Periodismo Cronopio

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UN FAMILIAR “ACUERDO HUMANITARIO”

Por: Guillermo Zuluaga Ceballos*

Luego de un sueño arisco y de una noche intranquila, Marleny Alzate pensó en ir hasta la casa de Consuelo. Eran las cinco de la mañana del 12 de mayo de 2001 y ella no podía conciliar el sueño imaginándose que le ocurriera algo al hijo de su prima. Después de unas vueltas más en la cama, pensando en que ella podría protegerlo, fue por él. Al llegar a la casa, le abrió un hermano de ella y le dijo que no se encontraba. Marleny sintió que sus piernas se aflojaron. Lo que no quería que ocurriera ya había ocurrido. Consuelo y su hijo Camilo, de 12 años, habían sido secuestrados y ella no alcanzó a impedirlo.

Con Consuelo y Camilo ya eran cinco secuestrados en una misma semana y en el mismo municipio. Nada extraño en Colombia, salvo que todos ellos eran vecinos, conocidos y familiares; como vecinos, conocidos y familiares eran los secuestradores. De hecho, estaba segura de que había sido su hermano Luis Eduardo, (comandante de las AUC) quien se había llevado a los primos.

“Fue muy duro porque queremos mucho a la prima y nosotros sabemos que ella no tenía nada que ver con lo del papá de Camilo”, dice Marleny, en su casa en Medellín, siete años después de iniciada una historia que cambiaría la vida de sus familias.

Cuatro días atrás del secuestro de Consuelo, el miércoles 9 de mayo, a eso de la seis y media de la tarde otro grupo de hombres armados llegó hasta la vivienda de don José Alzate, padre de Marleny, ubicada en la vereda Tulipán, de San Luis, en el oriente antioqueño. Le preguntaron a su esposa  por él y le pidieron que lo llamara.

—Afuera lo necesitan —le repitió doña Débora al pie de la cama, donde hacía unos minutos él descansaba. Don José, de inmediato se levantó y salió.

Para él no era extraño que alguien llegara hasta su casa al borde del camino. “A mi casa arrimaba todo el mundo, porque comida no se le niegue a nadie. El que quiera de lo que uno consume, de eso se le da”, dice convincente este abuelo de 81 años mientras se toma un café en un local cerca del parque de San Luis, donde madrugó a misa un domingo de agosto.

Por eso no se asustó aquella tarde cuando lo llamaron. Al encontrarse en el potrero con “los muchachos” los saludó —de hecho los conocía—, pero para su sorpresa, esta vez le pidieron que los acompañara.

—El comandante David (del ELN) lo necesita.

—Que venga él —contestó don José, decidido, con la autoridad que le daban sus años y el respeto ganado entre quienes le conocían. Sin embargo, minutos después comenzó a caminar con ellos desprevenidamente. Cuando llevaba cuatro cuadras se encontró con Héctor, su hijo, a quien tenía otro grupo de hombres. Don José comenzó a inquietarse. Sin embargo lo que más le dolió fue ver llorando a su anciana esposa:

“La viejita salió para donde un hermano mío que vivía al lado de nosotros. Iba llorando por todo el camino. ‘Vea mi viejita llorando’, les decía yo a esos muchachos”.

También los armados se conmovieron viéndola, por lo que dejaron que don José se devolviera para la casa.

“Un guerrillero le había dicho a ella que confiaba en mí”, dice don José, quien asume que esa noche no se marchó porque ya tenían a Héctor, su hijo. “Si no, me les vuelo”. A la mañana volvieron a aparecer los  armados en el corredor de su casa. “Creo que me vigilaron y madrugaron a llevarme”.

“Don José, llévese una cobijita que por ahí hay mucha plaga”, le dijeron y en ésta vez sí salieron con él. Caminaron durante varios días hasta llegar a un campamento.

A los cuatro días, David, se presentó ante don José.

—Yo mandé por usted —le dijo.

—¿Para qué?

—Son cosas de la guerra —dio por toda explicación.

A los ocho días, los armados regresaron hasta la casa de don José. Ahora su objetivo era llevarse  también a doña Débora Lina. “Un muchacho que tomaba mazamorra en la casa fue por mamá”, ironiza Marleny.

“Habían pasado doce días —recuerda don José—. Yo estaba en el campamento, cuando miré hacia el frente. Sentí una cosa rara cuando vi a lo lejos, en el caminito, ese sombrero alón que manteníamos en la casa. Casi me da un infarto cuando vi que me tenían a la viejita”.

Pese a la zozobra de un secuestro, el ambiente en el sitio de cautiverio era relativamente tranquilo. Desde que los retuvieron, los guerrilleros trataban muy bien a los esposos Alzate y a su hijo Héctor. Tanto que hasta don José se permitió una broma cuando David le facilitó un radio teléfono para llamar a su familia.

—¿Dónde lo tienen? —preguntó Marleny.

