El estilo de desnuda sobriedad del autor mexicano se basa en el lenguaje popular de los campesinos de Jalisco; lenguaje parco y preciso, exacto y expresivo, hecho con frases cortas y pocos adjetivos, conocido y aprendido por Rulfo desde su infancia.
Cuando, al comenzar a escribir, necesitó de una forma lingüística convincente y apropiada a los temas de sus cuentos y de su novela, la encontró en aquel lenguaje del pueblo. Pero fue mucho más allá de una calcada y exacta reproducción literal, porque, entendida la esencia del habla popular —su tono, la música fascinante lograda mediante pausas y continuas reiteraciones—, el narrador jalisciense le añadió, o mejor, la envolvió con su propia sensibilidad hasta conseguir el característico ritmo poético de su prosa, la plasticidad y el acercamiento sensorial a lo narrado: un lenguaje sugerente, recreado y elevado al más alto nivel literario, que no se corresponde con el realmente hablado, pero sin que nunca se pueda perder de vista su origen, su procedencia, y, por otra parte, vigorosamente opuesto al rebuscamiento y la redundancia barroca, característica de muchos escritores hispanoamericanos; pues como afirmaba García Márquez, la frondosidad retórica era el vicio más acentuado de la ficción latinoamericana.
Rulfo estaba familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas situaciones. Pero no encontraba formas de expresarlas.
Entonces, simplemente lo intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho otros intentos —de tipo lingüístico— que habían fracasado porque me resultaban un poco académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy.
(Joseph Sommers: Los muertos no tienen tiempo ni espacio. Un diálogo con Juan Rulfo, Siempre. La cultura en México, 1.051 (15–VIII–1973).
Carlos Blanco Aguinaga declaraba que lo que más le impactó en la lectura de Rulfo fue el «tono», la intensidad de la contención verbal, la angustia, la desolación, la precisión, la hondura. El secreto de ese impacto residía en que uno como lector se daba cuenta que estaba ante una obra «perfecta» por la relación profunda de todos los elementos: lenguaje, temas, personajes, estructura, espacios y tiempos.
(Roberto García Bonilla: «Un paradigma de la crítica sobre Rulfo medio siglo después. Entrevista con Carlos Aguinaga». http//www.ucm.es/info/especulo/numero 31/cblanco.html)
Después de publicar sus dos obras, Rulfo entró en una crisis emocional y en un silencio literario que se prolongó hasta su muerte. Nada más se conservaron algunos relatos sueltos y El gallo de oro (1980), una novela corta que, antes de su publicación, sirvió de base para un guión cinematográfico. Se cuenta que en 1974 destruyó el original esbozado e inconcluso de una novela, La cordillera, en la que había trabajado infructuosamente durante más de una década. Ante la insistencia de sus amigos y fervorosos lectores para que escribiese más, siempre contestaba socarronamente lo mismo: Ya no puedo. Se murió mi tío, el que me contaba las historias; y ya en serio, argumentaba:
Un escritor es un hombre como cualquier otro. Cuando cree que tiene algo que decir, lo dice. Si puede, lo escribe. Yo tenía algo que decir y lo dije; ahora no creo tener más que decir, entonces, sencillamente, no escribo.
3. EL LLANO EN LLAMAS
La acción de los cuentos de El llano en llamas —quince cuentos en la edición de 1953 publicada en México, D. F. por el Fondo de Cultura Económica, algunos de ellos publicados en revistas y otros inéditos, a los que posteriormente, en 1970, se añadieron dos más, «El día del derrumbe» y «La herencia de Matilde Arcángel», para así quedar la edición definitiva formada por los 17 cuentos ya considerados canónicos— se desarrolla en los límites de la parte sureste del estado de Jalisco, desde el lago de Chapala hasta la frontera con los estados de Colima y Michoacán, una geografía cálida, desolada y muy empobrecida, una zona deprimida que azotan las sequías y los incendios. Las revoluciones, las malas cosechas y la erosión del suelo han ido desalojando de a poco la población, que en gran parte se ha desplazado hacia Tijuana, con la esperanza de cruzar la frontera como braceros. Es una población constituida principalmente por criollos huraños y lacónicos —los indígenas que ocupaban la región antes de la conquista no tardaron en ser exterminados— cuyos antepasados llegaron de Castilla y Extremadura, las partes más áridas de España. Son una gente hosca, que apenas subsiste y que sin embargo ha dado al país un alto porcentaje de sus pintores y compositores, para no mencionar su música popular. Jalisco es la cuna de la ranchera y el mariachi.
