RULFO: LAS SOMBRAS Y LOS MURMULLOS DEL MUNDO RURAL MEXICANO
Por Miguel Díez R.*
Primera parte
1. JUAN RULFO
Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo.
Juan Rulfo (Apulco, Jalisco, 1917 – México, D.F., 1986) nació en la casa familiar de la hacienda de Apulco, pequeño lugar dependiente administrativamente de Sayula en donde fue registrado su nacimiento el 16 de mayo de 1917, pero realmente pasó los años decisivos de su niñez en otra población cercana llamada San Gabriel, un pueblo que había sido próspero, pero que, como a tantos otros, lo arruinó la Revolución.
El sur («Los Bajos») del estado de Jalisco, al que pertenecen estos lugares de la infancia de Rulfo, estaba en aquel tiempo muy aislado, empobrecido, abandonado y sumido en la anarquía. Cronológicamente hay que situarse a finales de la Revolución Mejicana (1910–1920) y en medio de la rebelión de los Cristeros (1926–1928), la violenta reacción de los sectores católicos tradicionales contra el laicismo revolucionario.
«Rulfo niño vio pasar a los cristeros por las faldas del cerro, y su mamá le tapaba los ojos para que no se le quedara grabado el siniestro monigote de un ahorcado o la marioneta de hilos rotos que los soldados llevan a empujones hasta el paredón de fusilamiento».
(Elena Poniatowska, Ida y vuelta. Entrevistas, México D.F., Ediciones Era, 2017)
Era raro que no viéramos colgado de los pies algunos de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los dejaban en alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más la pura tilanga de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien los hubiera puesto a secar allí.
(Elena Poniatowska, o.c.)
La infancia de Rulfo estuvo, pues, jalonada por revueltas campesinas, bandolerismo, saqueos, incendios, matanzas y protestas sociales. Precisamente, como resultado del fanatismo y de la violencia de aquella época y de aquel territorio «devastado», su padre fue asesinado, como también lo fueron varios de sus tíos. La pronta muerte de su madre, cuando él tenía diez años, vino a colmar el vaso de las desgracias familiares; en palabras suyas, «de 1922 a 1930 sólo conocí la muerte».
Estaba lleno de bandidos por allí, resabios de gente que se metió en la Revolución y a quienes les quedaron ganas de seguir peleando y saqueando. A nuestra hacienda de San Pedro la quemaron como cuatro veces, cuando todavía vivía mi papá. A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió. Era mucha violencia y todos morían a los treinta años. (…) Yo tuve una infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en un lugar que fue totalmente destruido. Desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre fueron asesinados. Entonces viví en una zona de devastación. No sólo de devastación humana, sino devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha la lógica de todo esto. (…) No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica. Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me muestre por qué en esta familia mía sucedieron en esa forma, y tan sistemáticamente, esa serie de asesinatos y crueldades.
Desde los diez a los catorce años estuvo internado en un orfanato de Guadalajara, capital del estado de Jalisco:
Me mandaron con mis hermanos a Guadalajara a un orfanato, una especie de prisión horrible. De hecho en ese tiempo los orfanatos eran como correccionales porque la gente rica de Guadalajara mandaba allí a sus hijos para castigarlos cunado se portaban mal, allí los archivaban.
(Elena Poniatowska o.c.)
De aquel triste lugar le quedó como recuerdo la dureza de la disciplina propia de un sistema carcelario y, como resultado, una propensión a padecer profundas depresiones, que nunca le abandonaron. En palabras suyas: Fue una de las épocas en que me encontré más solo y donde conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar.
Posteriormente, tras el intento fracasado de estudios en la capital, trabajó en diversos empleos, lo que le permitió recorrer y conocer todo el país casi estado por estado, como inspector del servicio de inmigración, recaudador de rentas y viajante de comercio. Las dos últimas décadas de su vida las dedicó Rulfo al trabajo en el Departamento de Antropología Social del Instituto Nacional Indigenista de México desde donde dirigió la edición de más de 235 libros, dedicados a medio centenar de comunidades indígenas del país.