—En las montañas de Colombia —le contestó burlón. Siete años después, don José vuelve a reírse mientras recuerda esos momentos difíciles que nunca pensó que tuviera que vivir al cabo de sus años.

Pero el asunto no estaba para bromas. Su familia comenzó a intranquilizarse y el ambiente fue enrareciéndose a punta de mensajes. “Un día, David me pidió que llamara a Alfonso, otro de mis hijos. Le marqué y empezaron a insultarse”.

Ahora bien, ¿qué sentido tenía secuestrar a un par de ancianos y a un hombre con problemas físicos? Marleny Alzate lo tenía claro en ese entonces y siete años después ayuda a entenderlo. Byron, el comandante del ELN, había tenido un problema con Luis Eduardo, comandante de las AUC y había secuestrado a sus padres como una forma de presión. “El asunto fue una guerra declarada por poder. Una guerra de egos, entre ellos, para demostrar quién era el más fuerte”, explica, haciendo énfasis en que ellos convivían dentro del mismo municipio.

Esa semana, Consuelo, al enterarse del secuestro de sus tíos, fue a la casa de su prima Marleny a preguntarle por ellos. Además, llevada por el instinto maternal, le confesó su intranquilidad:

—Marleny, tengo miedo que se metan con Camilo, mi niño.

—Yo no creo que mi hermano Luis Eduardo haga eso  —le respondió tajante.

De todas formas, ese conocimiento de las aguas que la mojaban llevó a Marleny a preocuparse por su prima. Ella sabía que si Byron había secuestrado a sus papás, tarde que temprano, su hermano Luis Eduardo tomaría represalias con la familia de Byron. Marleny albergaba sus dudas y esa noche, la pasó muy intranquila. “A las cinco y cuarto no me aguanté y pasé a decirle que me entregara al niño para protegerlo”.

—Consuelo ya se fue a trabajar al hospital, me dijo su hermano Jairo, cuando me abrió la puerta.

—¿Tan temprano?

—Mentira, al niño se lo llevaron y ella se fue con él.

Marleny no tenía por qué saberlo pero aquel 12 de mayo de 2001, a las dos de la madrugada, llegaron a la casa de Consuelo, cinco hombres armados, vestidos de civil.

“Entraron —dice Consuelo, cómoda y tranquila, en la sala de su casa en San Luis—. Llamaron por mi nombre. En esos días como habían cogido al papá de Eduardo, entonces uno se imaginaba que Luis Eduardo había mandado por el niño. Lógicamente yo no me iba a apartar de Camilo y me fui con ellos”. A Consuelo le pareció curioso que esa noche no hubiera retén del ejército, cuando normalmente se encontraba a la entrada del pueblo.

Y había más hechos curiosos en esta historia: la casa donde ella vivía era de propiedad de Luis Eduardo, quien ahora mandaba secuestrarla con su hijo. Y quien fue por ella a la casa, era uno de sus sobrinos.

“Lo triste es que se la llevó un primito”, reflexiona también Marleny del otro lado de la historia. “Es que a ellos en los grupos armados los prueban con la familia”.

En San Luis asustaban mucho

San Luis dista 124 kilómetros de Medellín. Su quebrado territorio es atravesado por la autopista que une esta capital con Bogotá y marca las fronteras del Oriente con el Magdalena Medio.

Es un municipio de clima templado y está literalmente escondido entre una flora intensamente verde, y anegada de diáfanas y caudalosas fuentes por todos los puntos cardinales de su vasta geografía.

La mayoría de sus 12 mil habitantes son campesinos humildes, dedicados a las faenas agrícolas, y aún llegan a la zona urbana a lomo de mula, a vender la panela, el “blanquiao”, los plátanos artones, principales productos de la zona.

Debido a su posición geográfica estratégica y a lo boscoso y quebrado de su territorio, en éste se han asentado los grupos armados. Inicialmente las guerrillas hicieron su aparición desde los años 80; luego, las antiguas autodefensas del Magdalena Medio —que merodeaban desde aquellos años— se afianzaron como grupos paramilitares en los años 90. La disputa por el territorio convirtió a esta población en escenario de masacres, desplazamientos, muertes selectivas, haciendo de ella una de las regiones más golpeadas por el conflicto armado en Colombia.

“Inicialmente en San Luis asustaban mucho los Masetos (Muerte A Secuestradores). Estos escuadrones paramilitares apoyados en gran medida por el narcotráfico desde el Magdalena Medio, afectaron a algunas familias del municipio, generaron mucha zozobra, mataron gente buena. Eran una sombra siniestra. Eso hizo que muchos jóvenes se metieran a las guerrillas”, explica Juan Alberto Gómez, Comunicador del Observatorio de Paz del Oriente Antioqueño y periodista oriundo de esta localidad.

En el imaginario que se ha ido construyendo del Oriente, San Luis fue por muchos años estigmatizado como “pueblo guerrillero”, sobre lo que Gómez tiene una clara posición: “De todas formas hay que tener en cuenta la seducción que ejerce la guerra en los jóvenes. Portar un arma, pertenecer a algo. Además, la guerrilla cuando ingresó a la región se comportaba bien con los campesinos y les enseñaba”.