(Luis Hars: «Juan Rulfo, o la pena sin nombre», en Recopilación de textos sobre Juan Rulfo, La Habana, Centro de Investigaciones Literarias Casa de las Américas / Madrid, SSAG, 1995, pág. 119).
Algunos de los cuentos se sitúan históricamente en la época de la Revolución (1910–1917) —una revolución fallida porque nunca hubo un cambio real o radical en las leyes o en el gobierno y prevalecieron las ambiciones personales y la lucha por el poder— y la Guerra de los Cristeros (1926–1929), como «El Llano en llamas» y «La noche que lo dejaron solo», o en el período inmediatamente posterior a estas, como «Paso del Norte», que trata de la emigración de los campesinos mexicanos a Estados Unidos huyendo de la miseria, o «Nos han dado la tierra», sobre las consecuencias de la Reforma Agraria; otros relatos se extienden en el tiempo hasta comienzos de los años cincuenta.
El tiempo de la acción está limitado aproximadamente a cuatro décadas, desde la revolución de 1910 hasta comienzos de los años cincuenta. En esta tierra nació y se crió Rulfo, y en ese periodo de tiempo fue consciente de que aquel era un mundo atrasado y extremadamente violento, que él vivió desde dentro y que sufrió en propia carne.
El ambiente pues de los cuentos de Rulfo es el de un México —tan bien conocido y padecido por él— rural y profundo, violento, abandonado y desesperanzado, muy lejos de todo progreso histórico. Como dice Hars, Rulfo escribe el epitafio de estas tierras. El llano en llamas es una áspera oración fúnebre por una región que expira. La cubren como un paño mortuorio las nubes de la fatalidad.
(Luis Hars: Los nuestros,Buenos Aires, Sudamericana, 1968, pág. 316).
El tema, pues, general no podía ser otro que la vida trágica del angustiado y desolado campesinado mexicano de estas tierras, tema que se va centrando recurrentemente en la violencia, la soledad, la degradación, la culpa, el fatalismo, y, desde luego, en la muerte, que penetra y está presente en cada cuento como su principal protagonista. Todos ellos son reveladores de un sombrío pesimismo. Rulfo aparece en las letra mexicanas lleno de la angustia, al parecer sin solución, del hombre contemporáneo; aparece sin fe, contemplando tierras secas, caciques, el maíz que no crece, el polvo, el viento sin sentido, las peregrinaciones a Talpa, los crímenes mecánicos y primitivos, la soledad y miseria mudas de los hombres del campo. No queda ya ninguna fe exterior en que apoyarse. En su lugar, la violencia sorda, el fatalismo, y esa angustia lacónica, quieta, que preñan los cuentos y la novela de Rulfo. (Carlos Blanco Aguinaga: «Realidad y estilo de Juan Rulfo» [1955], en Jorge Lafforgue, Nueva novela latinoamericana 1, Buenos Aires, Paidós, 1969, pág. 87).
La protesta está presente en toda la obra de Rulfo; en su mundo siempre trágico, en los personajes que, al contarnos sus desdichas, están clamando contra la injusticia. La protesta más que expresada directamente, subyace al mostrar esa humanidad desgarrada por la violencia, la soledad, etc… En ambos casos, tanto cuando la expresa directa como indirectamente, Rulfo está demostrando una voluntad de examinar una realidad que necesita ser transformada pues, aunque su visión sea totalmente negativa, su misma actitud crítica supone en el fondo una confianza en que tal realidad cambie. (José Carlos González Boixo: «Lectura temática de la obra de Juan Rulfo», en Juan Rulfo. Toda la obra, ed. Claude Fell, Madrid, ALLCA, 1996, págs. 653– 654).
Los personajes de El llano en llamas, los indígenas y campesinos desheredados, deambulan por este paisaje hostil, por esta tierra inhóspita del México más profundo en busca de una tierra prometida, pero sólo encuentran fatídicamente la miseria, la soledad y la muerte. Son como sombras marcadas por un paisaje y un clima de calor y polvo que, sin estar dibujados al completo, presentan, más bien, contornos y formas borrosas, sin que por eso pierdan viveza y veracidad, al resultar muy cercanos a la más primitiva naturaleza y muy alejados de las convenciones y las complejidades de la civilización urbana. Como bien señala Carlos Blanco Aguinaga, una sorda quietud, un laconismo monótono y casi onírico, impregna de sabor a tragedia inminente el fatalismo primitivo de estos cuentos en los cuales parece haberse detenido el tiempo.
