Literatura Cronopio

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Gertrudis Gómez de Avellaneda

«SAB» DE GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA: DISCURSO ABOLICIONISTA, PROTOFEMINISTA; TRANSGRESIÓN DEL MAYORAL Y FRACASO DEL PROYECTO NACIONAL CUBANO

Por Juan Manuel Zuluaga Robledo*

Sin duda alguna Sab, novela escrita por Gertrudis Gómez de Avellaneda, es una obra romántica con todos los rasgos típicos de la novelística producida en la etapa decimonónica. Afirmar lo anterior puede ser una perogrullada: el protagonista, un esclavo mulato, mayoral de una hacienda cubana se enamora de Carlota, hija del propietario de la hacienda. Su amor no correspondido  y las vicisitudes que sufre al no conquistar su corazón —ella está comprometida con Enrique Otway, hijo de un rico inglés— lo llevarán hasta un final trágico que acabará con su vida. El lector conoce esta historia romántica gracias a un cuerpo narrativo lineal, que no está sujeto a tramas fragmentadas, ni flashbacks; todo discurre linealmente tal como se usaba en la novela latinoamericana del siglo XIX.  Los aires románticos imperantes en Sab van acordes con lo propuesto por Alexander R. Selimov al proponer que «el Romanticismo es más que un método para hacer literatura; es la representación artística de un modo particular de ver y representar las relaciones humanas y sociales; es un fenómeno que surge en un principio como lenguaje de una minoría intelectual, para luego extenderse y filtrarse, por el prestigio de la palabra escrita, en la cultura popular» (Selimov, 60).

Ahora bien, al margen de sus peculiaridades románticas, se hace necesario mencionar lo revolucionario que supuso la publicación de Sab: es la primera novela anti esclavista escrita en el mundo literario, no solo de la esfera latinoamericana, sino de toda América, incluso mucho antes de la aparición de «La cabaña del tío Tom». La gran novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda fue concebida en 1841, once años antes de la publicación de la obra maestra de Harriet Beecher Stowe.

Más aún, Sab es una novela abolicionista en su máxima expresión. Es un proyecto político como tal: en términos de Carl Schmitt, cuando se formula un proyecto político exitoso dentro de una comunidad, siempre se debe identificar un amigo y un enemigo; y hay que declararle la guerra al segundo. Se trata de abolir la esclavitud, aunque establezca notorias diferencias entre Sab y los esclavos, ya que él es un mulato, producto de la conjunción genética de lo blanco con lo negro. En otra instancia, es evidente que la propia Gertrudis Gómez de Avellaneda, escondiendo su condición de mujer, tal como si fuera un sutil ventrílocuo, refleja sus pensamientos de mujer indignada hacia la esclavitud, por boca del protagonista; ejecuta también una férrea crítica a la sociedad patriarcal que subyuga y menosprecia a las mujeres. Por lo tanto, es posible dilucidar que la novela en cuestión, fue una de las primeras manifestaciones protofeministas del siglo XIX que se hicieron sentir en América Latina.  La escritora cubana, no solo expresa sus sentimientos abolicionistas y feministas por medio de Sab, sino que también se atreve a hacerlo a través de las opiniones de Carlota: asimismo, vemos a una Gómez de Avellaneda indignada por el trato dado a los esclavos, según lo que expresa en cierta ocasión, la joven protagonista. También, se evidencia una aguda crítica hacia el proyecto de la Conquista, traída por los conquistadores a la isla: Carlota también denuncia el etnocidio cometido contra las comunidades originarias del lugar.