Con el correr de los años, no obstante, esa fama fue cambiando. Hubo una especie de mutación en la comunidad de la zona con respecto a los grupos armados.

“Algunos factores incidieron para que la gente se fuera alejando de estos grupos guerrilleros: muchas personas venían desde La Danta y Las Mercedes —zonas del municipio de presencia paramilitar— a visitar a sus familiares y poco a poco fueron seduciendo jóvenes hacia sus caminos”.

Algunos conocedores de la dinámica del conflicto en el oriente antioqueño sostienen que el gran daño al ELN, se lo dieron sus mismos exintegrantes, vistiendo los uniformes de los paramilitares, frente a lo cual Gómez tiene su explicación:

“La presencia de jóvenes de San Luis engrosando las filas de las paramilitares lo marcan dos hechos principalmente: la toma armada al municipio por parte de las FARC en diciembre de 1999 —donde murió mucha gente con arraigo en el pueblo— y el asesinato de cinco conductores en diciembre de 2001, por parte del ELN, por lo que la gente comenzó a cansarse de su brutalidad y muchos optaron por cambiar de bando”.

“Además —agrega— estaba el asunto económico. Muchachos pobres encontraban en las filas de las AUC el pago a su militancia. Y, respaldados en sus grupos, podían caminar más tranquilos en la zona urbana, en elegantes vehículos, conquistar lindas niñas”.

Pero unos y otros de los integrantes, ahora enemigos, habían crecido juntos; habían caminado y descaminado las mismas rutas; conocían sus gustos, reconocían su procedencias; los ataba y los unía un pasado; muchos de ellos compartían parentescos o como mínimo, lazos afectivos. Y la importancia de esos lazos en la guerra cobró sentido en el año 2001, cuando Byron, Comandante del ELN y Luis Eduardo, alias “Julio” o “El Cabezón”, se radicalizaron en su lucha por la hegemonía en la zona. Y ni siquiera respetaron a sus familias.

Con amigos así…

La historia de José Luís Mejía Ramírez, alias Byron, y de Luis Eduardo Alzate, alias Julio, está unida por lazos familiares. José Luis es hijo de Emiliano y de Blanca, campesinos de la Holanda, vereda del municipio de San Francisco, limítrofe con San Luis.

Su bachillerato lo estudió interno en el colegio de este último municipio, donde se hizo amigo de los hijos de don José Alzate, entre otros, de Luis Eduardo. Cuando terminó sus estudios, trabajó por algún tiempo en la fábrica de cementos Rioclaro, y luego renunció para irse a la finca de sus padres, que quedaba en el mismo camino de la casa de los Alzate. “Por ahí pasaba a caballo, comía, tomaba claro, salía como uno más de la casa”, recuerda Marleny.

“José Luis voleó rula conmigo, desrastrojando monte, y muchas veces le di y le presté plata”, comenta con naturalidad don José, una amistad que fue tejiéndose entre paso y paso de aquel joven por el frente de su casa.

José Luis comenzó a alternar su vida en el campo con actividades políticas. Fue elegido concejal de San Luis, y en ese camino de coincidencias que marcan la vida de estos combatientes, tuvo como compañero a Ramón Isaza, máximo líder de las autodefensas del Magdalena Medio y de quien se había hecho amigo durante una temporada que sus padres vivieron en Las Mercedes, sitio de residencia de Isaza.

En esos mismos caminos que unían las veredas limítrofes entre San Luis y San Francisco, José Luis conoció también a Consuelo Mejía, sobrina de doña Débora. Consuelo era una jovencita que por entonces estudiaba su bachillerato en el pueblo. José Luis pasaba por el frente de su casa arreando caballos hacia su finca.
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“Cuando se salió de la fábrica se hizo arriero. Ahí nos conocimos. Yo le daba limonada y se quedaba charlando conmigo. Me enamoré perdidamente de él. Me llamó la atención porque era muy responsable pues su papá era ciego y él se hizo cargo de él, ya que la mamá no vivía con ellos”, comenta Consuelo.

En esos años, José Luis llegaba a caballo a visitarla los fines de semana. Entre paso y paso, un día le propuso que fuera su novia. “Papá no estuvo muy de acuerdo porque José Luis era bebedorcito y muy perro”.

Pese a la negativa de su padre, —o por eso— al cabo de un año de noviazgo, el 12 de junio de 1987 se casaron durante unas vacaciones del colegio. Luego de la ceremonia se fueron para la vereda La Holanda  durante un mes y ella regresó a terminar sus estudios.

Una tarde, cuando ella llegó, José Luís le dijo que habían ido a buscarlo a él y a un muchacho de la vereda. Al otro lo encontraron y lo mataron. Entonces José Luís al darse cuenta del riesgo que corría su vida se marchó para Montería, durante cinco meses y luego estuvo tres en La Dorada, donde su mama.