(«Realidad y estilo de Juan Rulfo» (1955), en Jorge Lafforgue, Nueva novela latinoamericana 1, Buenos Aires, Paidós, 1969, pág. 88).
Y sin embargo, hay en este mundo rulfiano, tan trágico y desnudo y tan lacónicamente expresado, un halo poético que aparece en las mínimas intervenciones del narrador, en el lirismo de las descripciones tan bien integradas en la trama de voces que interactúan constantemente mediante diálogos lacónicos y secos como el mismo ambiente que impregna la acción y la hace progresar lentamente sin la clásica fórmula de presentación, núcleo y desenlace.
Como ya hemos observado anteriormente, en todos los cuentos de la colección están presentes las voces campesinas, parcas y a la vez detalladas, reproducidas con toda la riqueza de entonación, con su particular y expresiva cadencia sintáctica, y que, unidas a los diminutivos y a las repeticiones propias de un lenguaje pleonástico, forman el material originario que, recreado y transformado por el autor se convierte en arte literario. (José Carlos González Boixo: Historia de la Literatura Latinoamericana, 6. Juan Rulfo, Madrid, Planeta–Agostini, 1985, pág. 96.)
El resultado es una peculiar mezcla de habla popular, a la que se añade una especial sensibilidad en el ritmo poético de la prosa, en la plasticidad y acercamiento sensorial a lo narrado y, como resultado, la creación de un lenguaje sugerente que expresa la lírica y sombría visión de un paisaje y de unas gentes desoladas y, en definitiva, la belleza y la profundidad emotiva propia del gran escritor mexicano. Rulfo es consumado maestro en la reproducción del léxico, sintaxis y giros del habla campesina. Trabaja con esa materia bruta como un ceramista con arcilla, y la transforma a la alta temperatura de su arte de modo tal que, sin privarla de su autenticidad viviente, hace que esa habla espontánea, inculta, adquiera extraordinaria plasticidad y expresividad. Se advierte que su maestría, sin embargo, consiste más que en un conocimiento insólito del idioma coloquial, en una comprensión profunda de la mentalidad de quienes lo emplean.
(Hugo Rodríguez–Alcalá: El arte de Juan Rulfo: historias de vivos y difuntos, México, INBA, 1965, pág. 65).
Sin embargo, por la categoría literaria y la universal aceptación de la novela Pedro Páramo, El llano en llamas ha pasado más inadvertido de lo que es justo, siendo como es uno de los mejores libros de cuentos de la literatura hispánica y con alcance sin duda universal.
Aunque nadie pueda negar la raíz mexicana hasta los tuétanos de los relatos de Rulfo, la naturaleza y las emociones humanas quedan tan bien expresadas que —ya lo he señalado— alcanzan validez dondequiera que vivan los desheredados de la tierra. Estos cuentos con su escueto laconismo, con las elipsis que exigen la ayuda de la imaginación, con una rigurosa economía del diseño narrativo producen un efecto imborrable y serán siempre un grito y un testimonio sobre la condición humana en las más duras situaciones vitales.
Aunque el conjunto de los cuentos de El llano en llamas tiene un altísimo nivel artístico, los titulados «Luvina», «Diles que no me maten» y «No oyes ladrar los perros» —los preferidos por Rulfo— son considerados por los buenos lectores como obras maestras del género. De los tres se conserva una lectura grabada por el autor, convertida en objeto de culto para los muchos entusiastas de su obra.
4. LUVINA
Un cuento debe de alguna manera rebasar los límites de la localización, aunque su tema parezca reducido a un cierto espacio geográfico muy específico. «Luvina» de Juan Rulfo no es buen cuento porque plantee la situación particular de un pueblo mexicano abatido por la soledad, sino porque a partir de allí el lector es motivado a intuir una situación similar para cualquier pueblo del mundo en cualquier época».
(Luis Barrera Linares, «Apuntes para una teoría del cuento», en Del cuento y sus alrededores —compiladores Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares—, Caracas, Monte Ávila Editores, 1993, pag. 39)
Parece ser que «Luvina» —escrito entre diciembre de 1952 y enero de 1953— fue el último cuento que Rulfo escribió antes de Pedro Páramo y, desde luego, el autor resaltó insistentemente la estrecha relación que existía entre ese cuento y su famosa novela:
*«Luvina» creo que es el vínculo, el nexo con Pedro Páramo. La atmósfera creada en el cuento me dio, poco a poco, casi con exactitud, el ambiente en que se iba a desarrollar la novela. El hecho de «Luvina» es casi general en todo el país; hay pueblos miserables y regiones donde no hay esperanza de esperanza. De manera que en «Luvina» tenía ya ciertos antecedentes para fijar los inicios de Pedro Páramo.
