Escritor del Mes Cronopio

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Postludio

POSTLUDIO

Por Daniel Ángel*
Ilustraciones de Estefanía Montoya Echeverri**

El día amaneció lluvioso y el anciano comprendió que su esposa se había llevado con su muerte el brillo de las cosas y del mundo. En la maleta empacó algunas camisas, un pantalón y, por supuesto, el maletín de cuero café en el que estaba el manuscrito de Voces de gente pobre. Salió de la casa hacia el centro del pueblo, a esa hora adormecido bajo la lluvia, se dirigió a la oficina de la empresa de transporte, compró un tiquete de autobús para ir a la ciudad, y como le informaron que este saldría en una hora, caminó lanzando pequeños pasos hasta la otra esquina, donde vio un bar. Allí se sentó en una de las mesas del fondo, pidió un café que bebió en silencio, miró a las personas que daban sorbos a sus tragos de whisky y a sus pintas de cerveza y pensó en lo que encontraría en el viaje.

Cuando salió del bar la lluvia había mermado. En el paradero le mostró el tiquete al encargado, el hombre lo revisó y lo perforó en una esquina. Luego el anciano se subió al bus con gran esfuerzo, ubicó el puesto E4 y se sentó. Observó la ciudad por la ventana y le pareció increíble cómo habían cambiado las calles: donde antes había casas de una sola planta, en ese momento se levantaban edificios de doce y veinte pisos que no lograba abarcar con la mirada. Aquel ya no era su mundo, él ya no pertenecía allí.

Cuando llegaron al terminal de transportes el encargado le dio la mano para ayudarlo a bajar del bus. Hacía frío. En el paradero de autobuses tomó un taxi que lo llevó al aeropuerto. En el trayecto vio calles atiborradas de bares y restaurantes, vio cinemas atestados de gente, vio a ebrios trastabillar en las aceras, en un callejón vio a prostitutas desabrigadas ofrecer sus servicios, vio a varios policías forcejear con un hombre alto y obeso, vio tantas y tantas cosas que sus ojos no pudieron asentarse en ninguna de ellas. Todo le pareció como si fuera producto de una ensoñación.

En el aeropuerto tuvo la misma sensación de extrañeza. Las tiendas se extendían a los costados de los pasillos de pisos relucientes por donde la gente corría, los guardias iban y venían acompañados de grandes pastores alemanes. Ya que jamás había subido a un avión y nunca había estado en un aeropuerto, se quedó de pie en medio de una sala mirándolo todo con admiración, intentando comprender el orden de las filas que se bifurcaban. En ese momento un joven vestido con un uniforme azul se le acercó.

—¿Necesita algo, abuelo? —le dijo.

El anciano lo miró y sonrió, le gustó que el joven le hubiera llamado abuelo.

—¿Está perdido? —volvió a preguntar.

Entonces, el anciano le contó toda la historia, desde donde venía y adónde iba, y además le dijo que nunca había subido a un avión.

—Acompáñeme —le dijo el joven y pidiendo permiso en una de las filas se abrió paso hasta uno de los mostradores. Luego de hablar con la mujer que atendía detrás de un vidrio se volteó hacia donde estaba el anciano—: Abuelo, ella le ayudará, que tenga un feliz viaje.

El anciano le agradeció y sacó su monedero para darle alguna moneda, pero el joven sonrió y le dijo que no era necesario.

Pagó el tiquete en efectivo, contando una y otra vez los billetes, y escuchó las indicaciones de la mujer del mostrador. El vuelo salía en dos horas y no le pareció imprudente caminar un poco y mirar mostradores, a pesar de lo que fue durante toda su vida: un hombre apegado al método y al ahorro, ya que era la única forma de sobrevivir a la pobreza, a la guerra y a la soledad. Caminó y caminó hasta que sintió que el tiempo se le había pasado y que estaba dentro de un laberinto donde lo perseguía el minotauro de las horas o de la muerte. Reaccionó y miró en todas las direcciones, y cuando se vio perdido le preguntó a un joven de uniforme azul enseñándole el tiquete. El joven lo condujo hasta otra sala donde revisaron su equipaje, y cuando atravesó una puerta de vidrio una azafata se acercó con una silla de ruedas, lo saludó llamándolo «abuelo» de nuevo y lo condujo al interior del avión. Este le pareció fantástico, las sillas eran amplias, las luces que se desperdigaban por el piso y el techo del pasillo lo hicieron balbucear palabras como futuro o tecnología. Permaneció quieto unos minutos hasta que la misma azafata guardó su maleta en un compartimento de la parte superior de su silla y le ajustó el cinturón de seguridad.