Don José también conoció esta historia: “a José Luis lo estaban persiguiendo. “Me van a matar”, me decía. Yo le dije que lo acompañaba a donde Ramón para que conversaran. Fui y hablé por él con Ramón y él me dijo que si se entregaba le iba bien. Pero eso, antes lo llevó a meterse de lleno al monte”.

En esos años, los Masetos habían cobrado presencia en la zona desapareciendo o matando jóvenes que asistían a reuniones con claras tendencias de izquierda.

Consuelo tiene clara la fecha en que José Luis se marchó. “Yo estaba con él en La Dorada y el dos de febrero de 1.988, me dijo que se iba; que luego mandaba por mí, y nada, por lo que me vine entonces para donde mis papás”.

En esos años comenzó a conformarse en la zona, un movimiento guerrillero del ELN.
Al parecer José Luis se integró a este grupo para preservar la vida. Consuelo sin embargo tiene sus dudas: “¿si fuera por eso, por qué no se quedó en Montería?”

Cuando él se fue, ella tenía tres meses de embarazo. Desde entonces Consuelo no volvió a saber de él. Tuvo noticias, cuando su niño tenía seis meses y José Luis le mandó una carta pidiéndole que lo bautizara Camilo”.

Tampoco don José volvió a saber de su vecino por un tiempo. “Ya estando en la guerrilla, José Luis fue a la casa. Me encontré con él en un potrero. Charlamos un rato. Hablamos mucho de política, de la vida”. Es probable que entre la conversa le haya preguntado por sus hijos, en especial por su amigo Luis Eduardo.

Luis Eduardo era el quinto entre la lista de siete hijos de don José. Realizó sus estudios en el internado donde trabó buena amistad con José Luis Mejía. Cuando terminó el bachillerato, don José le ayudó con la libreta militar e ingresó a la Policía. Allí se quedó cuatro años y se retiró cuando empezó en Medellín la guerra de Escobar contra la Policía, por lo que retornó a la finca de sus padres, en compañía de su esposa y sus tres hijos.

Durante un tiempo estuvo cortando madera en la finca paterna. Luego se instaló en la zona urbana y trabajó como inspector de policía; posteriormente, ingresó a la cementera Rioclaro donde laboró como vigilante.

A su regreso al pueblo, Luis Eduardo restableció su amistad con José Luis, pese a la clandestinidad de éste. “Alguna vez, cuando José Luis ya estaba en la guerra, recibí una llamada de él preguntando por mi hermano. Ahí me di cuenta que tenían algo entre ellos”, dice Marleny.

Ese “algo” era una relación estrecha donde le hacía favores personales, como entregar razones y encomiendas. “Mi hermano le llevaba al monte a Camilo, su hijo, para que lo viera”.

De pronto esa amistad tuvo una fisura que muy pocos se explican en qué momento ocurrió. “José Luis secuestró durante 32 días, a Luis Eduardo. Lo tuvo amarrado y maniatado, uno no sabe por qué”, se pregunta don José. Luego comenta que un guerrillero, cuando se pasó a las filas paramilitares, le dijo a Luis Eduardo, que en ese entonces lo habían dejado ir para matarlo. Que se cuidara.

Hay quienes dicen en el pueblo que Luis Eduardo tuvo problemas con José Luis por no querer quedarse definitivamente en el ELN. Pese a haber estado en contacto con las armas, él era un poco remiso a la guerra. “Cuando fue tan amigo de José Luis tuve que ir donde Mac Guiver, (comandante general de las AUC en el oriente y yerno de Ramón Isaza) porque decían que  las autodefensas me lo iban a matar. Mac Guiver le mandó decir que fuera a hablar con él pero Luis Eduardo decía que a las AUC no se metía”.

“Pero vea, ahí terminó metido”, trata de resumir don José. “Seguro fue por miedo. Para defenderse de la guerrilla”.

Por esas extrañas paradojas de la guerra, ya era Luis Eduardo quien ingresaba a un grupo para defenderse del otro, igual que una década atrás tuvo que hacerlo José Luis,  su otrora amigo.

“Luis Eduardo se metió a la guerra y no sabemos por qué, cuando mis padres lo dieron todo: un ejemplo de vida. No se entiende”, razona Marleny.

Lo cierto es que desde que Luis Eduardo ingresó a las AUC, tomó los alias de Julio o el Cabezón, y comenzó una confrontación feraz entre estos dos excompañeros de colegio. Entre dos ex amigos y compinches. Una guerra que cobró muchas vidas humanas y que llegó a su máximo pico con el irrespeto por sus familiares a principios de 2001.

“Ustedes son la salvación”

Aquella madrugada cuando a Consuelo y a Camilo los sacaron de San Luis los condujeron hacia el corregimiento de La Danta. Allí Consuelo se encontró a su familiar.

—Vea prima… intentó Luis Eduardo saludarla con familiaridad.

“Me agarré a pelear con él”, recuerda Consuelo.

—Usted y yo como hemos sido de buenos amigos y ¿hacerme esto?

