Periodismo Cronopio – Sala Negra de el Faro

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—Mataron a Pen-Pen, y ni la jueza ni la Policía me dieron permiso para llevarme al velorio o al funeral —se queja.

—¿Y aquí qué se maneja que pasó?

—No me ha venido a contar nadie nada, pero lo que yo oí por la radio fue que la Policía lo remató en el suelo.

—Un crimen, eso es un crimen —dice otra voz, colérica.

—¿Y tú veías seguido a tu hermano?

—No, él vivía en Willing Cay. Él vino hace poco. Pero la Policía no debía de matarlo como animal, porque él no mató a nadie.

Todavía no, quizá, pero Pen-Pen sí matará.

***

En Bluefields hay una ONG llamada Creole Communal Government, que podría traducirse como el Gobierno Comunitario de los Negros. Tienen una modesta oficina en el barrio Fátima, en el segundo piso de un edificio situado cerca de la Lotería Nacional. Dolene Miller y Nora Newball, sus dirigentes más destacadas, me reciben una calurosa mañana para hablar sobre Pen-Pen. La conversación arranca con una interpretación de la historia en la que la incorporación definitiva de la Mosquitia a Nicaragua la ven como una anexión, el aprendizaje del español lo ven como una imposición, y la migración masiva desde el Pacífico la ven como la madre de todos los problemas. Están convencidas de que la sociedad nicaragüense es racista y, no importa de qué hablemos, en su discurso es evidente la diferencia entre el nosotros y el ellos: nosotros, los negros; y ellos, los mestizos, los pañas.

—Nosotros tenemos un resentimiento histórico con el Pacífico —admite Dolene, una sonriente psicóloga, la que más habla—, pero ellos lo agravan más con el maltrato, y lo digo con conocimiento de causa.

—Por ejemplo —dice Nora, una elegante y enjoyada señora, diputada suplente en el Parlamento Centroamericano—, en nuestros barrios negros no hay pulperías; en los barrios mestizos, sí. Eso es por los programas del Gobierno, porque a ellos les dan ayuda, créditos, cada vez les financian más y más, pero solo a ellos los mestizos; para nosotros, los negros, los trámites son más engorrosos. Y ojo, que nosotros no estamos justificando ningún asesinato ni ningún robo, pero hay que ser realistas.

A Pen-Pen lo conocen de oídas, por la fama que le precedía, pero sobre todo por lo que sobre él se ha dicho y escrito desde su muerte. Cuando lo defino como un delincuente, me corrigen de inmediato: era una persona con un problema en la sociedad.

—Para nosotros —dice Dolene—, la Policía lo quería muerto. ¿Por qué? Eso no lo sabemos. Pero parece como si la Policía estuviera haciendo una limpieza social camuflada.

—En dos años —interrumpe Nora, airada— han matado como a cuatro muchachos que para ellos eran como un estorbo en la sociedad, ¿me entendés? Mire, la Policía va a terminar matando a todos nuestros jóvenes…

Casi al final, me admitirán que ni se acercaron a la casa de Pen-Pen para preguntar qué es lo que realmente ocurrió.

***

Burumbumbún en la Preventiva. Es mediodía del martes y, después de más de 24 estériles horas en huelga de hambre, los privados de libertad deciden subir el tono de su protesta. Lo primero siempre es romper los candados. Cualquier objeto contundente sirve; de preferencia, la madera recia de las pocas camas que quedan en las celdas.

—¿Y qué hacen los policías? —preguntaré a Chandy mañana.

—La Policía solo queda ahí, viendo a uno, ¿qué van [a] hacer? Na. Subir pa’rriba a decir al jefe —me responderá en su limitado castellano.