Sab es culto, educado (sabe leer y escribir) y es propiciador del buen trato con los esclavos. Su discurso (sus opiniones, sus pensamientos, la carta final que le deja a Carlota antes de morir) expresan un deseo inexorable de emancipación, demuestra un sentimiento que chocará de frente con el stato quo de la sociedad cubana de ese entonces y los ímpetus por abolir de tajo la esclavitud en la isla. Sab es asimismo una transgresión de la figura del caporal, mayoral o mayordomo, del periodo colonial en Cuba. En general, el mayoral era un esclavo negro —aunque también había mayorales españoles— que participaba abiertamente de la subyugación y explotación de sus semejantes. Sab es una transgresión de esa figura: es misericordioso y afectuoso con los esclavos que dirige en la hacienda. Sab no solo es un personaje ficticio de la literatura cubana: se sabe que existieron pequeños sabs, al servicio de la familia del terrateniente. Esteban Montejo, exesclavo, se refiere a esta problemática en el famoso libro testimonial de Miguel Barnet Biografía de un cimarrón.  La familia de Carlota, propietaria de la hacienda en la que Sab realiza su labor de mayoral, también es una transgresión de la clase privilegiada, explotadora de la isla: Carlos B., padre de la protagonista, rico terrateniente venido a menos, no evoca al duro e implacable dueño de un ingenio; es una figura noble, caritativa, atento con sus esclavos, altruista y filántropo si se quiere.

Como ya se expuso, Sab es también la típica novela romántica decimonónica de narrativa lineal, pero con un valor agregado: el hecho de detallar la imposibilidad de que los protagonistas puedan fundir su unión, es una metáfora de las barreras y obstáculos culturales, económicos y socio-políticos para cohesionar un proyecto consolidado de la nación cubana, en las décadas previas a la independencia de 1898. Por obstáculos, se puede entender el sistema de latifundios de los ingenios, cuyos esclavos negros eran la fuerza de trabajo y el motor económico de la isla. La problemática de la ecuación «latifundio + ingenio = esclavitud» también se hace presente en la obra como una fuerte barrera para que Cuba se consolide como nación.

El amor no correspondido de Sab por Carlota, puede tener un propósito implícito para la escritora cubana en la intención de demostrar la imposibilidad de concretar el proyecto de nación cubana, debido a diversas razones: Cuba aún no era una nación independiente; la isla era una nación esclavista que rechazaba social y culturalmente a los esclavos y se aprovechaba de su fuerza de trabajo. Cuba era un territorio segmentado —no había un proyecto de nación sólido y unificado— en clases y castas sociales, en la que los esclavos negros y mulatos estaban en el fondo de la pirámide social. Inclusive el proyecto de consolidar una nación cubana, que integrará las diversas culturas por medio de la transculturación —neologismo inventado por Fernando Ortiz—, no se consolidaría hasta bien entrada la Revolución cubana, bajo el liderazgo de Fidel Castro. Aún antes de la insurrección armada de 1959, Nicolás Guillén, el gran poeta cubano, denunciaba en sus creaciones el racismo y el desprecio hacia las comunidades negras, situación patente incluso en los últimos años de la férrea dictadura de Batista.

Ciertamente, Gertrudis Gómez de Avellaneda conocía de primera mano la realidad oprobiosa de la esclavitud en Cuba. Sab ofrece datos socio-culturales comprobables en la historia de la Cuba colonial. Por eso, se pueden cotejar los datos que se detallan en la novela con las explicaciones de importantes figuras del mundo literario cubano, tal es el caso de la obra testimonial Biografía de un cimarrón (1966), de Miguel Barnet; y los aportes investigativos de Fernando Ortiz, en su sesudo ensayo Contrapunteo del tabaco y el azúcar, publicado en 1940.

