Periodismo Cronopio

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Los libros siempre fueron de la mano de los autores; y ambos se me han ido abrojando a determinados momentos de mi vida; tanto que se podría trazar la biografía de un escritor —mi biografía— con sólo hablar de los libros que lo apasionaron en tal o cual momento. Por supuesto que no bastaría el comentario crítico, sino más bien la descripción de los «estados de alma» que esos libros le provocaron. Un libro clave en mi vida fue «Una temporada en el infierno», que en aquel entonces, en mi adolescencia, lo leí en la traducción que hicieran Oliverio Girondo y Enrique Molina, hermosa traducción en la que la literalidad está subordinada a lo poético, como siempre tiene que ser.

Otro libro para mí muy importante fue «Huesos de sepia» de Eugenio Montale, y casi al mismo tiempo toda la poesía de Quasimodo. Excluidos Rimbaud, Montale, George Trakl, Quasimodo, la lista se haría extensa, porque más allá de las lecturas circunstanciales, azarosas o de puro placer, al estudiar la carrera de Letras, todos los años me tenía que enfrentar con treinta o cuarenta libros, de los cuales algunos pasaban sin pena ni gloria y otros me iban dejando marcas. Pero en la facultad no se leía mucha poesía, salvo en español, además de la clásica en griego o en latín; esto también me ha dejado su marca: Salinas y Cernuda, Píndaro u Ovidio. A veces se piensa que, para un poeta, los libros fundamentales que lo han apasionado son los de otros poetas. A mí, en cambio, me han dejado huellas profundas muchas novelas, obras de teatro, libros de historia, de filosofía, de religión. La poesía, por otra parte, es un género omnívoro: de todo se nutre y todo lo transforma.

La carrera de Letras era en ese entonces muy distinta a lo que es ahora, era una especie de licenciatura en Filología Clásica. Los clásicos antiguos, que en mi infancia había leído en malas traducciones, los tuve que releer en sus idiomas originales. Se les daba mucha importancia a las lenguas clásicas. Ocho horas diarias de estudio de griego y latín era el tiempo que nos recomendaban los profesores. Cuántas mañanas, cuántas noches, cuántas tardes de sol o de lluvia sobre Píndaro y Virgilio… Tanta seca gramática —podría hoy reprocharles— para escribir estas tres palabras, algunos versos medianamente venturosos… Qué tristes meses —recuerdo— aguardando un examen, repitiendo aoristos y declinaciones… Pero también, qué añoranza siento ahora al recorrer los lomos de esos libros que ya no tengo la obligación de leer… Hoy ya no existe el profesor de griego al que tanto quería, el de latín que me aterrorizaba; hoy ya son ambos hierba y sonido, igual que lenguas muertas… Y yo me he convertido un poco en ellos, como un hijo que aprendió a su lado la nostalgia de la luz antigua, pero no a morir; un hijo que hoy en Píndaro y en Virgilio los recuerda.

 4 — Atrás la adolescencia, estamos en tu plena juventud.

GEP — Cuando, después de la Guerra de Malvinas, se abrió la actividad política, sentí la necesidad de incorporarme también a ese mundo. Yo ya había publicado dos libros, «Arsénico» y «Enésimo triunfo», y escribía oscuros poemas bajo la influencia de Georg Trakl, acordes con la época. Después de muchas idas y vueltas en mi vida religiosa, que me llevaron incluso a plantearme seriamente estudiar para sacerdote, yo ya era en los años de Facultad un católico militante, y casi naturalmente me afilié al Partido Demócrata Cristiano. A lo largo de mi vida adherí y voté a distintos partidos y diferentes candidatos, pero nunca abandoné las banderas del socialcristianismo. A los 27 años ya era asesor de un diputado demócrata cristiano. A los 29 me nombraron director en el área de Cultura en el gobierno del doctor Antonio Cafiero. Después, nunca más volví a ocupar cargos políticos. No sé hasta qué punto es compatible la política con la literatura. Realicé algunas tareas ad honorem, de las que no siempre salí bien parado. Hasta el día de hoy, en que estoy cerca de jubilarme, me he ganado la vida con un cargo de carrera en el Archivo Histórico de la Provincia y con el ejercicio de la docencia. En algunos momentos hice otras labores vinculadas a la literatura, como escribir algún libro de investigación por encargo, viajar como jurado o dirigir programas de radio. Si bien no he podido vivir de lo que escribo, siempre viví de trabajos relacionados con la cultura y con las letras.

