Periodismo Cronopio

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Guillermo e pilia la poesia un genero omnivoro

GUILLERMO E. PILÍA: «LA POESÍA ES UN GÉNERO OMNÍVORO, DE TODO SE NUTRE Y TODO LO TRANSFORMA».

Por Rolando Revagliatti*

Guillermo E. Pilía nació el 29 de octubre de 1958 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Se graduó en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional de La Plata. Ejerce la docencia como profesor de lenguas clásicas y de teoría literaria. Es director de la Cátedra Libre de Cultura Andaluza de la UNLP, director emérito de la Cátedra Libre de Literatura Platense «Francisco López Merino» de la misma Universidad, titular del Aula de Taurología «Ignacio Sánchez Mejías», vicepresidente del Consejo Argentino para las Relaciones con Andalucía, Secretario de Asuntos Académicos del Instituto Iberoamericano de Estudios Andalusíes, senescal de la Hermandad Literaria Generación del 27 y Miembro de Número de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid. Parte de su obra poética ha sido traducida al inglés, al portugués, al griego moderno y al italiano. Entre las principales distinciones obtenidas se encuentran el Primer Premio Provincial de Literatura «Roberto Arlt», 1989; el Primer Premio de Ensayo en el Certamen Nacional «60 Aniversario del Fallecimiento de Horacio Quiroga» de la Sociedad Mutual de Empleados Públicos de Rosario, Santa Fe, 1997; el Premio publicación del certamen «Todos somos diferentes» de la Fundación de Derechos Civiles de Madrid, España, 1999; el Premio Al-Ándalus de la Federación de Asociaciones Andaluzas de la República Argentina, La Plata, 2010; el Premio Andrés Bello por su obra poética completa de la fundación homónima de Madrid, 2014; el Premio a la Excelencia Literaria de la Unión Hispanomundial de Escritores, Orlando, Estados Unidos, 2016. Toda su obra intelectual fue declarada en 2010 de interés cultural por la Municipalidad de su ciudad natal. En el género ensayo se editaron los volúmenes «La trascendencia en la espiritualidad hispana», 1999; «Andalucía, tan lejana y cercana. Memorias de los inmigrantes andaluces de la región de La Plata», 2002; «Los castellanoleoneses de La Plata», 2005; «Diccionario de escritores de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX», 2010. Sus libros de cuentos son «Viaje al país de las Hespérides», 2002; «Días de ocio en el país de Niam», 2006; «Tren de la mañana a Talavera», Madrid, 2009. Entre 1979 y 2012 se publicaron sus poemarios «Arsénico», «Enésimo triunfo», «Río nuestro», «Río nuestro / Cazadores nocturnos», «Huesos de la memoria», «Viento de lobos», «Visitación a las islas», «Caballo de Guernica», «Ópera flamenca», «Herido por el agua», «Ojalá que el tiempo tan sólo fuera lo que se ama» y «La pierna de Rimbaud».

* * *

 1 — Sitúo: naciste cuando Arturo Frondizi cumplía unos seis meses de su presidencia de la Nación, después de una dictadura.

GEP — Es así. Y en un barrio apartado de mi ciudad. Viví hasta los catorce años con mis padres y con mi abuela paterna, que fue la única de mis abuelos que conocí. De mis primeros años tengo sobre todo recuerdos sensitivos: el aroma de la cal húmeda de las obras en construcción, el perfume del alquitrán, del asfalto caliente que ascendía de las calles más nuevas. A la tarde, el olor a mandarinas en invierno y a jazmines en verano; al anochecer, los de la albahaca y la tierra húmeda de las quintas. También conservo memoria de algunos sonidos: en las mañanas de convalecencia, el rumor de las fábricas y oficios; por las noches, el del viento que hacía oscilar el farol de la esquina con sus ráfagas, el silbato de los trenes que se oía en el alba.

Tengo pocas reminiscencias, en comparación, del sabor y del tacto: quizás mi infancia sólo haya sido el aire cálido de enero y el sabor de las moras; también —por qué no— la desmemoria de la muerte. A veces, en mi niñez, sin quererlo, en mis manos moría una luciérnaga, mis dedos sucios de su última luz. Imágenes: llegaban otras lluvias; y siempre de luto, mi abuela destendía contra el viento un velamen de blanquísimas sábanas. Recuerdo mañanas de niebla —en verdad, los días más hermosos nacían entre las nieblas de los suburbios—; y la mancha de tinta que descubrí en el fondo de un cajón, el agua y la palabra siempre vivas. Recuerdo mosquitos, Navidades, la bola de marfil de una sombrilla, mañanas de gracia prodigiosas. Y también las tormentas de tierra, los pellejos de serpientes, ese tórrido viento que traía, como plebeyas banderas, las babas del diablo. Eran muchos los miedos que, por las noches, juntaban mis manos en oración.

