PROPORCIÓN Y CORRUPCIÓN
Por Andrés Rodríguez Cumplido*
Habiéndome preguntado mi amigo Hernán qué opinaba yo del tema tan de moda en Colombia: la corrupción, esperando probablemente que le recomendara la lectura de algunos autores que hubiesen pronunciado agudas sentencias o instituido leyes draconianas, que la condenaran con severidad.
Y creyendo tal vez que recitaría yo mientras rasgaba mis vestiduras algunos latinazos como corruptio optimi pessima («la corrupción del mejor, del que está en el gobierno es la peor»); o fraus omnia corrupit («el fraude corrompe todo»).
Temo decepcionarlo, pues lo único que se me vino a la cabeza fue que él, que es abogado, escribiera esa parte y citara el Código de Hamurabi o las Leyes de las Doce tablas y a Simón Bolívar y nuestra Constitución.
Mientras yo hacía una reseña cinematográfica de una de esas subestimadas y geniales obras morales, que vi en la televisión; y nunca han visto nuestros «profesores» de «ética» debido a su característica aversión por la gente del común y lo que denominan sus retrógradas y primitivas costumbres y sus modernas y alienantes redes sociales y medios de comunicación masivos.
Siendo ese «profesoral» resentimiento por lo «mundano» y lo «comercial», y su falta de sentido común, lo que los hace elegir los mal elaborados y superficiales documentos y documentales sobre Platón, Rosseau o Marx, sobre los malvados líderes de los partidos políticos y las multinacionales, la injusticia social y el calentamiento global; con los que pretenden enseñar lo que ignoran; consiguiendo sólo aburrir a todo aquel que asista a sus clases y no sea un desadaptado, que, a semejanza de ellos, no ha encontrado su lugar en su «ecosistema social».
Pues, pese a mi formación filosófica y filológica y al hecho de que me he pasado dos décadas en las aulas estudiando y enseñando letras y lenguas clásicas, no encuentro mejor reflexión sobre la corrupción que la película italiana estrenada en el año 2017 después de Cristo e intitulada: L’ora legale.
Cuyo nombre en español es «La hora del cambio», filme dirigido y protagonizado por Salvatore Ficarra y Valentino Picone; en el cual los habitantes de un pequeño pueblo de Sicilia llamado Pietrammare piensan que ha llegado la hora de ponerle fin a la corrupción y eligen como alcalde a un profesor, que al ser un hombre realmente nuevo en política, de carácter muy serio y con los pantalones no abajo, sino muy bien puestos; pretende erradicarla de aquel pueblo.
Y no vayan a pensar que el final de la película es semejante al que hemos visto ya tantas veces en el panorama político nacional y que aquellos «híbridos de maestro y político» roban más y reparten más coimas con sus civilizadoras propuestas culturales y obras sociales, que cualquiera.
Ni que en ella el pueblo descubre que su «gobernante recién salido de las aulas» desangra el erario público; y como «las garrapatas nuevas, chupa más sangre que las ya gordas y saciadas», que representan en la fábula de Aristóteles a los políticos que llevan ya años en el poder, pues no es así.
Ya que en dicha película «el malestar en la cultura», para usar una manida expresión de documento de «ética», el malestar de la gente común, del pueblo no se produce por la decepción de ver que los «profes políticos» son igual o peor de ladrones; sino porque el electo alcalde, Pierpaolo Natoli, al aplicar de manera estricta la ley y sin buscar beneficiarse o beneficiar a sus amigos (recuerden que es una película) termina por arruinar al pueblo.
Impidiendo casi completamente la circulación de la gente, del dinero y de los vehículos, clausurando los negocios e imponiéndoles multas a todos los ciudadanos; convirtiendo el paradisíaco lugar ubicado en el Mediterráneo en un infierno en el que ya nada se puede hacer tranquilamente y nadie quiere vivir.
Y logrando que la gente añore al que por andar robando mantenía en mal estado aquellas vías por las que podían andar a sus anchas, al que se hacía el de la vista gorda y permitía el desorden que todos hacían en el espacio público y no afectaba a nadie; al corrupto, que no consideraba y trataba a todos como criminales por absurdas nimiedades.
Y aunque no sea lo habitual en las reseñas cinematográficas debo decir que esa añoranza del «buen corrupto» hace que el pueblo al final de la película ponga de nuevo al mando a un «político tradicional», obligando a renunciar al insufrible nuevo gobernante y aboliendo sus inhumanos y absurdos decretos e interpretaciones de la ley.
Parodia que pone en evidencia que las alienantes y mediáticas campañas anticorrupción son por fas y nefas más nefastas para una sociedad, que la misma corrupción que denuncian, sean éstas organizadas por alguien en realidad independiente e incorruptible, como el profesor Pierpaolo; o no tanto, como los líderes de alguna de las innovadoras mafiecillas o clientelas políticas, que han tenido que conformarse con las sobras de la corrupción colombiana por mucho tiempo; y son patrocinadas con los malhabidos dineros donados por los nuevos beneficiarios de los contratos estatales.
Siendo nuestra única esperanza que los gobernantes sean tan buenos conocedores de la condición humana, que sólo le pongan freno a quien la naturaleza misma se lo pondría por rebasar los límites; y no comportarse como alguien civilizado.
Como alguien capaz de pedir disculpas y devolver lo que se robó o pagar lo que dañó cuando lo han descubierto o «pillado»; que errare humanum est («errar es humano»); porque el problema de una sociedad, queridos compatriotas, no son los que se equivocan: son los que no aceptan sus errores y prefieren los «buenos pleitos» a los «malos arreglos».
Y al no querer aceptar su responsibilidad ni pagar la multa para evitar perder el estatus y popularidad que han conseguido inmerecidamente a costillas de terceros, a los que no les llegan a los tobillos, forman tempestades que los ahogan en los vasos de agua.
Dando inicio a carreras armamentistas o propagandísticas en las cuales cada vez necesitan invertir más de su tiempo y su dinero (o sea de nuestro tiempo y dinero) para eliminar y difamar a sus contendores, acelerando su propia ruina y la de los partidos políticos en general; y poniendo en tela de juicio la institucionalidad y en riesgo a la República, por ignorar la sabia sentencia de Julio César Turbay Ayala: «tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones».
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* Andrés Rodríguez es licenciado en Filosofía de la UPB, filólogo y profesor de lenguas clásicas.