Después de la literatura, y en gran parte por culpa de ella, mi gran pasión ha sido viajar. Nuevamente mi recuerdo se traslada a la infancia. En una reunión —de familia, de amigos, de vecinos, ya lo he olvidado o finjo hacerlo, pero carece de importancia— el niño que fui escuchaba hablar de Europa. Un matrimonio había vuelto de un largo viaje y se pasaban fotos, se desplegaban periódicos. Madrid tintineaba en mi oído como moneda en la taza de un ciego, como organillo de Galdós. Soplaba viento en el Sena, en Nôtre Dame no aparecía Esmeralda. Tras los palacios italianos, había un cielo como un paño de bandera que me llenaba de melancolía. En la reunión se comía, se bebía, se echaban bromas. El niño que fui soñaba entonces con ese mundo que ya había comenzado a amar a través de los libros. El recuerdo de ese instante iría conmigo por siempre: oscuro a veces como el agua veneciana o luminoso como la arena de Las Ventas. Nadie supo nunca que esa noche casual alimentaría por años mis ensueños; que mi imaginación iba a reponer lo que entonces no se había dicho; que en los viajes del cuerpo —que tendría ocasión de hacer— iba a buscar, sin conseguirlo, el mismo cielo, esa brisa, esa luz; que trataría sin resultado de revivir —en los viajes del alma— esa soleada tristeza: la del niño que ya apuntaba a escritor.

Hay quienes se hacen escritores para viajar; hay quienes viajan como pretexto para escribir. Desde aquella noche que acabo de contar, o quizás desde antes, los viajes tuvieron para mí un fuerte atractivo, siempre abrojados al mundo de los libros, quizás también al del cine, al de algunas historias escuchadas en mis primeros años. De joven tuve posibilidad de viajar un poco por mi país y por países vecinos. Pero como suele sucedernos a los que nacimos aquí, el verdadero viaje es el que nos lleva a nuestras raíces, a Europa. Y ese viaje llegó a mi vida bastante tarde, cuando ya era un hombre formado, y quizás por eso unido a una sensación mayor de melancolía. Unos meses antes de viajar a Europa tuve que estar unos días en cama por una fuerte gripe, y en varias tardes en que me tuve que quedar solo me puse a releer viejos libros, algunos de aquellos que en mi infancia y adolescencia me hacían soñar. Y de pronto me sentí invadido por una gran angustia. ¿Cómo hubiera sido mi vida de haber podido viajar veinte años antes? ¿Con qué ojos hubiera visto ese otro mundo? ¿Cómo se hubieran traducido, como se traducirían ahora todas esas imágenes en palabras?

 5 — ¿Tus recuerdos de Europa? ¿Y aun de otros viajes?

GEP — Amanecer en las landas; viaje en tren a Jerez de la Frontera; noche en la Vía del Corso; subida a Montmartre, al castillo de San Jorge, al Albaicín; almuerzo en Aranda del Duero; un mediodía de invierno en Provenza; el paso del San Gotardo; la carrera de San Jerónimo en Madrid; una misa en Nôtre Dame; una calle de Lisboa en la que vendían grandes paraguas; los Pirineos, los Alpes Marítimos; una tarde de toros en Aranjuez; una noche de verano en el Sacromonte; una taberna griega en el Barrio Latino; el París de los impresionistas y el Madrid de Velázquez y de Goya; «El entierro del conde de Orgaz», el «Guernica»; el teatro romano de Mérida; el café de la mañana de Burdeos; la estación Pan Bendito; la calle Amor de Dios…

En realidad, nunca me senté a escribir sobre ningún viaje. Como muchas experiencias vitales, los que yo hice fueron difíciles de expresar. Sólo quedaron fragmentos que de vez en vez se manifiestan en algún cuento, mejor aún en algunos poemas, sobre todo en los de mi libro «Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama». Viento junto a los grandes ríos del Paraguay interior; ceibales del río Urión; amanecer en el río Desaguadero; viento desde el Sacromonte, hacia las torres de la Alhambra; viento en el mediodía de Formosa desmelenando las palmeras. Viento yo mismo: traer, llevar, partir, regresar, ¿no son acaso la misma cosa, hitos a partir de lo cual pasamos a ser distintos?

Después de los países de Europa, y en especial de España —si bien me siento profundamente argentino, soy también, por adopción, por cultura, por cosmovisión, un perfecto andaluz—, quizás sea México el que estuvo siempre, desde mi infancia, más cargado de sentimiento y misterio. También allí llegué tarde, a una altura de la vida en que ya queda poco lugar para el espíritu romancesco que encontraba en la «Sonata de estío» de Valle-Inclán, a una altura de la vida en que quedan pocos rincones del alma en los que se pueda cobijar algo misterioso. Y el romanticismo de Perú y de Ecuador, los días vividos en Arequipa, en Quito y en Lima en los que me sentí verdaderamente feliz.

