Periodismo Cronopio – Sala Negra de el Faro

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—Siempre encima de la ropa, nunca debajo ni en las partes íntimas. Cuando hay una sospecha de que llevan algún ilícito siempre llamamos al personal de enfermería del penal —me dijo una oficial del GT Barrios.

Lo curioso es que los cuatro días que visité el penal, la enfermera siempre estaba adentro de los sectores, atendiendo a los internos. Le pregunté por esa coordinación al director del penal y este me respondió que no existía tal cosa.

—Desde que yo estoy aquí, a mí nunca me han solicitado que el personal de enfermería del penal vaya a hacer ese tipo de registros. Le puedo asegurar que esos registros no los hace gente mía —respondió. Ruiz es director de Barrios desde febrero de 2010.

Sin duda el ejército ha detenido el ingreso de objetos ilícitos a los centros penales. Solo el GT Barrios cuenta más de 20 mil registros y cientos de decomisos de junio de 2010 a marzo de 2011. Sin duda, también, que aquellas mujeres que alguna vez intentaron meter algo ahora ya no se la juegan. A Barrios, cada día intentan ingresar de visita, en promedio, 30 mujeres. En todo 2010, la Policía solo procesó a 22 por tráfico de ilícitos hacia el penal. Este año, hasta marzo, sólo habían procesado a dos. Pero los registros generalizados continúan y se vuelven más famosos.

Una mañana de miércoles, un sargento de la Policía llegó hasta el penal para compartir cierta información con el director Ruiz, pero cuando lo llevaron al área del registro para hombres se negó al cacheo, que se diferencia del de las mujeres porque este no se hace en un cuarto cerrado. El sargento, un ex Policía Nacional, se imaginó lo peor al ver al soldado enguantado y salió gritando del lugar:

—¡Yo soy autoridad! ¡A mí no me van a tratar como a un delincuente! ¡Ábrame la puerta que ya no voy a entrar!

Al otro lado, las mujeres en faldas blancas, asoleadas, comentaron entre susurros la escena. Algunas rieron.

VISITA DE DOMINGO

La primera vez que visité Barrios —un jueves de inicios de marzo— intenté que algún representante de la pandilla me diera una postura sobre los señalamientos que afuera les achacan. Desde detrás de la reja de acceso a los sectores, tres pandilleros me ofrecieron un trato: «Si querés que te contestemos esas preguntas, tenés que ver, primero, cómo están tratando a nuestras mujeres».

Para los soldados, la mitad del enemigo viste con faldones blancos casi transparentes que caen hasta las pantorrillas y blusas igual de claras. También calzan yinas de plástico transparente. Visten así porque así se los exige el ejército. Una exigencia nacida de la desconfianza: «En las comisuras de los pantalones han aprendido a esconder droga, chips y dinero. La suela de las sandalias de color las cortan a la mitad y en medio o en los tacones intentan introducir espigas para celulares», me explicó una de las militares que cachea a las mujeres de la pandilla.

Los militares tienen más contacto con estas esposas, madres y abuelas que con los presos. Un año y medio después de convivir juntos, ellas la están pasando mal.

Fuentes de inteligencia señalan que hay 70 casos puestos sobre la mesa del gabinete de Seguridad del gobierno que hablan de mujeres sometidas a vejaciones y reclusos maltratados. Contra las mujeres hay desde registros indecorosos —mujeres militares que les registran el ano y la vagina para detectar objetos ilícitos— hasta castigos caprichosos: las paran bajo el sol durante horas antes y después de consumada la visita. A algunas las han obligado a tomar aceite de ricino como purgante; a otras, a hacer 150 flexiones de piernas para que expulsen lo que haya que expulsar.

—Se les está yendo la mano… bueno, más bien los dedos —me dijo, ironizando, una fuente de inteligencia, hace tres semanas.

Pero el detalle de las denuncias —que ya están saturando a la Procuraduría de Derechos Humanos— no ha salido a la luz pública. Al preguntarle sobre ellas, el ministro de Defensa dice que son un complot, un plan de desestabilización de las pandillas. Él está convencido de que quieren sacar de los penales la bota militar.