—Ya arrancaremos, abuelo —le dijo la mujer sonriendo.

Y cuando al fin el avión se movió y despegó, el anciano sintió que el estómago se le vaciaba y que a la vez se quedaba sin aire. Sin embargo, la sensación pasó pronto, y se dedicó a observar, obnubilado por la forma que adquirían las nubes, a las ciudades que titilaban allá abajo, hasta perderse para siempre en medio de las montañas y la oscuridad

Al despertar el anciano pegó de nuevo la mirada a la ventanilla y solo pudo abrir la boca al ver la magnificencia de aquella ciudad atravesada por un río que reflejaba el fulgor de la luna. Se sintió perplejo al contemplar esa torre que solo había visto en postales, libros y en televisión. Al aterrizar, la azafata le ayudó a subirse en la silla de ruedas y lo condujo por un pasillo extenso.

—¿Alguien lo recoge, abuelo? —le preguntó.
—No —respondió apenado—. Necesito un taxi.

La azafata asintió y lo dejó en la oficina de taxis, allí habló con uno de los trabajadores.

El hotel en el que se hospedó era modesto. En la entrada había una rejilla metálica verde, que abrió una mujer joven de nariz perfilada y cabello rubio. Estuvieron un momento intentando comunicarse, pero ninguno conocía la lengua del otro, así que el anciano tomó un lapicero y una hoja blanca, escribió un número tres y dibujó una luna. La mujer revisó la hoja y escribió el valor. El anciano sacó su cartera, contó varias veces los billetes y le pagó.

Aquella noche el barullo de las calles, las sirenas de las ambulancias o de los carros policiales y la música a alto volumen no le permitieron dormir. Se levantó y sacó de la maleta la hoja de periódico que tenía la información del lugar donde se llevaría a cabo el festival de poesía, y el día y la hora cuando se presentaría el poeta polaco. A la mañana siguiente el anciano salió temprano y saludó con la cabeza a la mujer joven, se acercó a ella y le enseñó el trozo de periódico. La mujer miró el periódico, balbuceó algunas cosas que el anciano no entendió, tomó una hoja y le escribió qué hora era, la hora del evento y la diferencia y se la dio al anciano que comprendió que era muy temprano para irse. Luego el anciano dibujó un vaso que humeaba y un trozo de pan, la mujer lo acompañó al portón y le señaló la esquina. El anciano caminó por la calle observando con fascinación las casas y a las personas que pasaban afanadas. Entró al restaurante de mesas de madera brillante y pidió un café y un croissant señalándolos con el dedo. Allí estuvo un par de horas hasta que decidió regresar al hotel. Cuando llegó, ya no vio a la mujer joven.

Logró dormir durante el resto de la mañana, pero cuando despertó un leve dolor de cabeza lo obligó a permanecer acostado unos minutos más. Cuando se restableció se puso de pie, tomó el maletín de cuero café, se puso el abrigo y salió. En la recepción estaba un joven con la cara salpicada por el acné. El viejo le enseñó el recorte del periódico y el joven entendió, salió con él, le detuvo un taxi y le explicó al taxista adónde debía llevarlo. Estaban relativamente cerca. El taxista le ayudó a bajarse del carro, mientras le señalaba con la mano las puertas grandes y enmaderadas de la biblioteca.

El rellano estaba atiborrado de personas, muchas de ellas vestidas con gabardinas, sombreros y boinas. El anciano estuvo un rato mirando algunas fotografías de la Segunda Guerra que estaban expuestas en las paredes del hall, hasta que vio el retrato del poeta polaco. Lo miró en detalle, vio que había información escrita en francés, volteó la cara intentando buscar a alguien que le ayudara y con la mano llamó a un señor de bigote que estaba hablando con otra persona. El señor de bigote grueso y que emanaba un penetrante olor a tabaco lo saludó, pero cuando comprendió que el anciano no entendía su lengua lo tomó del brazo y lo llevó a una sala amplia, entapetada y con las sillas forradas de un bello azul celeste. Al fondo había un escenario con un escritorio de madera y tras él cuatro sillas. El anciano buscó un puesto y se sentó en la primera fila.

