas repeticiones: desarraigado inglés comedor de opio. Según dicen, no bebió ponche con su amigo Wilson —que imagino como el compañero de Tom Hanks en «Náufrago»—, lo que le hubiese granjeado la publicación de sus prolegómenos filosóficos de cuyo nombre no quiero acordarme. Su alegría era efímera y era otra: bastaba una dosis de opio y un ejemplar de la «Metafísica de las Costumbres». Agradezcamos su adicción, pues el ponche nos hubiese alejado de su decadencia y excentricidades. ¿Qué sería de sus lectores sin ellas?

*

Aún deambula por las movedizas olas de la muchedumbre. Conoce bien Oxford Street. Ha transmitido sus recuerdos de esa avenida, pero en ocasiones parece extraviado. Busca esa inseguridad que le permita un ulterior regocijo; desconocer la realidad para reconocer su realidad y la de los otros, y contarla al mundo inglés; sentirse perdido para ubicar la salida. Sus zancadas son cortas, silenciosas. No mide más de metro y medio, estatura que disminuye cuando camina. Se ve pequeño al hacerlo, por ello no baja la cabeza para mirar los pozos que dejó la borrasca de la noche anterior. Intenta enderezarse. Unos milímetros más no estarían mal. Sus ojos revelan el mar y otean el horizonte. Le interesa el mundo, la vida de los otros, de quienes caminan junto a él, transeúntes y fantasmas que ese día soleado llegan a su cabeza. La experiencia le develó que los fantasmas aparecen en verano. Su viaje también es interior. De niño, su padre, con quien convivió durante poco tiempo, le habló de cumplir sueños, no le dijo que las pesadillas son sueños. Ahora las vive. Las padece desde que acrecentó su dosis de opio. Nueve mil gotas antes de salir de su morada; tal vez más, no lo recuerda. Su memoria a corto plazo es errática, pero jamás le diagnosticaron demencia; a largo plazo es mucho mejor y se potencia con pocas gotas. Sigue caminando. Los transeúntes dicen que parece estático, inmóvil, eterno; deja un hálito a remembranza. «¡Este hombre ha estado en el infierno!», susurran.

*

Esto es como una obra de Beckett. Las escenas del inglés errando las inmortaliza él mismo, autor y personaje de algunos de sus textos. Vistas desde la crítica, sus palabras están rodeadas de incertidumbre. ¿Serán realidad o ficción? Fue acusado de idear su personaje para vender ejemplares y ganar fama, de ególatra amoral, incluso de panteísta, pues en él estarían todos los comedores de opio. Por lo pronto, lo narrado por Wilson, su biógrafo, nos garantiza la veracidad de sus textos biográficos, y por Baudelaire al hablar de los opúsculos del inglés, refrendan que son fieles a su mente y experiencia. No era intrascendente su amor por Kant y por sus exigencias de verdad. En «Del asesinato considerado como una de las bellas artes» aludió a la devoción del alemán por la verdad: «cuando un hombre viese a un inocente escapar de las manos de un asesino, su deber era, interrogado por el asesino, decir la verdad e indicarle dónde se refugiará la víctima, aun teniendo la certeza de que sería asesinado». Su literatura es indiciaria de la verdad del autor emanada de su amor por el idealismo y sus artículos encarnan esa «verdad sospechosa» (considerada por Alfonso Reyes como una buena definición de la literatura) cuya intención es suspender la duda; lo que Coleridge llamaría fe poética.