DISCURSO ABOLICIONISTA, DOLOR POR ETNOCIDIO INDÍGENA Y PROTOFEMINISMO

Pues bien, para desarrollar sus ideas abolicionistas y lograr el cometido de su ideario político, desde las primeras páginas, Gertrudis Gómez de Avellaneda se vale de un juego de contrastes, de un choque entre tesis y antítesis, entre el subyugador y el subyugado, entre el amo y el súbdito, entre las figuras antagónicas de Enrique Otway y el mismo Sab, pese a sus rasgos mulatos, diferentes del esclavo puro africano. No obstante, su condición de esclavo lo emparenta genética y políticamente hablando con el resto de esclavos de la hacienda y lo diferencia de Otway.   La novelista cubana al principio de su obra, contrasta las características físicas de estos personajes antagónicos, lo cual preludia el conflicto que se dará entre «amigo-enemigo», siguiendo las ideas del realismo político de Carl Schmitt: «El campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y viéndole en actitud de aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron antes de hablar. Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión al campesino, el cual por su parte atrajo indudablemente las miradas de aquél. Era el recién llegado un joven de alta estatura y regulares proporciones, pero de una fisonomía particular» (Goméz de Avellaneda, 3). De esa manera,  la escritora  juega entonces con el criterio amigo-enemigo, concebido por Carl Schmitt, que tiene el objetivo de esbozar una diferenciación para distinguir a «nosotros» (pese a ser de etnias distintas, Gertrudis se identifica con Sab y los esclavos) de «ellos» (los amos, los terratenientes, la figura de Enrique Otway y su padre). Se trata entonces, de una relación entre iguales (los esclavos) y la otredad (la clase explotadora). Entre iguales porque son seres humanos, aunque «ellos» no los traten como tal. Es decir, la escritora al oponer a Sab a Enrique Otway, detalla la percepción que tienen esclavos como Sab de ellos mismos, diferente de la cosmovisión de los amos, de las clases privilegiadas de Cuba. La percepción de su realidad de esclavos, marginados y subyugados, surge de su relación directa con el explotador y los lleva a cohesionarse como grupo diferenciado. Sobre lo anterior, María Concepción Delgado Parra sostiene que «la posibilidad de reconocer al enemigo implica la identificación de un proyecto político que genera sentimiento de pertenencia» (Delgado Parra, 2). Sab, al igual que Gertrudis Gómez de Avellaneda, se identifica y tiene sentido de pertenencia con un grupo explotado y marginado, transportado a Cuba para que sus integrantes sirvieran como bestias de trabajo, luego del etnocidio y exterminio de la cultura Taína y Siboney en la isla.

Portada Gomez Sab

Ahora bien, siguiendo la postura de Schmitt, no se trata únicamente de reducir la esencia de un proyecto político —entendiendo a Sab como tal— a una simple enemistad entre grupos o personas antagónicas dentro una sociedad colonial; se trata en realidad de explorar la distinción entre amigo y enemigo y considerar al último en la esfera de lo público. El enemigo debe ser público (3). Por consiguiente, para que el proyecto político de erradicar la esclavitud sea exitoso, Gómez de Avellaneda debe declarar un enemigo público a derrotar: el amo blanco explotador, ambicioso y codicioso, encarnado en la figura de Enrique de Otway y su padre.

En medio del realismo político que despliega Schmitt, se necesita del enemigo, de esa fuerza antagónica, para que una vez derrotada, el proyecto político sea exitoso. Se necesita también de la hostilidad entre las fuerzas contrarias, sin excluir lo peligroso que implica que el otro exista para su enemigo (3).

Pero, debe quedar claro que el enemigo debe ser público, y no debe circunscribirse a la esfera privada. Eran públicas sus acciones de explotación inmisericorde contra los esclavos congos y lucumises de Cuba; eran públicos los castigos atroces con los que sometían a la población negra y mulata. Era pública la marginación social y cultural que adelantaron en la población sometida. No obstante, para la clase de amos, terratenientes y propietarios de ingenios, los esclavos eran los enemigos a derrotar. Carl Schmitt señala en El concepto de lo político que «enemigo es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, de acuerdo con una posibilidad real se opone combativamente a otro conjunto análogo. Solo es enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere eo ipso carácter público» (Schmitt, 18).

Una vez identificado el enemigo opresor, la autora deberá reconocer a Sab con sus «amigos», los esclavos de la hacienda del Señor B. Deberá emparentarlo con ellos a través de un árbol genealógico; lo relacionará con ellos por medio de lazos de sangre, aunque el protagonista también tenga en su naturaleza genes del opresor, del enemigo, al ser de condición mulata. El narrador omnisciente en tercera persona, ubica el pasado familiar de Sab en pleno continente africano, en un contexto cultural en el que sus familiares no sufrieron la esclavitud. Solo cuando escasea la mano de obra indígena, diezmada y exterminada por el etnocidio, su madre llega a Cuba como mano de obra esclava, proveniente del centro oeste africano. Inclusive, en el Continente Negro, la progenitora del protagonista, era de clase noble, era una princesa en su comunidad. Sobre sus orígenes africanos, que lo emparentan con la clase explotada y lo llevan a rechazar de pleno la esclavitud, Sab en dialogo con Otway explica: «mi madre vino al mundo en un país donde su color no era signo de esclavitud: mi madre —repitió con cierto orgullo—, nació libre y princesa. Bien lo saben todos aquellos que fueron como ella conducidos aquí de las costas del Congo por los traficantes de carne humana. Pero princesa en su país fue vendida a este como esclava» (Gómez de Avellaneda, 6).