—Pudiera ser que a alguien se le vaya la mano. Pero esa no es la generalidad. Son situaciones excepcionales. El 98% de las denuncias son infundadas. Cualquiera puede ir a denunciar y son tantas las denuncias que la PDDH no puede ir a investigar. No puede, sencillamente. No da abasto —dice el ministro de Defensa.

En la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa hay un informe enviado por el procurador Óscar Luna en donde se habla de 34 denuncias hasta enero de 2011. Los denunciados son los soldados que cuidan los penales de Barrios (penal de la Mara Salvatrucha), San Francisco Gotera (MS), Chalatenango (MS), Cojutepeque (penal dominado por el Barrio 18), Izalco (18), Quezaltepeque (18) y Zacatecoluca (ambas pandillas y reos comunes).

«Esta Procuraduría se encuentra en la actualidad documentando una gran cantidad de denuncias presentadas por mujeres que visitan los centros penales que están bajo responsabilidad de la Fuerza Armada, sobre las cuales se emitirá un informe especial en el que se detallarán las denuncias y se establecerá si la actuación de los soldados ha sido violatoria de los derechos humanos», dice el informe.

El domingo 13 de marzo visité el chalé ubicado frente al penal. Me dijeron que ahí me reuniría con la «Señora S». Una mujer jugaba con tres celulares dispuestos sobre una mesa de madera. Llevaba jeans y camisa negra. Desentonaba con las otras 30 mujeres que al otro lado de la calle —vestidas con los faldones largos de tela blanca— hacían cola para ingresar al penal. Otra mujer que acababa de salir del penal llegó al chalé y pidió a la dueña que le prestara el cuchillo de cocina.

—¿A quién vas a descuartizar, vos? —le preguntó, en broma, la mujer de la camisa negra.

—Ya me voy a llevar a uno de estos cabrones (militares) —contestó la otra. Ambas rieron. La mujer tomó el cuchillo y cortó dos botones de tela que colgaban de su camisa blanca a la altura de los senos. Primero el izquierdo, luego el derecho—. ¡Pura mierda! —exclamó. La camisa, según los militares, debe ser blanca. Blanca y lisa. La mujer de la camisa negra compartió un «ya la cagan» antes de prestarme atención de nuevo:

—Con ese nombre (señora S) puede haber un montón —me dijo.

En eso se abrió la puerta de entrada del penal. De la puerta salieron tres soldados fuertemente armados con los rostros cubiertos. Rodeaban a una mujer soldado, igual de cubierta pero sin armas. Ella llevaba dos guantes de látex cubriéndole las manos. De esos guantes blancos y esterilizados que utilizan los médicos. Fueron a catear un microbús que se había estacionado en ese lugar. El pequeño grupo regresó a la puerta minutos después del registro. Mientras les abrían, la mujer soldado elevó la mano derecha frente a su rostro y estiró la punta de los guantes frente a las visitantes de la fila. Lo hizo mientras le decía algo a su compañero. Luego, ambos se carcajearon. Lo que comentaron disgustó a las primeras de la fila, a juzgar por la reacción en sus caras, que se buscaban las unas a las otras con el ceño fruncido. La puerta se cerró de nuevo. Eran las 10 de la mañana.

Minutos después, la puerta del penal volvió a abrirse y de ella salió una mujer joven, guapa, llorando. Nunca supe qué le sucedió. En eso, otras tres mujeres llegaron a saludar a la de la camisa negra. Una de ellas, de pelo corto, me miró de pies a cabeza, me sonrió y luego se fue. Cuando lo hizo, 10 mujeres de las que hacían cola se acercaron al chalé y comenzaron a quejarse de los militares. Hablaron de un aborto provocado por una «cueveada», de un papel que les hacen firmar en donde dice que ellas ingresaron ilícitos al penal…

—¡Anote, anote lo que nos hacen! —me pidió la mujer de la camisa negra. En esas estaba, anotando sus quejas, cuando noté que un militar de dos metros cruzaba la calle en dirección mía. Me abordó fuerte, golpeado, con voz de mando y me pidió mis papeles.

—¿Cuánto tiempo lleva de periodista? —preguntó, mientras observaba mi credencial.

—Ocho años.

—¿Ah, sí? ¿Ocho años? ¿Y no sabe que tiene que pedirme permiso para estar aquí?

—No veo por qué si no vine a hablar con usted. Vine a hablar con ellas.