La escena la narra en sus «Confesiones de una opiófago inglés» y la recuerda en «Suspiria de Profundis». A los 17 años decidió escapar del internado, no sin cierta amargura que se instalaba grandemente en su pecho y estómago (artífice unánime de la gastritis crónica que fue su acompañante perenne). Para un melancólico no es fácil hacer, por última vez, sin ese deje remoto a desdicha y desazón, lo que acostumbra; así esa rutina le parezca un castigo y no exista nada más melancólico que la repetición. La noche previa a su éxodo no dejó de observar con ojos silentes y durante largo rato los objetos que había dejado de desconocer, confidentes de dudas y certezas: la mesa de escritura, la butaca que no se adaptaba a su figura enjuta, la chimenea atiborrada de palos y leños, y, arriba, una ventana que reflejaba la luna en noches despejadas, acólitos con los que no se reencontraría. ¿Esta angustia jamás se irá?, se preguntaba. La habitación en donde había permanecido durante un año y medio había sido la ciudadela de sus pensamientos; y el internado, la semilla de sus gestas intelectuales. A los 11 años se catalogó como «helenista mediocre», a los 13 únicamente escribía versos en griego —gracias a la acción del reverendo que vivía a dos millas de su casa, a donde marchaba junto con su beligerante hermano William para recibir el beneficio de su instrucción en cultura clásica— e improvisaba traducciones griegas de los periódicos ingleses, y a los 15, decía uno de sus maestros, podía arengar a una multitud atenea mucho mejor que usted o yo a una multitud inglesa. ¿Quién podría jactarse de una contingencia si quiera similar? Esa exultación por los griegos, Aristóteles y los peripatéticos lo catapultaron hacia una dolorosa aventura sin destino —como la vida— que lo convenció del vínculo entre errar, pensar y dudar. Esa incertidumbre por la falta de respuestas que obra en las personas bajo el concepto de nostalgia, ya obraba en él como «una nada que duele», diría Pessoa.

Claro que la nostalgia no era novedosa ni su origen desconocido. Lo que afligía a De Quincey era intuir que los episodios que la creaban se reproducirían como la Hidra de Lerna. Desde su primera infancia había sido receptor de los desvaríos de una existencia mortífera. Primero su padre, a quien tardíamente conoció. La tisis, días después de haber retornado desde el Caribe, lo atacó con ímpetu a los 38 años; padecimientos que paliaba con la alegría por la lectura con la que eludía cualquier ansiedad. Sus hermanas, escultoras de dulcísimos sentimientos de infancia, también llegaron rápidamente a dicho unívoco destino, pero fue la muerte de Elizabeth, dos años mayor que él, creadora de un entorno de amor y fraternidad, lo que le insinuó que todo había acabado, que su vida estaba agotada y que le impulsó a contemplar los bosques o el aire desierto como si en ello se escondiese algún consuelo. La única salida a la idea de partir hacia donde los seres amados fue el estudio de los griegos y la literatura.

Desde ese momento no dejó de caminar. De Quincey, como buen paria, consideraba su soledad latente. Sabía que los destellos de alegría recordados encumbraban un pasado intangible, paulatinamente difuminado por la amnesia, y que la paz y el sosiego propios del amor de infancia no regresarían. En esa melancolía proveniente del recuerdo de su niñez —ansioso por recobrarla gracias a la presencia de la Grecia antigua en su vida—, encontró los estímulos para su creación. Al escapar del internado en Manchester —lugar que «quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías»— no olvidó recoger de su habitación las fábulas de Esopo ni los textos de Esquilo, Eurípides, Tito Livio y, cómo no, «La Eneida» de Virgilio.

Caminar y cavilar, el pan diario infaltable. Así prolongaba los momentos, luchaba contra el tiempo evanescente y caía. «Caminar. No siempre te das cuenta / pero siempre caes / Con cada paso caes un poco hacia adelante. / Entonces adviertes que caes». No solo deambular como acto físico, también interior. Las ideas vagan sin necesidad de movimiento. El inglés conocía la importancia del trayecto: las conversaciones propias enaltecen y potencian las dudas; las charlas con los otros hacen un tanto igual. Esa versión de la vida no le fue esquiva; caminó y charló ridículamente. Al salir del internado vagó por Gales con poco dinero y en pocas semanas, tras salir de una morada de hospitalarios hermanos, llegó a Londres… a pie. Era un patético peripatético que amaba a los griegos, Roma y la literatura —un romántico empedernido—.