En 1980, seis años antes de su muerte, Juan Rulfo terminó por aceptar —casi a regañadientes— la propuesta de realizar una exposición de las fotografías que había tomado durante sus años viajeros por el país. De más de seis mil negativos seleccionó cien para mostrar al público. Desde entonces, y como si fuera poca su gloria de escritor universal, se consolidó además como uno de los más grandes fotógrafos mexicanos. Sus fotos muestran la cara dramática y sufriente del México indígena y campesino. Los personajes son generalmente seres anónimos, gente sencilla y humilde que posa ante su cámara con naturalidad y enorme dignidad.
«La realidad que Rulfo busca y encuentra en sus fotografías es la misma que la de su literatura. Tiene su misma temperatura, sus sombras, sus silencios, su magia y su melancolía. Es como si el mundo de Pedro Páramo, con todos sus fantasmas, volviera a la vida. Es como si los personajes de la novela de Juan Rulfo resucitaran por un instante, apenas un corto instante, el necesario para que la cámara fotográfica haga click: la cámara de Rulfo.
(Comentario del libro México visto por la lente de Juan Rulfo, El Espectador, Bogotá, 10–10–2001).
Mi vida no me interesa en absoluto porque es gris, tan apagada que no tendría ninguna razón para escribir sobre ella. Mi vida no me interesa. Lo que me apasiona es la vida de los otros. Quiero oír otras voces, no la mía
Rulfo fue un hombre sencillo, reservado, tímido, introvertido, triste, asustadizo, de pocas palabras, huraño, extremadamente celoso de su intimidad y siempre reacio a enfrentarse con el público, con los halagos y con el aplauso.
«–Oye, Juan, y ¿cuál es el momento de tu vida en que has sido más feliz?
–Yo creo que nunca he tenido ningún momento.
–¡Ay, a poco! ¿Ni cuando haces el amor eres feliz?
–Bueno, asegún. Todo tiene sus asegunes».
(Elena Poniatowska, o.c.)
También fue remiso a manifestar sus simpatías y aversiones literarias. Parece ser que no le gustaba Octavio Paz, que fue amigo de Juan Carlos Onetti y que admiraba a Julio Cortázar, a quien le dedica este texto: «Por eso queremos tanto a Julio»:
Lo queremos porque es bondadoso. Es bondadoso como ser humano y muy bueno como escritor. Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo. Luego mezcló los sentimientos con el espíritu de Julio. De allí resultó que Julio no solo fuera un hombre bueno, sino justo. Todos sabemos cuánto se ha sacrificado por la justicia. Por las causas justas y porque haya concordia entre todos los seres humanos.
Así que Julio es triplemente bueno. Por eso lo queremos. Lo queremos tanto sus amigos, sus admiradores y sus hermanos. En realidad, él es nuestro hermano mayor. Nos ha enseñado con sus consejos y a través de los libros que escribió para nosotros lo hermoso de la vida, a pesar del sufrimiento, a pesar del agobio y la desesperanza. Él no desea esas calamidades para nadie. Menos para quienes sabe que, más que sus prójimos, somos sus hermanos. Por eso queremos tanto a Julio.
(Queremos tanto a Julio: 20 autores para Cortázar, Editorial Nueva Imagen, Xalapa, México, 1984, es un libro en el que 20 conocidos autores latinoamericanos escriben una serie de textos como homenaje a Cortázar, parafraseando su libro de cuentos Queremos tanto a Glenda, 1980)
«Rulfo tiene mucho de ánima en pena, y sólo hablaba a sus horas, en esas horas de escritor serio y callado, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar la menor oportunidad de mostrarse como inteligentes. A Rulfo no le gustaba hablar de sí mismo porque se ha dado por entero a la voz de su pueblo, a los murmullos de Comala que todos los días se abren paso en él, trabajosa y torpemente, apenas les ayuda a expresarse, los tira a media calle a ver si logran atravesarla, los avienta en un petate, los ataranta de calor hasta que dan la última bocanada».
(Elena Poniatowska, o.c.)