El soldado se enfureció. Habló más fuerte, más golpeado y a la altura de la boca el pasamontañas se le humedeció por completo.

¡Estas mujeres no son mujeres de unos santos! Pregúnteles cómo las registramos a ver qué le dicen. Pero que le digan la verdad. Que le digan también todo lo que intentan meter ahí adentro. Me cuenta luego. Ya regreso.

La mujer de la camisa negra me miró, se compadeció de mis nervios y me dijo:

—Estos hijos de la gran puta a saber qué se creen, ¿verdad?

Me levanté, bajé la calle que conduce al pueblo intentando encontrar la señal del teléfono. Hasta ahí me alcanzó el militar de dos metros. Me dijo que lo disculpara, que entendiera que esa es una zona conflictiva y que no había problema de que me quedara.

—Pero tenga cuidado. Estas viejas son parte del enemigo. Son traicioneras. Si le piden que se mueva, quédese ahí. Así está a la vista de mi gente.

Regresé con las mujeres del chalé y me preguntaron qué me había dicho «Alucín sin pega». Les contesté que me dejarían estar. En hora y media, por el chalé desfilaron una veintena de mujeres quejándose del maltrato. Y de la puerta del penal, a cada rato, salía una que otra mujer ora puteando, ora buscando otra falda u otra camisa. Una mujer embarazada me enseñó, luego, un papel de una unidad de salud de Candelaria de la Frontera, Santa Ana, que hacía constar que su embarazo no era de alto riesgo.

—¿Ya le contaron del aborto que provocaron? Desde hace un mes están pidiendo esto porque como a una, embarazada, también la cuevean, quieren curarse en salud de que no vuelva a pasar —me dijo.

Una semana después, adentro del penal, a otra mujer embarazada no la dejaron ingresar porque un permiso similar tenía siete días de caducidad. «¡Tiene que tener 48 horas de vigencia!», le dijo la mujer soldado.

Al mediodía del domingo, al chalé volvió a acercarse una cara conocida. Era la mujer de pelo corto que me había visto de pies a cabeza dos horas antes. Ella se había ido, entendí, porque logró entrar a la visita. Acababa de salir por la puerta del penal.

—Ya platicó con las muchachas, ¿verdad? ¿Ya vio cómo nos tratan? Dice mi esposo que muchas gracias.

La mujer se levantó y se marchó. Yo hice lo mismo.

SI TE TRATAN COMO ANIMALITO…

Tres días después de la visita a las mujeres regresé al penal. El director permitió que salieran tres pandilleros a quienes la MS dio autorización para hablar en nombre de su gente. Dos de ellos rondaban los 40 años. Uno era más joven.

—¿Por qué se generó la guerra en el pasado? —contestó uno de ellos, luego de preguntarle si la MS ha ordenado matar militares y policías—. Por tantas injusticas, por tantas violaciones a los derechos humanos —se respondió a sí mismo. —No es una decisión de la MS hacer eso. Allá afuera están nuestros compañeros… y nosotros estamos aquí adentro limitados de muchas cosas. Pero afuera no están limitados.

El director nos prestó un cuarto que alguna vez funcionó como sala de entrevistas. En la pared hay un vidrio, y detrás del vidrio otro cuarto desde donde puede verse todo. El que habla está sentado en medio. Sus compañeros, a los lados, asienten a todo lo que él dice. Afuera, un custodio nos vigila.

—Un animalito, si le pegan una patada, lo van a agredir. Y así somos los seres humanos: si nos golpean, golpeamos. Si nos tratan, tratamos. Allá afuera, cuando agarran a nuestros compañeros no los detienen por un delito, sino por ser pandilleros. A muchos los han desaparecido, y luego han reaparecido muertos. Y han sido autoridades: policías y militares. Si allá afuera agarran compañeros y los desaparecen, la misma respuesta van a tener.

—¿Un pandillero de afuera puede actuar sin recibir órdenes de Ciudad Barrios?

—En ningún momento hemos girado palabra para que atenten en contra de ellos. Si lo hacen lo hacen individualmente por los casos que se dan contra nosotros. La vez pasada choqué con un soldado con rango y me dio a entender que ellos están haciendo ese trato con nuestras familias por lo que está pasando allá afuera.