La capacidad de peregrinar, obligación para un nómada, desarraigado y sin intenciones de echar raíces, con el tiempo se tornó una necesidad evidente en los escritos de De Quincey. En «La Monja Alferéz» relató las violentas travesías de Catalina de Erauso —vestida de hombre— por España y las Américas; una pendenciera a la vista del mundo, pero una recatada damisela a los ojos del autor, un Quijote femenino que recorre caminos dispuesta a desfacer agravios y enderezar entuertos. En «La Máscara», los personajes permanecen viajando, aislados, moviéndose de un lado a otro, extirpados como tumores de su lugar de origen; evidencia del cariz errante que invadió la vida de De Quincey.

A su llegada a Londres enfrentó serios padecimientos: se hospedó en la casa estropeada de un insolvente compasivo con él y con una menor de diez años, su acompañante en las noches ariscas de los inviernos británicos. Con ella pasó jornadas azotado por el frío y el hambre. Si de infante comía tres veces al día, al llegar a Londres no lo hacía más de una; a veces, ninguna, si no fuera por las migajas de pan que caían del desayuno del arrendador. Esa imagen del mendigo parecería usual en De Quincey, como un apóstol de Diógenes, lo cual le habría enorgullecido. También encontró en aquellos suplicios satisfacciones que legaría a Dickens, cuyos personajes peregrinan sin cansancio y cuya experiencia como errante culminó en «Night Walks». De Quincey eludía el hambre con sus pies. Desde la mañana salía hacia cualquier calle, andén o lupanar donde encontraba un sinnúmero de personas con quienes podía charlar familiarmente, como contaba, more socrático. Ancianos, mujeres, niños, prostitutas, párrocos, más prostitutas, indigentes, mendigos, amigos, enemigos. Allí entrevió la importancia de caminar: aprender la naturaleza humana y, de paso, conocerse. Sabedor del espejo que es el otro, podía otear sentimientos francos, gestos sinceros y escudriñar en el tono de las palabras la vida de culpables e inocentes sin prejuicios. Esos atribulados, como él, ratificaban su existencia. De Quincey no falló en sus periplos mundanos, pábulo suficiente para su alma y anestésico para su estómago, aunque en el fondo sabía que los sucesos que nutren el sueño no alimentan el cuerpo. Pero el jolgorio estaba allí, en las calles. Los momentos con el otro aliviaban sus padecimientos estomacales y le permitían una especial auto consideración como filósofo: el comedor de opio no veía con ojos estrechos y prejuiciosos a sus congéneres; por el contrario, observaba y se adhería, bajo un espíritu de piedad y concordia, con quienes intercambiaba tardes de conversación o tan solo algunas impresiones del clima. Así vivió, consciente de que ninguna cualidad moral o intelectual sería posible si la condición social elevaba demasiado a un hombre por encima de sus semejantes. De Quincey, el melancólico noble bretón era un maestro de la empatía… y un excepcional conversador.

De tez luminosa, baja estatura para el inglés promedio, excentricidad confirmada y finos modales e ideas nacionalistas de origen filosófico idealista alemán, era un charlatán exquisito. Su imaginación potenciada por su memoria le permitía fantasear con lugares y fechas ciertas. La celebración de algún cumpleaños o un hecho solo visto en su cabeza era información suficiente para que evocara, como si la hubiese experimentado, cierta batalla ocurrida esa misma fecha en años pretéritos o algún acontecimiento histórico relegado al olvido común. Embelesaba con preguntas atentas y respuestas deslumbrantes y sencillas, más allá de que el término de la velada lo devolviera a pesares irreconciliables: Elizabeth, su hermana, o su Anna perdida.

Sí. Esas condiciones que le henchían el pecho se habían contaminado un día y para siempre de la nostalgia por Anna. De ella habla en sus «Confesiones», una infeliz prostituta, una compasiva mujer dedicada a mis necesidades cuando todo el mundo me había olvidado a pesar del abatimiento y congoja que se había apoderado de su corazón. De Quincey descubrió senderos siendo un niño, la fuga casi le cuesta la vida y en el último momento, cuando su estómago rugía y la salvación parecía una quimera, apareció de los callejones londinenses para ampararlo la inolvidable Anna, cuyo reencuentro anhelado en Oxford Street se hizo difuso con el paso de los días y las pocas licencias que garantizaba el gentío. La nostalgia por ella logró plasmarla en el texto.