Me estremecía la oscuridad; pero de la mano de mi madre —al anochecer y siempre en el verano— dábamos un paseo por el parque rumoroso que estaba enfrente de nuestra casa; y veía, desde un banco entre sombras, cómo se desprendían de los árboles bandadas de murciélagos. Ahora tengo nítida esa imagen; y sin embargo, me fue necesario aguardar muchísimos años para recuperar ese recuerdo. Había un deseo, en esos tiempos, de estar a media luz y en soledad, en habitaciones que parecían fresquísimos claustros; anhelo de noches de lectura y de oración, de las primeras lecturas escuchadas y el balbuceo de las primeras plegarias. Mis abuelos muertos, de los que escuchaba hablar y a los que conocía por fotos, llegaban entonces al conjuro de esas palabras encendidas, a veces también en los silencios, en el olor de los ajos y en el zumbar de mosquitos, en el humo del piretro que ardía su mágica brasa sobre mi cómoda. Era una edad sin espacio ni tiempo, sin conciencia y sin relojes: la edad sin fisuras en el muro del mundo.

Todavía hoy tengo el privilegio de entrar todos los días a la casa en la que nací. La curva de la calle es la misma, son los mismos el parque y los árboles, la luna que a veces asciende tras las copas. Aún es esa casa en que viví —en esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar. Pero hoy ya no encuentro la vereda de ladrillos, gastados por los zapatos y las muletas de los mendigos que entonces me aterraban; ni el agua y su memoria rumorosa, ni los enjambres de insectos que revoloteaban por las noches bajo el farol, ni aquellos perfumes de la tierra y de la albahaca.

No eran los pasos de los mendigos el único misterio de aquellos años. También misteriosa —y en la memoria amarillenta— era asimismo la esfera del reloj de cocina que velaba mi infancia. La tarde en que dejó de funcionar y pasó a ser mi juguete hoy regresa como un ramalazo; y también vuelve la emoción de tocar ese disco inalcanzable —sus agujas negras, la roja, enhebradas en un ojo común, y los números que el niño que yo era no acertaba a entender—; la cuerda de un color acerado y aceitoso; las ruedas y su olor a engranaje perfecto… Ese instante ha quedado, como el reloj, detenido en esta endeble memoria. ¿Qué era lo que buscaba yo en su carcaza de metal, si el tiempo para mí aún no existía?… Hoy no sé si era entonces su máquina lo que más me conmovía, o su latido igual al de mis sienes, al paso de aquellos mendigos de los que hablé, a todo lo que llenó de mitos mi pasado, mi presente de palabras.

Es curioso, pero tuve que irme muy lejos para encontrar nuevamente todo aquello que un día tuve al lado: no sólo esos misterios del tiempo y del destino, sino también otras cosas: la goma negra de un gotero —pronto diré cuánto representaron los remedios en mi infancia—, esos frascos que encerraban un líquido alcanforado y azul, las ampollas resguardadas en cajas de madera; y el vapor alcohólico en que hervían las jeringas y las agujas sobre un mechero de la cocina, el patio sin baldosas antes de que se soltara la tormenta… Y la imagen de las manos de mis mayores, que untaban todas las noches con ajos y aceites el pan de la pobreza. Todo sigue estando allí de alguna forma, en esa casa que era y es —en esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar. El pasado vuelve en cada instante de mi vida y extiende mi memoria al infinito. A veces, el humilde, el simple olor de un fósforo de cera que se enciende, ilumina mis días sepultados.