Y según su mujer, Clara Aparicio:
Había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su amor triste él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ¿qué te pasa, Juan? Dime… Mas nunca tuve una respuesta: sólo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza. Decían que posiblemente la había heredado justamente de su madre, María. Hay tantas incógnitas en la vida de Juan, que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras, que refuerzan lo que él mismo escribió: ‘Nadie ha recorrido el corazón de un hombre.
2. LA OBRA LITERARIA DE JUAN RULFO
Desgraciadamente yo no tuve quien me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente; uno es un extranjero ahí. Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: «Hoy parece que por ahí vienen las nubes…». En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Los 17 relatos de El llano en llamas (1953) y la novela corta Pedro Páramo (1955) son las únicas obras literarias definitivas del autor mexicano Juan Rulfo (1918–1986) que no llegan a las cuatrocientas páginas. Con este ligero equipaje literario Rulfo está unánimemente considerado como uno de los grandes autores literarios hispánicos de los siglos XX y XXI. Más aún, muchos críticos literarios incluyen la novela Pedro Páramo en la lista canónica de las mejores novelas en español iniciada por la obra maestra universal, El Quijote (1605, 1615), con títulos tan indiscutibles como La Regenta (1884,1885) de Leopoldo «Alas» Clarín, Fortunata y Jacinta (1887) de Benito Pérez Galdós, Tirano Banderas (1926) de Ramón del Valle–Inclán o Cien años de soledad (1967) del colombiano Gabriel García Márquez.
Como libro de cuentos, El llano en llamas puede codearse, por su extraordinaria calidad, con cualquiera de las grandes obras cuentísticas de nuestra lengua. La extraordinaria categoría literaria de estas dos obras explican la difusión y el éxito universal que han tenido. Solamente un dato: a comienzos del siglo XXI las dos se habían traducido a más de 40 lenguas.
No hay en ellas muestras de aprendizaje ni de titubeo, ambas son piezas tan magistrales que, seguramente, paralizaron a su autor como creador y lo redujeron a un casi completo silencio literario que duró hasta su muerte.
Esta breve, pero tan intensa creación narrativa, está poblada de campos áridos, paisajes desolados, clima abrasador, pueblos yermos y deshabitados, diálogos de muertos en el mundo fantasmal de un pueblo muerto, violencia y revolución, venganza y muerte; y, en fin, la degradación humana, el odio, la culpa y el fanatismo.
El pesimismo y el fatalismo inundan toda la obra literaria de Rulfo sin que nadie pueda escapar del destino que les persigue despiadada e inexorablemente. Pero esta terrible y concreta realidad es trascendida al convertirse en profunda meditación sobre los grandes temas humanos universales: la muerte y la incomunicación, el dolor, la violencia y el destino y, en definitiva, la soledad del hombre y la desolación del mundo en el que ha sido arrojado. Como escribió Donald K. Gordon, la faz adversa de la naturaleza y las emociones humanas quedan tan bien retratadas que tienen validez donde quiera que vivan los desheredados de la tierra. («Juan Rulfo, cuentista», en Cuadernos Americanos,VI, 1967).
Aunque Rulfo trataba temas mexicanos y presentaba situaciones sociales reconocibles para la mayoría, no eran exactamente narraciones tradicionales de las que la novela de la Revolución Mexicana había popularizado. Esta es la gran novedad que traía su obra: el fin de la novela revolucionaria como crónica y con una posición o juicio histórico claramente establecidos. El autor da un giro decisivo a todas esas tradiciones literarias cuyos consabidos referentes eran la tierra, el campesino–víctima, el caciquismo feudal, la historia sangrienta de sus luchas, para someterlos a una inflexión universal, mítica y simbólica. La dolorosa historia reciente de México late en los libros de Rulfo, pero no hay una sola fecha en ellos, ni una mención a personas reales: todo ha sido profundamente ficcionalizado, gracias a técnicas narrativas que nunca antes habían sido aplicadas a esos asuntos. (José Miguel Oviedo, Historia de la Literatura Hispanoamericana, 4. De Borges al presente, Madrid, Alianza, 2001, pág. 69).
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