No obstante, al preguntarle por su padre de origen europeo, blanco, el mulato solo atina a decir que nunca lo conoció y su nombre nunca le fue revelado. Es decir, Sab es un hijo natural, ilegítimo, «bastardo», tal como eran calificados en ese entonces; doblemente estigmatizado por su condición de hijo natural  y de esclavo. Bien puede ser producto de una violación, también histórica (el transporte, comercio de esclavos, abusos sexuales contra las mujeres negras por parte de los comerciantes y los amos), o producto de una relación efímera y clandestina entre un amo blanco y su esclava traída del Congo (6).

Sin embargo, aunque el narrador lo identifique con aquellos que padecen los rigores de la esclavitud, Sab recibe un trato respetuoso y humano en la hacienda del  señor B., en parte por su condición de mulato, y no padece la opresión que reciben sus parientes. Es decir, vive en la servidumbre y en la esclavitud —una suerte de dicotomía— pero goza de un trato especial, en su calidad de mayoral de la hacienda. Sab entonces se debate en una pequeña grieta entre el enemigo opresor y los oprimidos: recibe privilegios por el cargo que ostenta, pero se siente esclavo y se identifica con sus parientes de sangre, traídos de África.

Laboralmente hablando, el protagonista se dedicó al oficio de calesero, después fue campesino raso y luego ejerció como capataz de la hacienda del Señor B. En el diálogo inicial entre Sab y Otway, el protagonista explica esta cuestión y no muestra indicios de arremeter contra el infame régimen de la esclavitud, ya que dada su condición, así ha podido servir y estar cerca de Carlota. Surge entonces una contradicción: Sab no parece entrar en colisión contra el statu quo —se siente cómodo en su condición de mulato y mayoral esclavo—, porque así puede estar cerca de su amor platónico, pero luego a medida que discurre la trama, su discurso abolicionista se va volviendo cada vez más acentuado. En un principio, no rechaza su condición; habla que su naturaleza esclava está dada incluso antes de su nacimiento, desde una perspectiva intrauterina (7), para luego rechazar de tajo la esclavitud. Por eso, cuando le preguntan por Sab, Carlota contesta y establece distingos entre el protagonista con el resto de esclavos de la hacienda: «Sab no ha estado nunca confundido con los otros esclavos —contestó Carlota—, se ha criado conmigo como un hermano, tiene una suma afición con la lectura y su talento natural es admirable. […] Creo que mi padre espera solamente a que cumpla 25 años para darle libertad» (17).