—Más que a nadie, le consta que yo no lo hubiera hecho.

—Me parece muy ‘cochino’ de su parte.

Según Consuelo, esa mañana desahogó toda su rabia, máxime cuando caía en cuenta de las coincidencias: quien ahora era su captor, además de familiar, era el mismo que le traía razones de José Luis, cuando regresaba de llevarle a Camilo al monte para que su padre lo viera y, para colmo, el dueño de la casa donde actualmente vivía.

Luis Eduardo, como queriendo desentenderse del asunto, le pidió que hablara con Mac Guiver, a lo que ella accedió sin reparos.

“Mac Guiver me trató muy bien, que él sabía las cosas. Que me tenían que dejar porque era la forma de preservar la vida de sus familiares”.

Consuelo no lo sabía, pero en la zona había comenzado una especie de contienda entre las partes por quién se llevaba más gente. Como dos perros furiosos se mostraban los dientes filudos. Después de que Byron se llevara a los padres y al hermano de Luis Eduardo, éste secuestró a una hermana y un hermano de José Luís, residentes en el municipio de  La Dorada y a un amigo que estaba en su casa en ese momento, ajenos a las actividades del hermano.

Por su parte, Byron, como retaliación, y buscando tener mejores armas para una eventual negociación, también secuestró al papá de Mac Guiver, y a Iván Padilla, un cuñado, quienes vivían en San Francisco.

“Eso se complicó mucho y ninguno de los dos quería ceder —recuerda Marleny. El cuento era que seguían de los dos lados. Los hijos de mi hermano ya estaban afuera. Tan duro se veía todo que mi esposo, quien trabajaba en la Administración de San Luis, renunció. A mí, considerada presa fácil, por mi embarazo, me sacaron en ambulancia hasta Rionegro”.

Por esta razón, Mac Guiver, con un poco de pragmatismo, le resumió todo a Consuelo, la prima de Marleny, en una frase:

“Ustedes son la salvación”.

“Nos trataron muy bien”

Cuando Consuelo llegó al caserío de La Danta le ofrecieron un hotel pero ella decidió quedarse en una pequeña pieza de un familiar. Al día siguiente los vendaron y los empacaron para una finca custodiados por diez hombres.

“Nos llevaban a los hermanos de Byron, y al pelao que estaba por casualidad en casa de ellos, a Camilo y a mí”, dice Consuelo y asegura que mientras que al niño y a ella los trataron bien, al hermano de Byron lo ultrajaron mucho.

Desde el primer día, Consuelo buscó una forma de evadir la tristeza y el temor de que algo les ocurriera. “Yo les cocinaba, porque lo que nos daban era muy horrible”. Y gracias a esa buena sazón, mejoraron las condiciones del cautiverio. “Una mañana, como a las seis, me iban a levantar a hacerles un arroz. Que si no, me amarraban como a los otros. La hermana de Byron, viendo, me pidió que les dijera que la soltaran y que ella me ayudaba con la cocina. Aunque al principio se mostraron reacios, al fin logramos que le quitaran las cadenas”.

A unos 40 kilómetros de allí, en otro extremo del municipio, don José Alzate, su esposa, su hijo Héctor, así como el papá y el cuñado de Mac Guiver, eran bien atendidos por los miembros del ELN, durante su cautiverio.

“Todo bien. Si había comida, primero nos servían a nosotros. Que sino conseguían para nosotros, menos para ellos, era la orden”, reconoce don José.

“Si llegaba al campamento una bolsa de leche en polvo primero era para los viejos”, le contaron después a Marleny. Durante su estadía, los ancianos tenían prelación para los desplazamientos y siempre los sacaban en bestias por los caminos.

Don José, reconocido en la zona por su liderazgo, fue ganándose un espacio entre sus captores de la guerrilla, quienes le preguntaban por el Plan Colombia y le pedían explicación acerca de “las inversiones bélicas” de las que hablaba el gobierno. Entonces él, extrañado de la de la ignorancia de los guerreros, quienes “ni saben si quiera quién es el Che”, comenzó a darles conferencias. “Les hablaba de Bolcheviques, de Mao, de Tito en Yugoslavia —el único que ha cumplido las normas comunistas” y de otros personajes de la historia.

Sin embargo, ya en más confianza aprovechaba para cuestionarles el método del secuestro: “Cómo así que están a favor de la población civil, de los campesinos y secuestrando: ¡Con esto ustedes pierden puntos!”.

También doña Débora, como antídoto para el aburrimiento y la zozobra del encierro, optó por su propio mecanismo de defensa y se iba con los guerrilleros a ayudarles a lavar ropa en la quebrada.

“Yo estuve con ellos durante cinco días. Veía a los viejos que se la pasaban hablando, oyendo misa y rezando el rosario. A ellos los trataron muy bien, incluso para las salidas les conseguían caballo”, recalca William Ospina, exalcalde de Sonsón, quien estuvo secuestrado por el ELN durante 22 días, acusado por la presencia de paramilitares en la zona urbana de su municipio.