Cuando salieron los escritores y se sentaron de cara al público la sala ya se encontraba abarrotada. De inmediato el anciano reconoció al poeta polaco. Hacía tantos años lo seguía y guardaba los recortes de periódico con sus entrevistas que podía reconocerlo a kilómetros de distancia. El recital fue en francés, por lo que el anciano no entendió ni una sola palabra de lo que dijeron; sin embargo, eso no importó, pues estuvo pendiente de los ademanes del poeta polaco, de la forma cómo modulaba la voz, de las leves inclinaciones que hacía con la cabeza y, en especial, de esa forma tan particular de parpadear cuando terminaba de leer uno de sus poemas. Por supuesto, cuando acabaron, muchas personas se abalanzaron sobre el escenario, llevaban libros en las manos para que los escritores los firmaran, así que el anciano, sabiendo que no tendría otra oportunidad, se puso de pie e hizo la fila pacientemente.

Durante el tiempo en que estuvo allí pensó en mil formas distintas de saludar al poeta; cada minuto elegía nuevas palabras para presentarse y contarle su historia, pero no se decidía por ninguna. Y estaba pensando en ello cuando ya lo tuvo al frente. Estaba más viejo de lo que se veía en los periódicos, pero menos de lo que se veía en el escenario. El anciano se quedó callado hasta que el poeta levantó la cabeza, lo miró a los ojos y lo saludó en francés. Quién sabe qué pensaría en ese momento el poeta, que movió con impaciencia las manos, como esperando a que el anciano le dijera algo o sacara de ese viejo maletín de cuero café alguno de sus libros, pero cuando escuchó la voz del anciano, cuando escuchó sus palabras en aquella lengua que también a él le pertenecía, abrió los ojos con asombro, se puso de pie, lo abrazó y sin saberse por qué, y ante la estupefacción del anciano y del resto del público, se puso a llorar. Al verlo, una joven que acompañaba al poeta se le acercó y lo sacó de allí entre las murmuraciones de las personas que no alcanzaron a la firma.

El anciano también se quedó allí, en medio del escenario, como petrificado ante ese encuentro tan inverosímil y cuando se iba a dar media vuelta para ir a cualquier lugar, la misma joven que minutos antes se había llevado al poeta lo tomó del brazo y lo condujo por un pasillo hasta un pequeño salón ubicado al fondo del recinto. Allí vio al poeta sentado en una silla azul, tenía la cabeza oculta entre las manos y el cabello despeinado. La mujer le dijo algo al poeta, que levantó la cara y miró de nuevo al anciano, se puso de pie, se excusó y lo invitó a sentarse.

—Abuelo —le dijo al fin—, ¿sabe hace cuánto no escucho esa, mi lengua? —Y sin dejarlo responder prosiguió—: Y no solo es el hecho de no escuchar mi lengua, sino de no escuchar ese dialecto suyo que también fue mío, y hasta ahora me doy cuenta de que es tan triste, como si cada palabra que saliera de nuestra boca estuviera acompañada por una lágrima.

—Somos un pueblo triste —dijo el anciano poniéndole una mano sobre el hombro al poeta—, pero un pueblo unido, por eso estoy aquí.

El poeta abrió aún más los enrojecidos ojos.

—¿Qué quiere decir, abuelo?

Entonces el anciano le contó sobre la guerra, sobre el amigo con el que divagaba por las calles destruidas de su pueblo, le contó de las incursiones que hacían en las casas y de cuando descubrió aquel maletín de cuero café en el que había publicidad del mago El Gran Nemo, una varita mágica de pino, monedas acuñadas con extrañas inscripciones y un manuscrito de un poemario titulado Voces de gente pobre. A medida que relataba la historia el poeta abría la boca como si no le creyera.

—Este libro lleva conmigo más de cincuenta años, durante cincuenta años lo he buscado a usted y le he escrito innumerables cartas, pero solo hasta la semana pasada, que murió mi esposa, me di cuenta de que no podía quedarme con él. La muerte me pisa los talones, querido poeta Ceslaw, y vivo solo, no tengo a nadie, así que si muriera mañana alguien del Estado llegaría a mi casa y lo botaría y lo quemaría todo. No podía permitir que eso pasara con este hermoso libro.

