Periodismo Cronopio

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TOREROS RETIRADOS (O COMO SI LO ESTUVIERAN)

Por Joaquín Albaicín*

A Enrique Vargas «Minuto», coleta de los días de Antonio Fuentes y «Guerrita», le gritó desde el tendido un espectador, indignado por sus precauciones a la hora de estoquear al toro: «¡Hay que arrimarse más a la cuna!» respondiendo el espada: «’¡Esto no es una cuna! ¡Es una cama de matrimonio!»

Hay humoristas que se estrujan durante semanas la sesera para idear un gag así. A los toreros, incluso en los momentos de más serio peligro de muerte para ellos, les salen de forma natural esos fogonazos, cumbre a veces de la más alta filosofía, que nos deslumbran y enriquecen.

Disfruto, por ello, leyendo las conversaciones a fondo con toreros ya retirados. No tanto con las sostenidas con los matadores jóvenes, que, quizá debido a la menor cuantía de vivencias atesorada y a que el interpelado aún no ha salido de ese cascarón protector —u opresor, según los casos— de que en sus verdes años vive rodeado, suelen resultar muchísimo menos ilustrativas. Y, de entre los toreros retirados, ha habido dos cuyos juicios me resultan siempre especialmente instructivos: Luis Miguel «Dominguín», en las entrevistas con él que de cuando en cuando descubro en las hemerotecas, y Luis Francisco Esplá en las que le continúan haciendo.

¡Qué maestro de la ironía fue Luis Miguel! Cierto que Esplá se despidió la temporada pasada, pero llevaba al menos unas quince haciendo declaraciones y dando a conocer reflexiones con la lucidez y perspectiva propias y típicas del torero jubilado. Le lees, y parece que estés atendiendo a los recuerdos y puntos sobre las íes de Marcial Lalanda. Es decir, cuando se retiró de verdad, lo hizo con bastantes años de experiencia en el asunto (del retiro, me refiero). Otro torero magnífico como entrevistado es «Antoñete». Siempre cuenta lo mismo, pero jamás de los jamases del mismo modo.

Leyendo entrevistas a toreros en la reserva, rápidamente adviertes que no ha habido ningún espada lerdo o tardo de entendederas. Quizá esa necesidad de resolver la papeleta en cinco segundos, inseparable de los azares de quien ha de entendérselas con un toro, les ha dado —si es que no la poseían ya— una habilidad intuitiva para diseccionar a la velocidad de la luz, en cuatro palabras, los problemas de la vida.

Da lo mismo que el torero haya recibido instrucción o no: siempre es inteligente. De hecho, ¿cuántas son las sentencias que a día de hoy siguen circulando entre la gente y, originalmente, salieron de labios de un torero? No se recuerdan ya, quizá, sus gestas en los ruedos, ni en qué calle vivieron. Pero se celebran y se traen a colación sus fintas dialécticas. Sí, a lo mejor, un vecino de la Plaza de Santa Ana ignora que Rafael «El Gallo» o Luis Miguel fueron un día inquilinos del piso vecino del suyo y, pues, cotidianos contertulios de escalera de sus abuelos. Quizá lo ignore todo sobre las hazañas de luces de ambos. Pero, de cuando en cuando, de su boca sale una frase ingeniosa que, por tradición, se sabe que es atribuible a uno de los dos. Lo mismo con «Guerrita», «Lagartijo», «Cagancho», el «Papa Negro»…

Como a propósito para ilustrar esas palabras, tengo en mi archivo una foto de Ortega y Gasset charlando con Heidegger, y el gesto, la actitud, los perfiles de ambos, no difieren apenas en nada de los detectados en otra en que aparecen Procuna y Juan Silveti en la habitación del Palace donde estaba vistiéndose el primero.

Y las hechuras nunca dejan de ser, para el buen observador, profundamente reveladoras. Siempre he creído que otro gallo habría cantado a los toreros de mi gusto que, por la razón que fuera, nunca llegaron a romper o a instalarse en el palco de las leyendas… Siempre he creído, decía, que otro gallo les habría cantado si les hubiese apoderado Alfred Hitchcock. Mejores trazas de apoderado, imposible, con aquella papada, aquellas corbatas a rayas, aquella cabeza a caballo entre «El Pipo» y «Clarito».

Viéndole sentado en el vestíbulo del Gran Hotel de Salamanca, en una barrera de la Maestranza o en los alrededores de Las Ventas, nadie habría podido tomar a Hitchcock salvo por un apoderado de postín, a no ser, quizá, algún despistado que le confundiera con un reventa. Pero es que apoderado y reventa, muchas veces, son un poco lo mismo. Mas sobre todo lucía pinta de eso, de llevar a Ostos, Gregorio Sánchez o los Girón.

Si reaparecieran Pepín Jiménez, Fernando Cepeda o Miguel Espinosa «Armillita», no me cabe duda de que habrían de observar la cautela de hacerlo de la mano del director de «El hombre que sabía demasiado». Las vueltas, hay que cuidarlas. Para esas cosas hace falta siempre un apoderado de vértigo, y perdónenme lo facilón del juego de palabras.

Las mentadas son, claro, reapariciones altamente improbables. Hay, empero, en el escalafón actual unos cuantos toreros que deberían romper definitivamente o recuperar posiciones cuanto antes: Antón Cortés, Manuel Amador, César Girón, Oliva Soto, José Manuel Sandín… A lo mejor es eso, que han de ponerse en manos de Hitchcock. Y, para una carrera en la situación de la de un matador de la solera de «Frascuelo» —el actual—, no hay ya cambio de rumbo posible salvo con Hitchcock al lado. Sí: quizá, en estos días de Fiesta cercada y amenazada, haya llegado la hora de Alfred Hitchckock.
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* Escritor, conferenciante y cronista de la vida artística, sus artículos y relatos, así como sus críticas de arte flamenco han aparecido en diarios como ABC, El País y Reforma (de México), y revistas como El Europeo, Vogue, Granta, Sur-Exprés, Axis Mundi, Letra y Espíritu, La Clave, Generación XXI, Debats, Amanecer, Web Islam, 6 Toros 6, El Ruedo, MAN, Próximo Milenio, The Ecologist, Más Allá y Omarambo.

1 COMENTARIO

  1. Maestro, una vez mas, un auténtico placer leerle.
    Lástima de personajes como Bojilla o El Potra, pues forman parte de esos personajes que describían el toreo como Pericón lo hacía con el flamenco, con toda la gracia y la sal, con ese arte con el que la misma historia contada mil veces de forma diferente sonaba a nueva.

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