—Y eso a ustedes los enoja.

—Están probando fuerza con nosotros. Están haciendo esto y no saben que están despertando un monstruo que tal vez no lo van a poder parar. ¿Por qué? Porque como pandilla estamos a nivel nacional e internacional. Si venimos y nos ponemos de acuerdo, podemos causar mucho daño. Pero no es nuestra intención. No queremos llegar a ese extremo. Lo que queremos es que se nos trate como personas. Si estamos nosotros pagando por un delito, ¡somos nosotros! Nuestra familia no tiene derecho a pasar esos bochornos, esos maltratos.

—¿Sus mujeres siguen intentando meter ilícitos?

—Si yo cometo un ilícito la ley es individual contra mí. Si por A o B motivo el visitante cae en un ilícito, la ley es individual para ella. Pero aquí generalizan la ley, y porque encontraron a una persona con un ilícito hacen este procedimiento a todo este tipo de personas, minimizando el ingreso, más restricciones, etcétera. ¿Eso es justicia? —respondió el más joven, sentado a la izquierda.

—¿Hasta dónde aguanta la pita?

—Si la registradora hace su trabajo bien… si le va a meter el dedo por la parte frontal que lo haga… ¡Pero le quiere meter el dedo por el ano! Si en la vulva le mete el dedo y le puede tocar atrás…

Mientras el del centro respondía, el del extremo derecho se retorcía en su silla. Cuando ya no aguantó más, calló a su compañero:

—¡Hey! ¡No! Permíteme… —le dijo.

—¡Ni adelante ni atrás! Es una falta de respeto para nosotros. ¡Hey! El gobierno tiene que tener lo necesario, para eso tiene dinero, para no meterse con la dignidad de una abuela, de una ancianita, de una mujer embarazada. ¡De ninguna manera vamos a estar de acuerdo con que les estén metiendo el dedo por enfrente o por detrás a nuestras familiares!

Los tres pandilleros me aseguraron que ni locos sus ‘homeboys’ se atreverían a enfrentarse con el ejército en un combate armado, como aseguran las autoridades. Insistieron en que la fama que le han dado a la MS en Ciudad Barrios es para justificar la represión, que ese plan del que hablan es falso. La entrevista con los pandilleros de la MS terminó con otra petición de su parte. Me pidieron que fuera a constatar en San Francisco Gotera, en Morazán. Allá, denunciaron, los militares están golpeando a los reos.

El miércoles 23 de marzo, el director del penal, Jerónimo Reyes, permitió que habláramos con dos pandilleros activos recién trasladados desde Ciudad Barrios. Ellos contaron que a la hora de ingresar, los metieron al cubículo que se parece a un cambiador de ropa de un almacén para realizarles el cacheo. Primero uno y a los 30 minutos el otro. Cuando estuvieron adentro, después del registro, otros dos soldados se metieron al cubículo. «¿Llevás palabra? ¿Quiénes son los líderes? ¡Dame nombres! Conque pandillero, ¿no?», les preguntaron. Luego los golpearon, explicaron, a cada uno, entre los tres militares.

—Nunca en la cara —me explicó uno de ellos, mientras levantaba su camisa. El morete que todavía llevaba en la costilla izquierda, según me contó, tiene un mes y no se le borra.

El director del penal me confirmó que la denuncia de los reos ya la trasladó al comandante del Grupo de Tarea de Gotera y a la Dirección de Centros Penales. En la mañana de aquel miércoles, también Derechos Humanos llegó a verificar si la denuncia era real o no.

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* Daniel Valencia Caravantes es periodista desde los 19 años y trabaja desde 2002 para el periódico El Faro.net. Actualmente es miembro de Sala Negra, equipo que cubre temas sobre violencia, narcotráfico, crimen organizado y pandillas en Centroamérica. Graduado de la Universidad Centroamericana, fue incluido en el libro de crónicas Jonathan no tiene tatuajes (UCA, 2009), es periodista del año por la Asociación de Periodistas de El Salvador (2009), premio de derechos humanos de la Universidad Centroamericana (2007) y mención honorífica en la sexta convocatoria del premio IPYS.

El Faro (www.elfaro.net)
Sala Negra (www.salanegra.elfaro.net)

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