Una vez identificado el enemigo —la esclavitud practicada por el opresor—, según la lógica propuesta por Carl Schmitt, Gertrudis Gómez de Avellaneda, sin utilizar eufemismos, arremete de frente contra el sistema esclavista impuesto en la isla. En primer lugar, expresa dicha crítica por medio del pensamiento de Carlota, para luego hacerlo por boca de Sab. En el desarrollo de la obra, en medio de un paseo por la hacienda en compañía de Teresa, Carlota se topa con un grupo de esclavos que cantaban sus canciones africanas mientras ellos iban rumbo a sus trabajos. La mujer los llama para que se acerquen a ella y a través de su trato bondadoso, les pregunta sobre los oficios desempeñados por cada uno; los indaga dulcemente por sus nombres y su situación familiar. Mientras contestaban a sus preguntas, los esclavos no dudaban en alabar el buen trato dado en el predio por parte de Sab como su capataz y del Señor B., dueño del ingenio. Acto seguido, motivada por la compasión y la solidaridad, Carlota reparte entre ellos el poco dinero que llevaba consigo. Ellos la bendicen, mientras se alejan a realizar sus quehaceres. Al verlos alejarse, ella queda sumida en una profunda tristeza: la penosa realidad de los esclavos la torna sensible, la irrita; no está de acuerdo con el orden establecido en Cuba. Lo impactante aquí no es el obsequio de dinero; lo relevante es la humanización de los esclavos que lleva a cabo Carlota. Los trata como sus semejantes. Al indagar por sus nombres los trata como personas —no como bestias de trabajo—, al preguntar por sus oficios, les confiere importancia a las labores que hacen en medio de una «esclavitud mansa», ya que el Señor B., pese a ser propietario de esclavos, no castiga por medio de los cueros y las golpizas a aquellos que son de su propiedad. De ahí también que sea justo afirmar, que el dueño del ingenio es una transgresión de la figura histórica y política del propietario de las plantaciones, partidario de la «mano dura» y de la inclemencia hacia aquellos hombres que posee como dueño.

La esclavitud dirigida por el Señor B. es sutil, mansa, de conmiseración,  aunque contradictoriamente no elimina la etiqueta y el apelativo de «esclavos» con el que cargan estos hombres. Asimismo, no son esclavos insurrectos, ni constituyen un problema subversivo que lesione el orden público de la región: ellos aceptan con mansedumbre su destino de esclavos. Por lo tanto, en este punto de la estructura narrativa, Gómez de Avellaneda acciona su primer discurso antiesclavista de la novela —sin eufemismos, porque están en contra de toda forma de esclavitud, aunque esta sea mansa y pasiva; en contra de una esclavitud que incluso comienza siendo uterina—, por medio del monólogo de Carlota, cuando ve partir a los esclavos a sus puestos de trabajo: «¡Pobres infelices! —exclamó—. Se juzgan afortunados, porque no se les prodigan palos e injurias, y comen tranquilamente el pan de la esclavitud. Se juzgan afortunados y son esclavos sus hijos antes de salir del vientre de sus madres y los ven vender luego como bestias irracionales… ¡A sus hijos, carne y sangre suya!» (27).

Ella promete que acabará con ese régimen de opresión, cuando consuma su unión marital con Enrique Otway. La hacienda del señor B. es una transgresión del ingenio de azúcar que se valía de la mano de obra esclava para motivar la producción del producto extractado de la caña. Pese a que la familia de Carlota no muestra interés en abolir la esclavitud —lo cual puede resultar contradictorio— los esclavos reciben, como ya se vio, un trato digno, no son castigados ni vigilados totalitariamente por el mayoral y el amo. Es un ingenio utópico el inventado por Gertrudis Gómez de Avellaneda. Una realidad diferente se experimentaba en los ingenios cubanos. Investigadores e intelectuales como Miguel Barnet, con la recopilación testimonial del exesclavo Esteban Montejo pueden ilustrarnos sobre el asunto. Por su parte, el ensayista e investigador Fernando Ortiz también ofrece datos importantes para entender esa realidad.