«Si vive, no cabe duda de que alguna vez hemos estado buscándonos en el mismo momento por los enormes laberintos de Londres; tal vez incluso habremos estado a escasos pies de distancia el uno del otro. No más ancha que eso es la barrera de una calle londinense y con frecuencia supone el final; una separación para toda la eternidad».

Solo el viaje interior, afianzado por los delirios diarios del opio, le permitieron volver a ver su amor perdido. Empezó otra escena de alivio y martirio narcóticos, pues para la grandeza se necesita una grande escuela de sufrimiento.

*

 «El alma, cuando sueña, es teatro, actores y auditorio». Dichosa conjetura reiterada por Quevedo, Addison y el persa Umar Khayyam fue retomada por Borges: la literatura es un sueño dirigido y deliberado, sentenció. La relectura de dicho axioma me permite una alegoría arbitraria y, así lo puede considerar el lector, ramplona entre el sueño y De Quincey. La única variante está en el origen y estimulo del sueño, al menos en el inglés: el opio, temida causa de placeres y dolores inimaginables.

Catalogado como un gran aventurero a la altura de Stevenson, Verne, Melville, London o Conrad, De Quincey nunca salió del Reino Unido; contradicción que busca una respuesta esclarecedora. A nuestro personaje, que no surcó los mares, no cruzó el Canal de la Mancha ni convivió con los aztecas, que desconocía los ríos de África, no pasó días atormentado en una isla desierta ni advirtió las mezquitas de oriente, le bastaba un frasquillo de láudano para elevarse hacia zonas exóticas del planeta e, incluso, hacia lugares recónditos de su infancia, al palimpsesto de su niñez. La ingesta de opio lo introducía en un viaje interior a través de la locura y el sueño que intensificaban su sensibilidad. El producto de esos viajes son las historias conocidas a través de sus artículos.

En las «Confesiones» narró sus experiencias con el opio. Nos pide clemencia e ingenuidad, pues lo que cuenta no es siquiera imaginable y nuestra desconfianza iría en ascenso. No por eso nos libramos del texto como si fuese un ladrillo a la manera de Hegel o de Pynchon. Seguimos atentos. A medida que avanza en la narración de sus peripecias con el opio, los sucesos se vuelcan hacia nosotros, sus lectores; ya no importa su veracidad, solo percibimos que la primigenia alegría, aparentemente impostada por el autor, se convierte en sufrimiento, y nos lamentamos como si sus frases laceraran nuestra piel. Esa empatía que pregonaba y que lo impulsaba en sus letárgicas jornadas la sentimos al leerlo y aunque nos dice que ampliará sus confesiones, el morbo no es más grande que nuestra desazón; no soportaríamos leer más aquella aflicción.

Un dolor de muela mientras estudiaba en Oxford lo aquejó hasta entumirle la cara en 1804. La solución fue una pequeña dosis de láudano recomendada por un amigo. Las consecuencias fueron inmediatas. Una noche bastó para devolverle, tras días desdichados, las esperanzas de su juventud. Escribió:

«¡Oh, cielos! ¡Qué cambio! ¡Cómo se elevó, desde sus mayores profundidades, el espíritu interior! ¡Qué apocalipsis del mundo dentro de mí! El que desaparecieran mis dolores fue, para mí, algo trivial: este efecto negativo se hundió en la inmensidad de los efectos positivos que se habían abierto ante mí en el abismo de divino placer que se revelaba así repentinamente. Era una panacea para todos los deseos humanos…».