Aparte de que todos eran familiares y conocidos ente sí, lo cual mejoró sus condiciones de cautiverio, pesaba el asunto de que a ninguno podía ocurrirle algo pues eso inmediatamente traería repercusiones en el otro frente. “Durante el secuestro, los dos tenían que andar cuidando el botincito”, resume Consuelo.

Paradójicamente cuando los secuestrados recuerdan aquella experiencia hacen mucho énfasis en el buen trato de sus captores, como queriendo absolverlos de sus culpas. Pero mientras los cautivos tenían ciertas garantías y una relativa tranquilidad, en el municipio y entre los familiares crecía cada día la zozobra y la incertidumbre por la suerte de los plagiados, máxime si se tiene en cuenta que ese año fue el de más intensidad del conflicto en el oriente y a cada mañana, en esa lucha por la hegemonía, la cifra de víctimas de los grupos crecía.

“¿Ustedes, entre familiares, se van a matar?”

El liderazgo que siempre le reconocieron a don José sirvió para que al cabo de 20 días los “elenos” lo liberaran. “Me soltaron para que intentara hablar con Mac Guiver. Fui donde él y me dijo que no había negocio, mientras no los largaran a todos. Yo no se porqué, Mac Guiver fue tan intransigente conmigo”.

También a los 20 días, según recuerda Consuelo, un jefe del grupo de autodefensas  preguntó “por la mujer de Byron”.

—¡Yo soy la ex! —le aclaró decidida.

A Consuelo le ordenaron irse a buscar a Byron y que ellos se quedaban con Camilo. “Hasta que no hable con él, no regrese. Me dieron 200 mil pesos y me indicaron que lo ubicara por [el municipio de] Cocorná”.

Ya en San Luis, don José se reunió con el Consejo de Conciliación, grupo representativo de las fuerzas vivas de la localidad, organizado a mediados de los años 90 para mitigar la intensidad del conflicto en esta zona, el mismo que al enterarse de la situación de los retenidos se puso al frente del problema.

“Los del Consejo éramos bien recibidos en todos los grupos y en esos días teníamos contacto con Luis Eduardo”, recuerda Jesús Giraldo, —mas conocido como “Chucho”— quien para entonces se desempeñaba como Jefe de Núcleo educativo.

“Hubo presión fuerte, creíamos que iban a haber muertos. Si matan a uno, matamos a todos, decían desde los dos grupos”.

Consuelo recuerda que un día, recién liberada, Alfonso, hermano de Luis Eduardo, fue hasta su casa “a humillarla”. “Que a Camilo lo iban a mandar en pedacitos para que Byron se lo comiera, me decía”.

Mientras los armados eran intransigentes, otras eran las visiones y los sentimientos entre los afectados. “Yo vi los apuros del papá de Luis Eduardo buscando la droga para mandarle a la esposa. Ese viejito sufrió mucho y pese a ello, luego buscamos juntos a Byron”, recuerda Consuelo, con afectuosa sinceridad.

Los miembros del Consejo de Conciliación, según “Chucho”, veían las posiciones de los armados tan cerradas a la banda que comenzaron una labor de “ablandamiento”:

“¿Ustedes, entre familiares, se van a matar?”, les preguntábamos.

En compañía de sus padres, Consuelo anduvo por San Francisco y ya en la zona, un comandante del ELN, le indicó que hablara con la Cruz Roja.

—Váyase para La Danta que la Cruz Roja ya sabe qué hacer.

“Regresé donde Mac Giver y me dijo que aún no había negociación y que me devolviera. Me vine para la casa a sufrir .Quedé como loca, traumatizada. Yo pensé que a Camilo, mi hijo, lo dejaban allá”.

También don José después de hablar con Mac Guiver se devolvió a hacer contacto con David, comandante del ELN, a quien le pidió que lo llevaran de nuevo “donde mi vieja y donde Héctor”. Como no lo dejaron, le mandó las drogas a su hijo “y las cositas que llevaba para la vieja”. Con cierta impotencia, salió a La Piñuela, sobre la autopista, y se marchó para Medellín.

“A papá lo liberaron para que negociara y hubiera intercambio. Pero nada que la soltaban y comenzó la angustia de él: ‘no me van a soltar a la vieja’. Creímos que se nos moría. Fue muy traumático”, recuerda Marleny.

Fueron días de nervios y de zozobra; de noches largas y en vela para los familiares de los retenidos. Pero aunque ellos no lo sabían, las gestiones iban bien encauzadas.

Al igual que Consuelo, también don José habló con la Cruz Roja. “Pero ellos decían que ese negocio era de los grupos y que solo ayudaban cuando ellos llegaran a acuerdo”.

“Se odiaban a muerte”

Este organismo humanitario había sido contactado por varias personas del municipio, como lo testifica en Medellín, un funcionario que, por razones obvias de su neutralidad, prefiere ocultar su nombre:

“Tuvimos contacto. Habían hablado, por teléfono, entre ellos y Mac Giver solicitó ayuda”.