En Biografía de un cimarrón, Esteban Montejo aporta datos relevantes sobre el régimen dictatorial de los ingenios en los que trabajó como esclavo y también habla de sujetos que eran acogidos en las familias de los terratenientes, tal como sucede con Sab.  En ese contexto, los niños trabajan como bestias: Montejo se ve así mismo de diez años, trabajando en la gaveta del cachimbo del ingenio. Sostuvo ante Barnet que el trabajo era tan duro para un menor de edad, que lo trataban como si fuera un esclavo de treinta años (Barnet, 66). También menciona y recuerda a los pequeños Sabs de la época: «cuando un negrito era lindo y gracioso lo mandaban para adentro. Para la casa de los amos. Ahí lo empezaban a endulzar y… ¡qué sé yo! El caso es que el negrito se tenía que pasar la vida espantando moscas, porque los amos comían mucho. Y al negrito lo ponían en la punta de la mesa mientras ellos comían. Le daban un abanico grande de jarey y largo [sic]. Y le decían: ¡Vaya, para que no caigan moscas en la comida!» (66). Asimismo, Montejo describe los barracones en los que vivían los esclavos como verdaderas cárceles infrahumanas, carentes de una ventilación apropiada (solo un hoyo, y una minúscula ventana con barrotes en la pared); eran unas hileras de burda mampostería y de madera, segmentadas por un portón y clausuradas en las noches con cerrojos grandes, para evitar la fuga de esclavos. Sobre los barracones —nada más alejado del matiz edénico de la hacienda de Sab— Montejo argumenta: «uno dice cuartos, cuando en realidad eran verdaderos fogones» (66). Montejo vivió hacinado en esas condiciones, junto a doscientos esclavos más. Era habitual que los barracones estuvieran infestados de pulgas y niguas que enfermaban constantemente a los esclavos. Por su parte, los propietarios siempre querían que esos lugares infernales de reclusión nocturna, estuvieran limpios por fuera (no importaban las condiciones de adentro) y por eso ordenaban a los mismos esclavos que las paredes exteriores se pintaran con cal. La situación era tan degradante, que para realizar sus necesidades fisiológicas solo contaban con un único excusado, utilizado por las doscientas personas hacinadas. Para limpiarse en esa especie de letrina, utilizaban tusas de maíz (67).

Portada Contrapunteo

Fernando Ortiz, en su famoso ensayo «Contrapunteo del tabaco y el azúcar», sostiene que la producción —la zafra específicamente— de azúcar es rápida y no conlleva tiempos de reposo; todo se realiza de manera vertiginosa y por lo tanto, se necesitan trabajadores numerosos que deben laborar en breves intervalos de tiempo. Sobre ese proceso industrial sin treguas que desemboca en la esclavitud, Ortiz sostiene que se creó «la necesidad de acumular muchos brazos disponibles, baratos y estables, para un trabajo que es discontinuo y cesa con la estación industrial…[  ]…he ahí un factor fundamental de la economía cubana. Y no habiendo en Cuba brazos suficientes, hubo durante siglos que buscarlos fuera, en número, baratura, rusticidad y permanencia convenientes. Principalmente a esta condición de producción azucarera debiéronse la trata negrera y la esclavitud hasta época muy tardía» (Ortiz, 28). Ahora bien, arguye Ortiz, la ausencia de brazos indígenas, diezmados y exterminados en la isla, y la dificultad de adquirir esclavos en lugares diferentes a África, ya que las poblaciones negras eran baratas, llevó al transporte masivo de negros que eran sometidos, y a la permanencia obligada en los barracones (29), junto con el maltrato físico y psicológico. Los vastos predios azucareros de la familia de Carlota, están anclados en la lógica latifundista estudiada por Ortiz en su obra ensayística. En su opinión, los ingenios estaban sujetos a enormes extensiones de tierra —latifundios— con potreros, bosques y reservas naturales (40). Pero no bastaban las grandes porciones de tierra para garantizar la producción del azúcar; era necesario comprar por su baratura y economía a los esclavos traídos a La Habana, para que realizaran trabajos forzados en las plantaciones. Lo ideal era tener entre ochenta a ciento veinte esclavos para garantizar la producción en un ingenio (41). Veintitrés años antes de la publicación de Sab, la producción de los ingenios azucareros era el rubro más importante de la economía cubana. Sobre ese particular, Fernando Ortiz arguye la siguiente explicación: Cuba alcanzó el número de mil ingenios en el año de 1827 destinados a la producción de azúcar (42). Por consiguiente, en Cuba, la producción de azúcar, anclada al latifundio, era sinónimo de esclavitud: «si el azúcar se unió con el negro no fue en realidad por la raza de éste, no por causa de su pigmentación, sino tal sólo porque negros fueron durante siglos los más numerosos, robustos, baratos y posibles esclavos a cuyo cuidado estuvo su cultivo en toda América» (51).