Los momentos gozosos patrocinados por el láudano no cambiaron su naturaleza. Era un diletante que descubrió en el opio la posibilidad para el entendimiento e imaginación suprema. Encerrado en las montañas, a cientos de millas de Londres, sucumbió ante el alivio del sedentarismo, escribió un tratado de filosofía y otro de economía política que jamás publicó, y estudió a Kant, Fichte y Schelling. Vivía lo que escribía en aquel momento, quizá en atención a un estricto ritualismo aprendido de su metafísico predilecto, ilustrado en «Los últimos días de Emmanuel Kant». Allí sostuvo que la precisión en los actos diarios y rutinarios del alemán le garantizaban sosiego, estimulo para cultivar día a día sus capacidades intelectuales y físicas; sin embargo, el deterioro de sus facultades por la edad, aunado a los pormenores para cumplir con aquella rutina, terminaron por postrar a Kant. La literatura del opiófago era muestra de su existencia e imaginación. En «La rebelión de los tártaros», paradigma del texto de viajes, reprodujo un hecho histórico esculpido por su ilusión, como si hubiese huido a China con los Calmucos: describe las estepas asiáticas recorridas por los tártaros, el desierto asolado por el sopor de innumerables personas, como granos de arena, que existen allí, los caballos nadando por el río antes de asolar aldeas… ¿Será suficiente la característica de visionario?

Los relatos de De Quincey rebasaban los límites de una crónica o perfil. Los sucesos eran meros insumos para sus construcciones ensayísticas. Poco importaba ir más allá, indagar a fondo, entrar en las bibliotecas para desentrañar minuciosamente lo ocurrido. Su prosa requería de la verdad solo como semilla u origen, el resto era producto de su mente y de la convicción de que toda anécdota es apócrifa, «pero esencialmente verdadera».

Se arrellana sobre un sillón de mimbre. Es cómodo y no favorece la somnolencia; atrás, la biblioteca con poco menos de 5000 libros. La puerta del estudio permanece cerrada. Su ayudante, una mujer de edad, conocedora de la sabiduría de su maestro, no lo perturbará. Eso lo tranquiliza. Sí lo inquietan Anna y Elizabeth, como es habitual. Busca concentrarse. Sus párpados encubren del todo los ojos, como si se dispusiera al sueño, e inicia la labor de su memoria literaria: recuerda a Tito Livio, a Heródoto, a Voltaire; se eleva hasta el lugar en donde ocurrieron los hechos que aquellos narraron. Imágenes embisten su mente. Respiros apacibles lo visitan: es la «expansión del sentimiento». Sus cabellos se mueven, como si el fervor vital de las imágenes entrase por los muros herméticos. Sobre el papel, sus manos garabatean con ímpetu; luego pulirá. Es como si se olvidara, se evaporara de sí, diría Baudelaire; una «distracción intensa y total».

Muestra de su uso indócil de la realidad para erigir construcciones deliciosas y encumbrarnos de gozo es «Del asesinato considerado como una de las bellas artes».

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La escena es icónica. Nueve personas asesinadas en una iglesia de Texas, entre las que erradamente cuentan a la novia. La imagen es pavorosa. Cuando el sheriff ingresa al templo y ve los cuerpos lacerados por los metales dice: «esto no es obra de aficionados, fue el trabajo de unos asesinos, profesionales (…) un hombre sin escrúpulos la podría admirar». ¿Quién será ese inescrupuloso?

En 1827 publicó la Primera Memoria de lo que se convirtió —cuando le sumó una Segunda Memoria (1939) y el Postcriptum (1854)— en una de sus obras celebradas: «Del asesinato considerado como una de las bellas artes»; mordaz adagio al asesinato como obra de culto estético. Las moralinas cuando la víctima se convirtió en un cuerpo sin alma, para qué. De Quincey aceptaría la idea de que la empresa de Raskolnikov fue más ardua que la de Napoleón. Desconocemos si alabaría los combates en que Uma Thurman intenta vengarse del Escuadrón Asesino Víbora Letal; sabemos que una vez cometidos serían dignos de su dicha, al menos literaria, pues «¿lo bello no es acaso tan noble como lo verdadero?».