El poeta parecía abstraído, como si estuviera hablando con un fantasma, como si no creyera que los fantasmas existieran, pero a la vez estuviera viendo a uno. Luego estiró los brazos, recibió el manuscrito y leyó esos versos que hablaban del culo del mundo, como un comandante nazi había bautizado a Polonia en plena guerra, e hizo un esfuerzo sobrehumano para recordar cuándo, en qué momento había escrito esos poemas; y si no hubiera sido porque él vivió en aquel pueblo que mencionó el anciano y si su firma no hubiera estado en todos los poemas, habría jurado que no le pertenecían y que ese anciano estaba loco.

El resto de la tarde estuvieron en un café cercano hablando sobre sus vidas, sobre la guerra y la poesía. Al caer la noche, el poeta invitó a cenar al anciano y fueron a un restaurante en la ribera del Sena donde la luna bailoteó brillando entre la espuma. Bebieron dos botellas de vino y lloraron por el pasado de su pueblo. Y al finalizar la velada el poeta acompañó al anciano hasta la puerta del hotel, allí le dio un abrazo y le pidió que jamás lo olvidara.

Aquella noche el anciano durmió plácidamente y soñó con un tren que arrastraba infinidad de vagones en los que iba su pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños sonreían y vestían elegantemente mientras sacaban pañuelos blancos por las ventanillas y se despedían. Entonces sintió que alguien lo tomaba de la mano y cuando miró sonrió al ver el rostro de su esposa, con quien subió a uno de los vagones. Y cuando el tren arrancó sintió en cada sacudida de la locomotora cómo se le henchía el corazón de felicidad, así que besó a su esposa y luego miró por la ventanilla por la que se veían kilómetros y kilómetros de un paisaje verde y resplandeciente, hermoso y lleno de luz.

* * *

Este es un fragmento de Los asesinos del monte, segunda parte de la novela Sepultar tu nombre, publicada en 2023 por Seix Barral. Se puede adquirir en https://www.planetadelibros.com.co/libro-sepultar-tu-nombre-ii-los-asesinos-del-monte/375191?fbclid=IwAR3-9yNUPgin02FbG3Mk6kmfCI4GZY7n9uU_K9cTTe5YI4enuiS0UX0Q5oY   

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* Daniel Ángel nació el 2 de agosto de 1985 en Bogotá. Además de poeta y narrador, es docente de literatura y artista formador de IDARTES para el área de creación literaria. Es autor de las novelas Montes de María (2013, ganadora de la convocatoria de novela del Festival Internacional del libro de Saltillo, Coahuila, México), País de colores (2015), Rifles bajo la lluvia (2017), En esa noche tibia de la muerte primavera (que ganó el II Concurso Nacional de Novela UIS 2017, y que Seix Barral reedita con el título de Silva), Sepultar tu nombre (2022) Seix Barral; y antologador del libro de cuentos La muerte tiene tos (2022). Ángel ha publicado artículos en las revistas Casa Tomada (Nueva York) y El Malpensante, en el diario El País y en el mensuario Desde abajo. Sus poemas salen en el libro Poetas que hay que morir antes de leer (México, 2014) y aparece en la antología nacional de crónicas sobre el conflicto armado Nosotros no iniciamos el fuego (2017).

** Estefanía Montoya Echeverri es Maestra en artes visuales con enfoque en técnicas gráficas. El trabajo de EME se enmarca en la percepción creativa de esos sucesos que acontecen en la cotidianidad del sujeto, entremezclando lo figurativo con la libre forma del trazo, alcanzando formas subjetivas con tintes objetivos. Durante los últimos años, EME ha realizado trabajos gráficos basados en el dibujo sobre superficies alternativas, tomando como insumo principal la tinta y el contorno delgado de una línea, de esta manera, su obra se transforma en la unión de texturas y formas poli-cromáticas que expresan la fuerza creativa y perceptiva de una mirada ajena a lo común. Ha participado en diferentes colectivos artísticos de la ciudad de Medellín enfocados a la experimentación de las posibilidades artísticas en la gestión, producción y formación. Actualmente participa en procesos de medios escritos digitales e impresos como ilustradora. Instagram: @eme_artdesing

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