Chandy Vargas —joven, tatuado, musculoso, negro— estará en libertad mañana, después de 3 meses y 17 días en la Preventiva, pero eso será mañana; ahora es uno a los que más parece entusiasmar este motín originado por la retardación de la justicia. No tardan en destrozar los candados para salir todos al patio donde está el Poste; ahí gritan, chillan, golpean las paredes con objetos contundentes, queman lo que encuentran. Es lo que Chandy llama el burumbumbún. La idea es llamar la atención, conscientes de que la delegación policial está a apenas dos cuadras del mercado municipal. Los policías están tan acostumbrados que poco se alteran ya. Se repliegan y los dejan hacer, siempre y cuando no intenten pasar del patio. Hay un pacto tácito de no agresión. Después llegará alguna autoridad policial o algún defensor de derechos humanos o periodistas o Miss Popo o, si la cosa se pone realmente fea, alguien en nombre del Poder Judicial.

—Casi siempre protestan por lo mismo: la retardación de justicia —me dirá el comisionado Zambrana.

—¿Casi siempre? ¿Cada cuánto se amotinan?

—Es una constante. En cuatro meses hemos tenido cuatro de relevancia, pero conatos hay a cada momento. Aquí, en Bluefields, las celdas preventivas de la Policía se han convertido en un sistema penitenciario. El centro penal tiene a 90 presos, y nosotros, a 130, de los que casi la mitad tienen condena firme. Aquí solo deberíamos tener a diez o doce.

Las leyes nicaragüenses son explícitas. Cuando la Policía detiene a alguien, debe pasar ante un juez de audiencia en menos de 48 horas; si el juez decide prisión preventiva, el encierro se hará en un centro penal del Sistema Penitenciario Nacional (SPN). En Bluefields hay una pequeña cárcel que está a la par de las celdas policiales, pero el SPN ignora desde hace años las leyes y recibe internos a cuentagotas bajo el argumento de que la cárcel está llena. La consecuencia es que, en unas de las ciudades más violentas de Nicaragua, decenas de delincuentes cumplen su condena o su prisión preventiva hacinados en las celdas policiales, sin beneficios carcelarios, ni controles, ni talleres, ni personal cualificado; fuera, en definitiva, del SPN, la institución que tiene como objetivo «la reeducación del interno para su reintegración a la sociedad». Y todos esos privados de libertad dejan de serlo algún día.

Consciente de que el problema lo generan otras instituciones, al comisionado Zambrana le toca lidiar con los burumbumbún, y lo hace lo mejor que le dejan. La máxima autoridad de la Policía Nacional en 100 kilómetros a la redonda es una persona accesible y franca, que le gusta mirar a los ojos de su interlocutor; sin su uniforme, parecería más un profesor de secundaria que un comisionado mayor. En menos de un mes, y sin haber pasado siquiera un año en Bluefields, lo regresarán a Managua, dicen que por atreverse a encerrar a Frank Zeledón, uno de los mestizos intocables de la ciudad. Al conocerse la noticia, miles de blufileños se tomarán las calles para protestar por el traslado.

***

Se llama Dalila Marquínez, aunque todos en la ciudad la conocen como Miss Popo o la Popo. El sobrepeso la hace ver mayor, pero tiene 46 años, y es una de las líderes más respetadas de la comunidad negra de Bluefields. Su mañanero programa en Radio Rhythm, una emisora local, es un referente indiscutible. Las autoridades, incluida la Policía Nacional, la consideran una mediadora capaz de aplacar conflictos sociales; los reos también piden su presencia cada vez que en las celdas hay un motín.

Miss Popo vive en un barrio de negros llamado Beholden, uno de los más problemáticos y míseros, sin aceras, lleno de láminas oxidadas y con regueros de aguas blanquecinas y fétidas que corren libres por los pasajes. La casa de Miss Popo, sin embargo, es de reciente construcción, grande, y tiene un espacioso porche caribeño. Ahí nos sentamos para hablar sobre Pen-Pen. Ella acompañaba al comisionado Zambrana la mañana en la que llegó a dar el pésame a Miriam, la madre. Todos eran negros. Casi todos eran jóvenes. A Miss Popo le tocó mediar para calmar los ánimos. Esta no es ni la hora ni el momento para actuar así, les dijo, el hombre quiere entrar para hablar con la mamá.