Las posibilidades literarias de la realidad y meta-literarias de la literatura son infinitas. De Quincey obra como precursor, establece las bases para el relato policial y de horror: diserta sobre los asesinatos de Spinoza —asegura que no murió de tuberculosis— y Malbranche —a su juicio muerto por el cura Berkeley—; narra con humorismo enrarecido las imaginadas tentativas de homicidio de Hobbes —un «espléndido sujeto para el asesinato»— y Descartes —«Perros, no podéis cortarme la garganta, pues lleváis a Descartes y a su filosofía», dijo a sus verdugos esa noche—; y acude a la tragedia griega para hacer metaliteratura: Orestes mató a su madre, Edipo a su padre y Medea a sus hijos. Ese mundo donde prima el cómo sobre el quién y se habla desde la perspectiva del asesino lo entendió Chesterton: «el criminal es el artista; el detective, el crítico».

Aunque parezca incómodo, el lector no ha de omitir el humor que inunda las páginas del inglés para discurrir sobre el asesinato, que luego leeremos bajo el influjo de Poe en «Los crímenes de la Rue Morgue», de Wilde en «Pluma, lápiz y veneno» y, cómo no, en el «El tema del traidor y el héroe» de Borges.

¿Cómo podría De Quincey sospechar siquiera aquella continuidad secreta?

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Ante nosotros se posa su figura extenuada. No nos invita a consumir opiáceos, pero tampoco está mal visto que excuse la ingesta limitada. Su furor le permitió peregrinar por Gran Bretaña y, tras culminar sus estudios, llegar hasta la zona de los lagos. Aliviado por el paisaje, logró escabullirse entre los Lakistas. Fue discípulo de Coleridge, seguidor de Wordsworth y compañero de Southey, con quienes caminó, leyó a los metafísicos e ingirió opio. De Quincey sacó provecho de esa devoción juvenil enmarcada en la excitación del sentimiento, la subjetividad y la naturaleza; sin embargo, con el tiempo, las dificultades del trato con sus mentores y las penurias económicas insuperables le exigieron emigrar de la zona y lo alejaron del círculo. Sus artículos aparecidos en Tait’s Magazine, compilados en «Memoria de los poetas de los lagos», son una radiografía, a la manera biográfica y digresiva, de aquel mundillo natural atiborrado de vívidas imágenes de los paisajes por donde deambularon las mayores figuras poéticas inglesas de la época; pero que degenera en percepciones triviales de tinte periodístico que podrían parecer chismorreos destinados a denunciar las intimidades y someter al escarnio público a sus maestros. No podríamos asignar a De Quincey el calificativo de resentido; mejor haríamos en sospechar su inconformidad por la pertenencia al grupo. La razón era evidente: como su vida, la literatura del opiófago no es catalogable, toca diversos géneros y esquiva cualquier movimiento. Esa amistad que encerraría a De Quincey en una corriente le habría impedido sus vastas y variadas posibilidades literarias.

*

Sus artículos reflejan cierta característica común: son altamente digresivos, arte que le debemos. De Quincey sentía un estímulo irrefrenable por el conocimiento, pulsión que pretendió trasladar a sus páginas. Como en su vida de peripatético, en sus textos divagaba y recorría temas que le interesaban y cuyo dominio quería expresar. Una razón más justificaba su estilo: la intención de alejarse del romanticismo lakista lo indujo a quebrar con los paradigmas o principios literarios que le habían inculcado.

En ciertos artículos de su obra, De Quincey es autor y personaje. Suprime el hilo narrativo a través de la simultaneidad de temas y de la intervención en lo que cuenta. Comenta lo sucedido, plantea notas de extensión sin reservas, expresa juicios, alude a consideraciones científicas, filosóficas y morales; se va por las nubes y vuelve, nos eleva y aterriza: juega con el lector, se dirige a él, le sonríe, le conversa y, como en su vida, pregunta su opinión. En «Judas Iscariote», donde pretende desmentir las acusaciones que la tradición ha volcado sobre Judas, exhibe catorce notas al pie que ocupan la misma extensión que el texto en limpio; en «La Monja Alférez» juega con los tiempos, el de la narración y el del lector, que debe estar atento a las circunstancias de un pasado conmovedor, pero también a las opiniones del narrador mientras sucede el texto. El tiempo en De Quincey es inestable, ni lineal ni circular; sin forma, va y viene como una montaña rusa y ¿qué hacer en una montaña rusa? Apenas comienza sentiremos vacío, quizá desconcierto, como es habitual; luego se vuelve amigable, disfrutamos del bamboleo e, incluso, a veces queremos repetir el viaje cuyo placer va in crescendo.