*Es el cuento que más se identifica o tiene parentesco con Pedro Páramo, puesto que los hombres no tienen rostro, la gente no tiene cara, las figuras humanas no se definen. Hay una ambigüedad; yo estaba trabajando con cosas realistas, aparentemente, pero en realidad eran producto de sueños, de fantasías. «Luvina» fue más bien un ejercicio para entrar en un mundo un poco así, sombrío, siniestro más bien, con la atmósfera rara de Pedro Páramo. «Luvina» para mí era importante, porque «Luvina», que se escribe Loobina, significa la raíz de la miseria.
*Empecé por El llano en llamas: un cuento, «Luvina», me dio la clave. Tenía los personajes completos de Pedro Páramo, sabía que iba a ubicarlos en un pueblo abandonado, desértico; tenía totalmente elaborada la novela, lo que me faltaban eran ciertas formas para poder decirlo. Y para eso escribí los cuentos: ejercicios sobre diversos temas, a veces poco desarrollados, buscando soltar la mano, encontrar la forma de la novela.
*Yo andaba con Pedro Páramo en mi cabeza, buscando darle forma, escribiendo mis cuentos, hasta que aquel profesor se va a un pueblo desértico, abandonado, y le cuenta a otro profesor, que va a sustituirlo, lo que es aquello, y toma cerveza —el otro no toma nada— hasta caerse borracho. Aquella era la atmósfera. «Luvina» me dio la clave de Pedro Páramo.
(Para la mayor parte de las citas anteriores, vid. Juan Rulfo. Toda la obra, ed. Claude Fell, Madrid, ALLCA XX, 1996).
El ambiente de «Luvina», su mundo fantasmagórico, proporciona a Rulfo y anticipa el de Pedro Páramo, porque la desolación y la muerte, el aire, el viento, las sombras, los murmullos y susurros misteriosos de seres que vagan como fantasmas o ánimas en pena, así como el fatalismo, el ensimismamiento y laconismo de los personajes, e incluso la objetividad narrativa son comunes a «Luvina» y a Pedro Páramo.
En «Luvina» desaparecen las fronteras entre lo real y lo irreal como un preámbulo de lo que va a suceder en la novela posterior y, en fin, como se ha dicho, después de «Luvina», un lugar moribundo en donde se han muerto hasta los perros y en donde la muerte es incluso una esperanza, sólo puede venir Pedro Páramo, el gran diálogo de los muertos.
Manuel Durán los expresó con acierto: «Cada cuento de Rulfo, lo sabemos, es distinto a los demás, tiene su ambiente y su ritmo peculiares. Cada uno de ellos es como una habitación —peculiar, inconfundible— de una casa. Pero esta casa tiene dos puertas, y por ambas salimos hacia esta otra mansión —subterránea— que es Pedro Páramo. La puerta principal es, probablemente, el cuento “Luvina”, que describe “un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros… Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubiera entablado la cara”. Esta puerta se abre directamente hacia el reino oscuro de Comala de Pedro Páramo».
(Manuel Durán, Tríptico mexicano, México, D. F., Secretaría de Educación Pública (SepSetentas), 1973, p. 49).
En fin, para terminar la estrecha relación de Luvina con Pedro Páramo, véase este texto de Katalin Kulin: «Luvina y Comala son sencillamente el frente y el revés de la misma realidad. Si en la primera encontramos a sus pobladores vivos, a pesar de sobrevivir agarrados apenas con las uñas a la desesperanza, en Comala todos sus habitantes están muertos. San Juan Luvina es el purgatorio, Comala es el infierno».
(«Luvina y Comala, dos caras de la misma realidad», en Acta Litteraria, XIII, fasciculi 3–4, pág. 352).
Julio Ortega recordaba la siguiente historia que le contó Rulfo, una especie de sueño o pesadilla del propio autor en la que se encontraba perdido en el mundo mágico–onírico de un pueblo que lo mismo podría haber sido Luvina que Comala:
Un día llegué de noche a un pueblo. En el centro había un árbol. Cuando me encontré en medio de la plaza, me di cuenta de que aquel pueblo, en apariencia fantasma, en realidad estaba habitado. Me rodearon y se fueron acercando hasta que me amarraron a un árbol y se fueron. Pasé toda la noche ahí. Aunque estaba algo perplejo, no estaba asustado pues ni siquiera tenía ánimo para ello. Amaneció y poco a poco aparecieron los mismos que me habían amarrado. Me soltaron y me dijeron: «Te amarramos porque cuando llegaste vimos que se te había perdido el alma, que tu alma te andaba buscando, y te amarramos para que te encontrara».