Era demasiado vasto ese mundo de la infancia, aunque a simple vista hoy parezca un cúmulo de cosas insignificantes y caóticas. Era mucho, y yo sólo alcancé a aprender apenas un manojo de palabras para decir lo vasto del recuerdo: el olor del café que se molía tras altos mostradores —y después el rito de guardarlo en grandes latas que aromaban la noche—; y el día en que por azar descubrí, en un ropero oscuro, un vestido floreado de mi madre —y en cada flor perduraba una siesta de verano sin límites, la luz de las doce en la tela vaporosa. Acaso, cuando elegí —si es que se elige— ser escritor, asumí en exclusividad el destino de pronunciar mi entorno, de llamar con un nombre a cada cosa, a todo aquello que vive en necesidad de palabras. En este cantar la ambigüedad de lo nacido, hoy descansa mi alegría: en darle una palabra a lo que nunca suplicó tener voz. Porque sin palabras —se ha dicho— no existe vida o muerte: sólo vértigo o miedo.

2 — Los remedios en tu infancia, adelantaste; por lo tanto, tu salud. ¿La vincularías con tu vocación literaria?

GEP — Quizá se entienda un poco más el curso de mi vida y mi vocación de escritor —si es que de ello merece que alguien se tome el trabajo— si digo que tuve en mi infancia una salud quebradiza: sufría de asma, y muchas noches las pasaba tosiendo; y mi piel, a la mañana, era del color de los mármoles viejos —como las estatuas que aterran a los niños en los parques a oscuras—. De esas noches en vela me han quedado —sobre todo— las fantasías que hilvanaba en mi afán por dormir. Antes dije que hablaría de remedios. Pues bien: los nombres de los que me daban han quedado en mis labios. He olvidado muchos nombres —de personas, de lugares, de cosas—, jamás los de aquellos brebajes. El gusto de los jarabes regresa a mi lengua después de tantos años, y todavía me provoca —como entonces— un temblor espasmódico. No sé si ha quedado tan viva en mi interior la enfermedad, como la angustia con que llegaba la hora de ingerir esas bebidas melancólicas. Nombres malsanos, hoy esfumados de droguerías y farmacias, hoy apenas parte de la historia de las enfermedades de mi infancia.

El médico que me atendía, y al que veía con más frecuencia que a un familiar, me prescribía en las crisis asmáticas más fuertes una sal derivada del opio. En las farmacias la vendían en una sola ampolla, resguardada por un envase de madera. La tos amainaba y los miembros quedaban laxos, como si emergieran de una siesta extendida hasta el crepúsculo. En un mechero de la cocina se esterilizaban las jeringas: hervían un buen rato en una cajita de acero de la que emanaba un vapor blanco y alcohólico. De esa droga tal vez no tenga más recuerdo que el placer con que me entregaba sin culpas a su somnolencia luminosa. En las convalecencias —las mañanas en que, después de una noche de crisis, amainaba la tos espasmódica— mi madre me llevaba a tomar el aire de las avenidas arboladas, o bien me encaramaban a un tranvía que llegaba hasta la quema. Hoy no sé si el olor de la basura incinerada era parte de la cura prescrita, o si el remedio tan sólo consistía en ese paseo extendido, que por azar llegaba a los arrabales de la miseria.

La enfermedad me dio en mi infancia muchos días sin escuela, me formó un carácter melancólico y me predispuso, como a Proust, para la literatura. Por suerte en la casa de mis padres existían los libros. Conviví con ellos desde el tiempo en que no sabía leer, labrando ficciones a partir de los dibujos de las tapas y de las reseñas que me hacían mis padres. Había una enorme Biblia ilustrada, que más que afianzar mi fe pobló mi fantasía con historias monstruosas. Más tarde, cuando pude leer, leí, muchas veces sin entender, novelas de aventuras, relatos policiales, cuentos de terror, el teatro de Shakespeare y de Ibsen, Bocaccio, Rabelais —también los grabados de Doré a «Gargantúa y Pantagruel» me llenaban de inquietudes—, la poesía tradicional y la gauchesca, Víctor Hugo, Cervantes, algo de Quevedo, bastante de Enrique Larreta, Hugo Wast, Alejandro Dumas, Julio Verne, Edgar Allan Poe y otras mezclas semejantes. Comencé a escribir muy joven, al final de mi infancia, y me seguía alimentando con todo lo que me caía en las manos. Lo que escribía era más bien caótico, ecléctico, quizás de muy poco valor, salvo en lo personal. Escribía cuentos y poemas, tanto en versos libres como medidos. Fueron años casi infructuosos en cuanto al contenido poético, pero que me sirvieron como aprendizaje, sobre todo como experimentación de formas.