—En la Policía —me dice ahora Miss Popo con su particular voz, tan poderosa que parece un regaño— hay un expediente de todo lo que hizo y lo que no hizo Pen-Pen. Pero yo te voy a decir algo: ahora todo mundo va a echarle flores porque lo mató la Policía, pero yo estoy segura de que casi toda la gente de Puntafría está en paz porque han matado a Pen-Pen. No lo van a decir así, porque son unos pares de hipócritas, pero segurito de que están [felices] por lo que ha pasado.

***

Al filo de las 2 de la madrugada del martes 10 de mayo de 2011 un agente de la Policía Nacional nicaragüense acribilló a Pen-Pen. El cuerpo quedó no muy lejos de la humilde casa de madera donde se crió, cerca de una hilera de láminas oxidadas, sobre una angosta acera en la calle del 4 Brothers, el bar que da nombre a todo ese sector del barrio Puntafría.

Su muerte es verdad inamovible. Pero cómo se llegó a esa situación depende de los prejuicios y de los intereses de quien cuente lo que pasó. Hay unanimidad en que una llamada telefónica de alguien de Puntafría alertó a la Policía Nacional de que Pen-Pen estaba en el barrio. Un pick up con cuatro agentes del turno nocturno se desplazó a la zona, formaron dos parejas, y acordaron una maniobra envolvente para evitar la huída. Parece ser que Pen-Pen jugaba naipes con un primo y otros conocidos. Al ver a dos policías en un extremo de la calle, se paró y huyó en dirección contraria, rumbo al pasaje más cercano. Al embocar, se topó de bruces con la otra pareja de agentes.

La versión policial asegura que Pen-Pen huía pistola en mano y disparó a un agente en la cabeza a muy corta distancia; la instintiva respuesta del compañero fue vaciarle el cargador. La versión de familiares, amigos y del Creole Communal Government asevera que Pen-Pen en efecto disparó primero, pero que un agente respondió con un certero balazo en la pierna de Pen-Pen, lo que provocó que cayera al suelo y perdiera su pistola; al comprobar que su compañero uniformado estaba malherido, el agente se acercó y remató al negro desarmado que se retorcía de dolor.

Sea como fuere, Pen-Pen murió de inmediato; entró directo en la morgue cuando lo llevaron al hospital de Bluefields. El suboficial de la Policía Nacional Evert Fernández ingresó en Emergencias con un balazo en la frente, sin orificio de salida. Lo lograron estabilizar y se gestionó de urgencia una avioneta para, al amanecer, trasladarlo al Hospital Lenin Fonseca de Managua.

En los días siguientes la muerte de Pen-Pen estuvo en boca de todos en Bluefields. Es lo que sucede en sociedades en las que un homicidio aún es un elemento disonante.

Diez días después, el suboficial Fernández murió en Managua.

“Las maras”. Extractos del famoso documental de Discovery Channel. Cortesía de Discovery Channel. Click para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=k55NrIu2wbk&feature=related[/youtube]

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* Roberto Valencia es periodista, fotoperiodista y documentalista del colectivo Sala Negra, del periódico digital El Faro (El Salvador), un ambicioso proyecto de cobertura del fenómeno de la violencia en Centroamérica, la región que Naciones Unidas etiqueta como la más violenta del mundo. Vive desde 2001 en El Salvador y se considera a sí mismo un centroamericano, pero nació en Euskadi en 1976. Licenciado en Periodismo por la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea, su formación la ha complementado con grandes maestros latinoamericanos de la crónica, como Leila Guerriero, Alma Guillermoprieto, Julio Villanueva Chang y Cristian Alarcón. Sus crónicas han sido publicadas en medios como Gatopardo, CIPER, Frontera D, Marcapasos, Revista C y ahora en revista Cronopio. Es autor del libro de perfiles Hablan de Monseñor Romero (Fundación Monseñor Romero, San Salvador, 2011), y coautor del libro de crónicas Jonathan no tiene tatuajes, (CCPVJ, San Salvador, 2010).

Las fotografías de este artículo también son del autor.

El Faro (www.elfaro.net)
Sala Negra (www.salanegra.elfaro.net)

Sus blogs:

https://cronicasperiodisticas.wordpress.com

https://cronicasguanacas.blogspot.com

Twitter: @cguanacas

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