La digresión en De Quincey tal vez sea consecuencia de los ciclos de la ingesta de opio y busque resistirse al canon organizado y normativo de la novela y del ensayo del siglo XIX. Un asunto es incuestionable: su estilo sienta las bases de una literatura diferente, más dinámica y divertida que va a ser retomada por muchos autores como Henry Miller, Roberto Bolaño y Borges, cuya narrativa y arte del ensayo es, en suma, casi que una sola digresión.

*

Todo iba viento en popa. La dosis era controlada, pues cualquier cambio podría revivirle cuitas innombrables; pero la vida siempre está presta a dar sorpresas que desconocemos cómo enfrentar. De Quincey era más humano que nosotros. Una fuerte irritación de estómago lo derrumbó en la angustia y le propició terribles sueños. A la mano tenía la solución a sus problemas. En momentos de fatalidad acudimos a cualquier redención. Empezó a ingerir opio a diario; una nueva rutina, esta vez insoportable. En gran parte de su obra las pesadillas del opio se reproducen vívidamente. Jamás sospechó los terrores de la venganza que el opio reserva a quienes abusan de su benevolencia. Embebido por las desdichas del láudano, los paisajes retratados son muestra de las penurias de las que no lograba escapar. Escribe en sus «Confesiones» algunos delirios:

«Llevado por sentimientos afines pronto impuse la misma ley a Egipto y todos sus dioses. Monos, papagayos, cacatúas me miraban fijamente, me gritaban, me hablaban, gruñían. Entraba corriendo en las pagodas para refugiarme y quedaba aprisionado durante siglos en la cúspide o en salas secretas; yo era el ídolo, yo era el sacerdote, me adoraban, me sacrificaban. Hui volando de la cólera de Brahma a través de todos los bosques de Asia: Vishnú me odiaba, Siva me tendía una emboscada. De pronto topé con Isis y Osiris. Alguno de mis actos, dijeron, había hecho temblar al ibis y al cocodrilo. Fui sepultado durante mil años en féretros de piedra, junto a momias y esfinges, en estrechas cámaras en el corazón de pirámides eternas. Me besaron cocodrilos con besos cancerosos; y yací, confundido con cosas viscosas e indecibles, entre los juncos y el lodo del Nilo».

Aterradoras visiones lo invadían en las jornadas de vigilia y el tiempo agravaba aquellas aflicciones. Los intentos de disminuir la dosis fueron afortunados en tiempo posterior, pero la abstinencia, en los intentos iniciales, acrecentaba su penitencia. En su obra temprana escasean las alusiones al concepto de palimpsesto; tardíamente ve la luz en «Suspiria de Profundis». Entre las consecuencias del opio está el palimpsesto de la memoria que, como ocurre antes de la muerte, se desenvuelve y emerge, saliendo de un largo letargo, del olvido, y volviera hasta alcanzar la etapa más temprana y elemental. Basta un breve momento, mientras se está sumido en las marañas del opio, para que cobren vida y fuerza sucesos ignotos o perdidos en los anales del recuerdo; basta un instante para que transcurra la vida entera. Es como si hubiese dormido toda su existencia.

Las penurias de infancia acudían intensamente a su cabeza para enloquecerlo; episodios que parecían ideados por el memorioso Funes al recordarle con exactitud casi intolerable las imágenes que creyó destruidas, pero que solo dormían: las profundísimas tragedias de la infancia, en que las manos del niño se desprendieron para siempre del cuello de la madre, o sus labios perdieron para siempre los besos de la hermana, subsisten aún debajo de todo y subsisten hasta el fin. Las noches de opresión y congoja solo se evanescían al despertar y ver apostadas sobre su cama, listas para la escuela, a sus menores hijas.