(Transcripción hecha por Adolfo Castañón de las palabras de Julio Ortega —en una conferencia dictada en el I Seminario de Crítica Literaria celebrado en Manizales, Colombia, IV-1999—, al referir una anécdota que le había contado Juan Rulfo).
¿Quién habla, a quién o con quién, en dónde habla y de qué? Éstas son las preguntas suscitadas por este intenso e inolvidable relato.
«Luvina» parece que comienza con una descripción impersonal del autor desde fuera, el narrador omnisciente, pero poco a poco se va revelando que realmente no es él quien habla, cuenta o describe. En verdad, el narrador omnisciente sólo interviene muy contadas veces —cuatro— en todo el relato y, además con absoluta parquedad. Se convierte así en testigo de un largo parlamento, casi un monólogo interior, y sólo se permite servir de enlace para ir creando el ambiente con breves acotaciones a la voz que domina el relato: El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia fuera… Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo…
La mayoría de las narraciones de Rulfo están contadas en primera persona por un narrador presencial que además suele ser el protagonista del relato. Es este narrador el que transmite al lector su visión del mundo, de las cosas y de los hechos con una perspectiva casi siempre desoladora. En «Luvina», el narrador o voz que habla es la del personaje protagonista–testigo que monologa absorbentemente en primera persona desde el principio al fin del cuento. Abismado como está en su memoria y posiblemente narcotizado por el abuso del alcohol, no piensa más que en Luvina, en lo triste y devastado del lugar. Se cierne sobre su mente como una abrumadora pesadilla que le impide hablar y de cuando en cuando queda abstraído mirando al exterior de la tienda.
(Ana María López: «Presencia de la naturaleza, muerte y resurrección en El llano en llamas de Juan Rulfo», Anales de Literatura Hispanoamericana, 4, 1975, pág. 183).
Su figura es intencionalmente vaga, ya que no está descrito o caracterizado y ni siquiera tiene nombre ni apariencia. A través de sus palabras, y sólo muy aleatoriamente, sabremos que era un maestro rural, casado y con tres hijos, que hace ya quince años pasó un tiempo largo e impreciso en San Juan Luvina (Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina… La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad.) y fue aquella una experiencia tan negativa que quedó obsesiva e imborrable en su recuerdo, marcó para siempre su vida y lo dejó derrotado y destruido. Como bien se ha observado, este narrador protagonista del cuento de Rulfo es una transposición del personaje típico de muchas mitologías que regresa del infierno y, a la entrada de este, cuenta a los incrédulos viajeros que se disponen a emprender el mismo recorrido, las dificultades y los horrores que encontrarán en su destino.
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Lea la segunda parte en la próxima edición de Revista Cronopio
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* Miguel Díez R., profesor español de Lengua y Literatura de Enseñanza Media durante 40 años, publicó en 1985 Antología del cuento literario en la Editorial Alhambra (hoy Alhambra Longman), uno de los primeros intentos en España de una selección de cuentos muy variados y universales, destinada exclusivamente a estudiantes de Enseñanza Media y que tuvo una difusión muy amplia en todo el mundo hispánico —más de medio millón de ejemplares vendidos—. Además de varios manuales de Literatura Española y de comentarios de textos literarios, ha publicado la edición de Jardín Umbrío de Ramón del Valle–Inclán (Madrid, Espasa Calpe, 1993) y la de Días del Desván de su hermano Luis Mateo Díez (Madrid, Anaya, 2001). Es, así mismo, autor de la Antología de cuentos e historias mínimas (2002) (Madrid, Espasa–Calpe, 2008) y en colaboración con su mujer, Paz Díez Taboada, ha publicado Antología de la poesía española del siglo xx (1991) (Madrid, Istmo, 2004), La memoria de los cuentos (Madrid, Espasa–Calpe, Austral, 1998, reeditado en la misma editorial y colección con el título de Relatos populares del mundo), Antología comentada de la poesía lírica española (2005) (Madrid, Cátedra, 2011) y Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada, Madrid, Cátedra, 2011.
Recientemente ha publicado Cómo enseñar a leer en clase. Memorias de un viejo profesor, Madrid, Reino de Cordelia, 2017.