Según el funcionario, para que las negociaciones comenzaran por buen camino fue clave que “pese a ser actores que se odiaban a muerte, fueron muy serios”.

El exalcalde de este municipio, Hernando Martínez, al asunto de la seriedad le suma los lazos afectivos que los unía pese a la dureza de la guerra. “Una partecita de redes afectivas históricas que los ataban no se rompió del todo”.

Con un poco más de pragmatismo, Consuelo Mejía explica aquella encrucijada: “Matar a alguno de los retenidos era matar a un familiar”.

“Fue un asunto de egos. Pero la familiaridad recompone todo”, comenta Jesús Giraldo.

Cuando la Cruz Roja vio la sinceridad y los deseos de solucionar el secuestro, montaron la logística para la liberación y definieron los lugares para ello. El ELN propuso unos sitios en la inmensidad boscosa y el grupo paramilitar de Mac Guiver, hizo lo mismo.

Con total hermetismo, el domingo 20 de junio de 2001, iniciaron el proceso. La Cruz Roja tenía las coordenadas y recibió el respaldo de la Gobernación de Antioquia que prestó el helicóptero y entonces algunos funcionarios viajaron a la zona para realizar la verificación. La liberación entonces fue cuestión de horas.

A doña Débora y a Héctor los entregaron cerca de la Autopista Medellín Bogotá, en un paraje limítrofe entre San Francisco y Cocorná.

“Cierto abuela que usted nos va a seguir dando mazamorrita”, la despidió un guerrillero con cierto cinismo disfrazado de familiaridad. Doña Débora tomó rumbo hacia su finca pero sus familiares la enviaron para Medellín.

“Yo estaba en Medellín cuando me llamaron de la Cruz Roja. Qué felicidad tan grande que me tuvieran a la  viejita y a Héctor”, recuerda don José, quien esa misma tarde se reunió con ellos.

Consuelo, que en esos días había viajado a Medellín, buscando un poco de tranquilidad, la noticia de la entrega de Camilo la tomó ese día en el bus de regreso. Sus padres, Efrén Mejía y doña María Mabel habían estado en San Francisco pendientes de que se solucionara lo de doña Débora y Héctor, ¡qué enredo! sabedores que de esta forma tendría más pronta solución lo de su nieto.

La Cruz Roja recibió a Camilo, en la vereda La Josefina, y lo llevó a San Luis, donde fue recibido por sus abuelos. En horas de la noche, al llegar a San Luis, Consuelo se reencontró con su hijo.

Los familiares de Mac Guiver retornaron a San Francisco y los de Byron salieron hacia Medellín.
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El positivo final de este conflicto se logró gracias a varios aspectos: la credibilidad en el consejo de conciliación municipal y la confidencialidad, como lo reconocen los funcionarios de la Cruz Roja. De hecho, sobre este tema no hay registros y la mayoría de implicados han querido guardar silencio frente a aquella difícil coyuntura. Por años han querido dejar aquel trago amargo, pensarlo en términos positivos y mirar las enseñanzas dejadas para el futuro.

Siete años después…

Son muchas las historias del conflicto donde todo termina en tragedia o en un final feliz marcado por el reencuentro. Pero en este caso, quienes lo vivieron y lo conocieron   prefieren echar la mirada hacia atrás para  plantear posibles salidas a futuro.

Después del secuestro, don José y doña Débora estuvieron por unos días en casa de una de sus hijas en Medellín. “Luego, me fui de huida para Doradal. Me dio miedo que nos mataran. Allá tuve un pedacito de tierra. Puse hojas de cinc para dormir, luego ranchito y organicé potreros”. Allí vivió por un tiempo. Sin embargo pudo más el amor por la tierra y regresó a la zona a la que siempre ha pertenecido. Desde hace un par de años tiene una finca en la vereda La Josefina. “Allá estoy con la viejita, solitos, pero nos visitan mucho los hijos”.

Don José asegura que el secuestro marcó su existencia pero como en un hecho macabro que se repite entre los campesinos, para ellos lo más difícil es dejar su parcela, no seguir oliendo el sudor áspero de sus caballos, la tierra mojada después de una lluvia. Haber tenido que vender la casa donde siempre estuvo desde que salió del corregimiento Aquitania, huyéndole a la violencia partidista de los años 50, aún lo aflige: “me dio tristeza dejar la casa pero la tuve que vender porque se la estaban robando. Fue duro sacar los animalitos para otro potrero”. Don José vendió la casa pero no la finca completa, la misma que ahora está “muy alzada”.

Por su parte, Consuelo, quien a pesar de los hechos demuestra una inusitada tranquilidad, recuerda que Camilo fue liberado pero a pesar de ello no terminaron sus problemas. “El secuestro sí lo afectó. Le retrasó el estudio. Lo marcó el hecho de tener que estar corriendo”. Camilo perdió el año escolar en el colegio y debido a los problemas en el pueblo, Consuelo lo envió donde un familiar en Barranquilla. “No se adaptó por allá y entonces me lo traje”.