 6 — Nos quedan tus libros y el ejercicio de la docencia.

GEP — Además de poesía he escrito cuentos, dos libros de mitos y leyendas adaptados para chicos, ya que gran parte de mi vida estuvo dedicada a la formación, a la docencia, y un libro de cuentos taurinos que tuve la fortuna de presentar en Madrid, durante la Feria de San Isidro de 2012. Después tengo cuentos, sobre todo históricos, publicados aquí y allá. He escrito también alguna novela corta y nunca intenté siquiera hacerlo con el teatro, pese a que es un género que me encanta. Escribí por encargo la parte dedicada a la poesía de la «Historia de la literatura de La Plata», libro que no acrecentó la amistad que ya tenía con algunos escritores y que en cambio me ganó unas cuantas inquinas. Pasé como profesor por el Seminario Mayor, la Universidad de La Plata y por la Católica, y ahora doy clases de Latín y de Teoría Literaria en el Instituto Terrero. El Latín me ayuda a que no se me descarrilen los pensamientos y la Teoría Literaria es el contrapeso de mi libertad creadora. Me rodean muchos compañeros y pocos amigos. Como profesor tengo fama de bonachón, porque mi modelo es Antonio Machado. Me queda poco tiempo para poder jubilarme y después pienso dedicarme a viajar, leer y escribir, es decir, lo mismo que hago ahora pero libre de obligaciones.

Tal vez resulte extraño que en esta especie de autobiografía haya hecho poca o ninguna mención a mis libros, a mis premios, a algunas celebridades a las que tuve el privilegio de conocer. En las «Memorias de Adriano», el protagonista confiesa, en la visión retrospectiva de su vida, que quizá no resulte relevante el que haya sido emperador. Tal vez tampoco sea relevante que yo haya sido escritor. Por alguna razón incomprensible, el recuerdo de mis días de niño asmático se sobrepone al de los libros que publiqué, el de los olores de mi año de soldado a los premios que recibí, las minucias de un viaje a la imagen de escritores y artistas famosos de los que podría hablar. Los momentos más trascendentes de mi vida, la primera vez que me uní a una mujer, el nacimiento de mi hijo, el día en que cumplí mis 50 años, la muerte de mi esposa, por citar algunos casos, difícilmente podrán transformarse en literatura. Prefiero cerrar estas primeras páginas con una especie de autorretrato de sabor cervantino:

Este que ves aquí, de rostro sonriente, de cabello entrecano, frente un poco marcada por los años y las muchas lecturas, de melancólicos ojos, de nariz griega, más grande que pequeña, las barbas de plata, que ha veinte años fueron oscuras, la boca sensual, los dientes desparejos, mal acondicionados y peor puestos; el cuerpo entre dos extremos: crecido de carnes y pequeño de talla; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de «Arsénico», «Huesos de la memoria», «Ópera flamenca», y del que hizo el «Viaje al país de las Hespérides», y de otras obras que andan por ahí descarriadas y quizás sin el nombre de su dueño, el rostro del que se llama comúnmente Guillermo Eduardo Pilía. Su vida y su obra, superficialmente sencillas, están llenas «de hiatos y de puntos en suspenso». Desde los 20 años se dedicó a escribir y publicar poesía, pero también fue valorada su labor narrativa, sin que él se preocupara mucho en darle su lugar. Además de la literatura, le interesa la historia, los vinos, el fútbol, Andalucía, el flamenco, los toros («Y antes que un tal poeta, mi deseo primero / hubiera sido ser un buen banderillero», podría haber escrito con Manuel Machado). Cuando en su adolescencia anunció que se dedicaría a las letras, le vaticinaron que moriría de hambre, oráculo que no se cumplió. Como dijo un colega suyo, «de joven escribía para viajar y de grande viaja para escribir». Pese a haber realizado obra objetivamente valiosa y de personalísimo acento, ha sido más valorado en el exterior que en su propio país. «De él también podría decirse, como se dijo de otro escritor de su ciudad, que es una mezcla de Hemingway por fuera y Juan Ramón Jiménez por dentro», escribió Guadalupe García Romero. Y alguien podría aplicarle asimismo, con ciertas reservas, las palabras de Valle-Inclán sobre el marqués de Bradomín: «Era feo, católico y sentimental».

7 — Celebridades, dijiste, que has conocido. Compartamos con nuestros lectores algo de esos encuentros.