Durante el día, ya en Edimburgo con su familia, padecía las angustias del hombre emancipado moderno: en sus últimos años dependió económicamente de las biografías que publicó y de los artículos que enviaba a los diarios para aliviar la persecución de sus acreedores que lo habían destinado a la miseria. Sumido en su trabajo, no reparó en aquel momento en el que la muerte le arrebató a su esposa y retoños librándolo a la suerte… de las botellitas de láudano.

Los personajes que ideó, reales como Goethe y Judas, o imaginarios como La Máscara, parecen una réplica del autor: desgraciados alejados de los privilegios y esplendores de la fama; sin embargo, a un hombre como este, seguidor de la sombra, habituado a las carencias, impopular e inasequible como sus paraísos artificiales, aún no lo embiste la desgracia de ser conocido. La consagración sería el castigo más absoluto a infligirle.

*

El 1943, Borges publicó «El milagro secreto». Un judío condenado a muerte por los nazis quiere concluir, un día antes de morir, la obra de teatro en la que tanto tiempo trabajó. La noche previa al fusilamiento le pide a Dios un año para hacerlo. A la mañana siguiente, es llevado al patio. En el instante transcurrido entre la orden y su ejecución, el tiempo se paraliza durante un año para que Hladik termine su obra. Un cuento sobre la dimensión subjetiva del tiempo y el milagro de su detención. Dos años después vio la luz «El Aleph», sobre la simultaneidad y el desorden de un punto que contiene todos los puntos del tiempo y del espacio; un clásico de la literatura borgeana.

El opio, como «el Aleph» o la muerte son el milagro secreto, el palimpsesto gracias al cual se recobran los objetos y lugares olvidados: es la memoria de Proust que busca el tiempo perdido.

En 1859, a los 74 años, la muerte visitó a De Quincey. Estaba somnoliento. Trabajaba en un nuevo artículo, preocupado por los acreedores, o permanecía impasible en los gozos e infortunios del opio, mirando por la ventana la nieve aglomerarse en el horizonte y colorear lo apagado del clima. Intuía que el momento unánime se acercaba. Lo aliviaba saber que al llegar la muerte, volvería la ocasión de recrear nítidamente, durante instantes y por última vez, de nuevo su vida en imágenes concretas.

Yace encogido sobre el catre, arropado por sábanas puras de tan blancas. Exhala un estertor mientras sus párpados bajan de a poco encubriendo sus ojos compasivos que aún revisten movimiento, pues en los instantes previos a la muerte renacen hermosas imágenes: otea a su padre, los libros y las travesías que le permitieron; revive las pedreas con los de la fábrica de Manchester y las fugas que su hermano le hacía padecer; saborea la dulzura de Elizabeth cantando y saltando como posesa al saberlo cerca; atrás, Anna recobrada espera el turno para abrazar a su héroe de infancia. Observa cada paso de su peregrinaje por Gran Bretaña y por los laberintos de Londres; circula por Oxford Street mientras evoca largas conversaciones con sus acompañantes que, al término de la avenida, se condensan para alabar su bondad. Está Coleridge y Worthswood y Southey y tantos más. No lo increpan, se suman al clamor. Su esposa le roza con los labios la frente; él hace lo mismo con sus hijas. Es verano y una ligera brisa desaparece el gentío. A la distancia, entre los árboles cuyas ramas se ondean por ese mismo hálito, entrevé una botellita. Camina entre los rododendros para llegar hasta ella. La recoge del suelo, la huele con primor y la destapa lentamente, disfrutando cada movimiento. Bebe una pequeña dosis y recuerda, como un eterno retorno, sus favores y embestidas. Siente un calorcillo adentrarse en su pecho y sonríe aliviado: el calor de la libertad de saber que, por fin, todo había terminado.

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*David Andrés Iregui Delgado es abogado de la Universidad Nacional de Colombia con Estudios de maestría en Derechos Humanos, Paz y Desarrollo Sostenible en la Universitat de Valencia, España; y especialista en Creación Narrativa. Amante de la escritura, pero, sobre todo, de la lectura.

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