En ese entonces mucha gente le dijo a Consuelo, que se marchara pero ella con la convicción –que aún mantiene- de que no le debe “nada a nadie”, siguió en el pueblo y aún labora en el hospital municipal. El chico estuvo internado en Medellín pero, como sí él tampoco fuera capaz de desatarse del cordón umbilical que lo ata a esta tierra,   prefirió regresar al pueblo a caminar por sus callecitas cuarteadas, a bañarse en los innumerables ríos que lo riegan.

Quienes fueron secuestrados gozan de una relativa calma, que no ha sido la misma de sus victimarios. Luis Eduardo, alias Julio, y José Luis, alias Byron, parecen tener unidas sus vidas también en el infortunio. El primero continuó en los grupos paramilitares y dos años después, salió una madrugada desde el municipio de La Unión con destino al Magdalena Medio y desde ese entonces, hace cuatro años, su familia no tiene razón de su paradero y Alfonso, su hermano menor, fue muerto por la Policía en aquel municipio,  por lo que su familia sigue acumulando dolores. “Me siento víctima de la guerra. La muerte del hijo y la desaparecida de Luis Eduardo. Al principio ni dormía. Pensando nada más en eso. La viejita está bien, gracias a Dios. Aunque llora mucho por cualquier cosa”, se queja don José.

Marleny, aunque acompaña el dolor de sus padres asume el hecho con cierto positivismo: “Eduardo duró apenas dos años más y paradójicamente volvió nuestra tranquilidad. Papá y mamá regresaron; todos salimos como de ese encierro: Es más, tras su muerte, pudimos volver a San Luis”.

Por su parte José Luis, alias Byron, fue capturado en la ciudad de Manizales y espera por su condena en una cárcel de máxima seguridad en Bogotá.

Contra todos los pronósticos, Consuelo, olvidando que tuvo que levantar sola a Camilo, como también todos los problemas que le ha causado ser su exesposa, al enterarse de su captura, fue a visitarlo a la cárcel.

También don José, como si este relato fuera un culto al perdón, dice que quisiera volver a encontrárselo: “Lo tengo perdonado. Entiendo que (lo del secuestro) fueron cosas de la guerra y si me encontrara a José Luis (nunca lo llama Byron) charlaría con él -dice convincente y hasta exaltado- . Pero está lejos”.

En la Cruz Roja, el funcionario encargado de aquella negociación aún recuerda aquel suceso y plantea que éste dejó algunas enseñanzas: “si un grupo tiene familia el otro también la tiene y entonces se tienen que respetar”.

“Pero lo más importante —enfatiza como pensando  ya no en un escenario local sino nacional— es que demostró que si las partes quieren, se puede y solo es cuestión de voluntad y sinceridad”.

Para el exalcalde Hernando Martínez, quien conociera a aquel par de “amigos  íntimos” distanciados por la guerra, quedan otras reflexiones: “Donde media la muerte también puede mediar la vida”.

Consuelo rememora que unos meses después, Luis Eduardo,  captor y primo, fue a su casa a disculparse.

—Primita, ¿usted me tiene miedo? —le preguntó con naturalidad.

Como ella no respondiera, Luis Eduardo volvió a la carga con una sonrisita cínica:

—Pues entonces, si no, ¡venga y regáleme tinto con arepa!”.

“Si volviera a pasar  por aquí le daría muchas arepas más”, dice en la sala de su casa y subraya sus palabras con una sonrisa.

“¡Imagínese que hasta le mandó saludes a Byron, que él lo quería mucho!”

Por su parte, don José se ríe muchas veces cuando reflexiona sobre aquella historia. “Esas sí son cosas de la guerra. La guerra se empieza en la casa, como se dice. Vea dónde terminan las discordias. Se van fomentando odios”.

Y con la tranquilidad que le dan una vida llena de amor por su familia, sus   gentes y su pueblo, aplica su experiencia a la preocupación por el país: “El secuestro es muy inhumano, demasiado. Al menos yo fui un ratico, pienso en la gente que lleva tantos años con plagas, con enfermedades. Y ¿la familia?: yo como me enflaquecí cuando ellos estaban solitos”.

“Después de lo de nosotros, creo que un acuerdo humanitario sí se puede”.

Octubre de 2008.
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* Guillermo Zuluaga Ceballos es Comunicador Social y Periodista de la Universidad de Antioquia. Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Diplomado en Periodismo responsable en el conflicto armado. Sus textos han sido publicados en varios periódicos y revistas. Autor de los libros: Desde adentro, un reportaje a San Vicente, Antioquia. Medellín, 2000. «Empatamos 6 a 0» Fútbol en Colombia, 1900-1948. Autor del libro de crónicas sobre el conflicto armado en el oriente antioqueño, 24 Negro.

Esta investigación se hizo con el apoyo de la Fundación IDEAS PARA LA PAZ, y una versión fue publicada en el portal www.semana.com

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