GEP — Desde muy joven anduve merodeando los ámbitos públicos, sin ningún afán de esnobismo, como el personaje de Proust o el mismo Proust. Conocí a algunas personas importantes en la historia política y cultural, pero a veces a destiempo. Por ejemplo, tuve oportunidad de estar varias veces con Cipriano Reyes, el fundador del Partido Laborista, pero sin tomar dimensión de la figura épica que era. Me traté con gran parte de los escritores de la generación del 40, como Tomás Diego Bernard, José María Castiñeira de Dios, Horacio Ponce de León, Gustavo García Saraví, Norberto Silvetti Paz. Tengo recuerdos de Oscar Hermes Villordo, de Raúl Gustavo Aguirre, de Juan José Hernández, de Gonzalo Rojas, de Nicanor Parra, de Marco Denevi, de David Viñas, de Antonio Cisneros, de Fermín Chávez, de Antonio Dal Masetto, de Jorge Ariel Madrazo, de Joaquín Giannuzzi… Nombro sólo a algunos de los que ya no están. Creo que todos tenemos necesidad de maestros. Pero llega algún día en que el maestro deja de ser tan grande e infalible, como antes lo pensábamos: le encontramos olores, ajaduras, resquicios, y en sus fisuras vemos que tan sólo era tierra iluminada, que apenas si la luz lo tocó cuando nosotros aún íbamos a tientas. Nos damos cuenta tarde, quizás cuando a nosotros empiezan a llamarnos «maestro», cuando descubrimos —en los ojos vidriosos de un discípulo por amor o por celos lastimado— cuánto pesaron algunos maestros realmente en nuestra vida. Y olvidamos entonces sus miserias, sus pequeños egoísmos, sus miopías, porque los maestros son también padres severos y amorosos y generalmente no se dan cuenta de que sus discípulos ya estaban crecidos.

8 — «Los toros en la historia, las letras y el Arte», «Las corridas de toros en la provincia de Buenos Aires»: tales los títulos de dos de las numerosas conferencias que has dictado.

GEP — Para un aficionado español o mexicano, la literatura taurina, lo mismo que la música, la plástica o el cine relacionados al mundo de los toros, puede no ser más que un complemento de la fiesta, una de las tantas ramificaciones de determinada forma de expresión estética en otra, eso que en teoría del arte llamamos intertextualidad y transposición. Pero para el aficionado de un país en el que ya no se celebran estos espectáculos, todo ese mundo colateral a la fiesta puede convertirse en el centro de una extraña y perpetua afición. De más está decir que estoy hablando de mí mismo y de lo que veo, brumosamente, como el germen de mi pasión por los toros: el «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías», leído a una edad incomprensible en una bochornosa siesta de un verano platense, Tyrone Power (su doble) toreando por navarras en la versión de 1941 de «Sangre y arena», mi abuela tarareando «El niño de las monjas» o «El relicario»… Después vendrían las primeras corridas televisadas, «vía satélite», que se transmitieron en la Argentina con «El Cordobés», Palomo Linares, Paco Camino: todo mucho antes de que pudiera ver en cuerpo y alma una corrida de toros. Quizás en España o en México o en Ecuador se ignora lo difícil que es ver nacer y después sostener una afición en un país donde no hay toros, y cuesta entender el consuelo que a veces encontramos los aficionados en ese mundo circundante a la tauromaquia. Sería exagerado decir que mi vocación por la literatura es también una consecuencia de mi atracción por los toros, pero sí puedo afirmar que aquellos escritores que tocaron el tema taurino estuvieron desde siempre en mi biblioteca: García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, y también de algún argentino como Enrique Larreta, cuyo hispanismo a ultranza resultaba tan chocante a gran parte de nuestra intelectualidad. Creo que la primera antología de la poesía taurina que entró en mi casa fue la de José María de Cossío «Los toros en la poesía castellana. Estudio y antología». Al primer narrador taurino al que leí apasionadamente, cuando tenía doce o trece años, y a cuya memoria dediqué mi cuento «Quite a la sombra», que integra «Tren de la mañana a Talavera», fue Fernando Quiñones. Este escritor andaluz tenía con la Argentina un vínculo muy fuerte. En 1960, el diario «La Nación» convocó a un concurso de cuentos, dotado con un interesante premio en efectivo. El jurado estaba integrado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Carmen Gándara, Eduardo Mallea y Leónidas de Vedia y resultó ganador un desconocido escritor de treinta años, nacido en Chiclana de la Frontera. La obra se llamaba «Siete historias de hombres y de toros». El libro de Fernando Quiñones se terminó llamando «La gran temporada», y tengo en mi biblioteca taurina un par de ejemplares de la primera edición.
(Continua página 3 – link más abajo)

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