En 1971 terminé la escuela primaria, que nunca me gustó, y al año siguiente entré, después de un riguroso examen, al Colegio Nacional, porque mi padre ya había tomado por mí la determinación de que mi vida se tendría que encaminar hacia la Universidad. El Colegio Nacional tenía un halo de prestigio. Por sus escaleras de mármol gastado habían subido a dar sus clases Pedro Henríquez Ureña, Martínez Estrada, Loedel Palumbo. Entre sus exalumnos estaban Francisco López Merino, Ernesto Sábato, René Favaloro. No obstante que los tiempos habían cambiado —entré al Colegio al final de la Revolución Argentina, viví en él el regreso de Perón, allí recibí la noticia de su muerte y egresé en 1976, con el Proceso— tuve buenos profesores y recibí una sólida formación. Ya no era un asmático, y tuve épocas en que me dediqué mucho a la actividad física. Llegaron los primeros enamoramientos y todas las cosas contradictorias, hermosas y desdichadas, de la adolescencia.

3 — Instalémonos aun más en ella. Y sigamos.

GEP — A los dieciséis o diecisiete años descubrí la poesía de Arthur Rimbaud. Decía el maestro Domingo Ortega que no es lo mismo torear que dar pases. A partir de Rimbaud, tal vez comprendí que hasta entonces no había toreado todavía, que me había limitado a dar pases. Fue a partir de ahí que todo empezó a ponerse más serio, comprendí que «la poesía» era mucho más que «escribir poesías», que configuraba una forma particular de ver el mundo, de enfrentar la sociedad y la historia. No sé por cuanto tiempo escribí bajo la influencia de Rimbaud. A los 21 años, cuando publiqué mi primer libro, le dediqué dos poemas; a los cincuenta, un cuaderno, «La pierna de Rimbaud». Rimbaud hizo mucho por el mundo de las letras, pero en especial por mí.

En 1977 tuve que cumplir con el Servicio Militar en la Fuerza Aérea. Yo tenía de la vida militar una imagen romántica que muy pronto se iba a esfumar. Mi experiencia la podría resumir en algunos recuerdos olfativos: el del agua que venía del río cercano y que se potabilizaba precariamente; el del jabón y el perfume barato con los que intentábamos ocultar el olor del cuartel; el de las infusiones que humeaban en grandes ollas, casi de madrugada, en el patio de armas; el olor —mejor sería decir el perfume— del hinojo y del eneldo, de la menta y de la mejorana que pisaba cada vez que me dirigía hacia el puesto más apartado, solitario y silencioso. También estaba el de los fusiles, que era olor a aceite y a metal, y el del fogón de la guardia, a leña y a grasa quemada; el de las comidas, invariablemente repetido; el de las cáscaras de naranja que se secaban al rayo del sol en los patios encalados; el hedor de los grandes botes de desperdicios a los que de noche se acercaban con sus ojos infernales cientos de ratas; el de las casetas húmedas de orines antiguos; el relente de esa tierra fresca y pobre que se juntaba entre las lajas y que hacía germinar yuyos de similar pobreza. Aromas que aún hoy me evocan en este país de confines una vida miserable y sucia, en la que todo pensamiento elevado naufragaba en el sufrimiento de vivir como un preso y en el terror de morir en una guerra insensata o el de tener que dar la muerte a cualquier otra persona. Estos recuerdos, y los de los años de la peste, quedaron en «Huesos de la memoria», en «Viento de lobos», incluso en algunos de mis últimos poemas, a los que regresan como regresa una pesadilla.

En 1978 comencé a cursar en la Facultad de Humanidades la carrera de Letras. La Facultad se desentendía de aquellos que tratábamos de ser escritores, pero nos permitía descubrir a muchos «maestros», como Trakl, Saint-John Perse, Montale, Quasimodo, Rilke. Por mis estudios, pero también por inclinación natural, tuve siempre una formación muy hispanista, y por ahí fueron entrando, primero, Antonio Machado, el primer Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27; más tarde, el último Jiménez, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez. De los poetas argentinos, Ricardo Molinari, Alberto Girri, Enrique Molina, también Leopoldo Marechal, a quien ya se lee muy poco, por lo menos su poesía. En esos años me sentía un poeta mimado por los escritores consagrados de La Plata, como Ana Emilia Lahitte, Aurora Venturini, Horacio Ponce de León. Pero el poeta que más influyó en mi trabajo fue Horacio Castillo.
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