En contraposición con el «buen trato» que reciben los esclavos en los predios del Señor B., Jorge Otway, padre de Enrique es partidario del maltrato y el abuso hacia ellos. Enrique opina diferente de su padre: trata con respeto a Sab, aunque el mulato sepa sus verdaderas intenciones y ambiciones económicas cuando pidió la mano de Carlota. Jorge Otway, de origen inglés, fue atraído desde Gran Bretaña por las riquezas tropicales que despertaba Cuba en el mundo decimonónico.

El extranjero que llegaba a la isla (como el caso de Otway padre), ponía su empeño en el trabajo que no realizaban los isleños —por desidia y pereza; conformistas con una fertilidad agrícola que no necesitaba mucho trabajo humano, amodorrados por el fuerte sol— y rápidamente hacía fortuna y conformaba numerosas familias (Gómez de Avellaneda, 12).

Para diferenciarlo del grupo de esclavos y de los isleños, la escritora cubana aporta esta breve biografía de Otway, el típico indiano proveniente de Europa que hace fortuna en las Antillas, pero que es depositario de un odio xenófobo hacia los esclavos y lugareños de Cuba: en primera instancia, el inglés se había desempeñado como vendedor ambulante en los Estados Unidos, después junto a su hijo, fruto de un fallido matrimonio, probó suerte en La Habana, posteriormente hizo fortuna con el mercado de lienzos en Puerto Príncipe y por último se estableció en Cuba donde amasó un enorme caudal de dinero (12). El narrador refuerza aún más la animadversión y el rechazo que siente Jorge Otway hacia los esclavos, en una escena en la que Sab se acerca a los Otway para darles un recado de parte de Carlota. Su trato deshumanizado y grosero refleja el prejuicio social de considerar al esclavo como un ladrón o maleante: «¡Maldición sobre ti! —grita furioso Jorge Otway—, ¿qué diablos quieres aquí, pícaro mulato, y cómo te atreves a entrar sin mi permiso? ¿Y ese imbécil negro qué hace? ¿Dónde está que no te ha echado a palos?» (32).  Ante los insultos, Sab se contiene y asume una actitud estoica: no contradice las imprecaciones del inglés; no defiende su dignidad pisoteada, por respeto a las jerarquías de poder patentes en Cuba (32).

Más aún, el proyecto político de Gómez de Avellaneda, de extirpar la esclavitud en Cuba, no solo se refiere exclusivamente a la emancipación de los esclavos negros; también hay una voz indignada por los atropellos cometidos por los conquistadores europeos que motivaron el exterminio de las culturas originarias del lugar, y tuvieron el descaro de asesinar al cacique Camagüey frente a todo su pueblo, arrojándolo desde una peña hacia el vacío de un precipicio. Su cuerpo desmembrado, destrozado, no recibe sepultura, debido a que prohíben a sus súbditos indígenas que lo sepulten. Esta historia de la barbarie de la Conquista, es invocada  por Sab, cuando él y la familia del señor B. visitan, junto a Enrique, a la vieja Martina, descendiente de «aquella raza desventurada, casi extinguida en la isla» (41). Relatando la historia de Camagüey, tal como si fuera una leyenda, Sab menciona que el fantasma del cacique se aparece todas las noches en esa peña, para anunciar la venganza de la raza indígena, catalizada por los oprobios y exterminios sufridos durante la Conquista (41). La leyenda sobre la venganza de los indígenas no era una simple invención literaria de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Esteban Montejo en su testimonio aportado a Miguel Barnet sobre la proliferación de insectos y alimañas en los ingenios, comenta lo siguiente: «para mí que todos esos bichos nacieron en Cuba por la venganza de los indios. La tierra cubana está maliciada por ellos. Se están cobrando las muertes; Hatuey y toda su banda» (Barnet, 93).

La historia que relata la autora cubana en Sab,  discurre pocos años después de la insurrección armada, protagonizada por los esclavos negros, y orquestada en Haití por François Dominique Toussaint-Louverture, quien luego se autodenominaría como emperador. Por tal motivo, cuando Sab relata la muerte bárbara de Camagüey, es interrumpido por el Señor B. El latifundista calla al esclavo mulato (Gómez de Avellaneda, 42), ya que en la isla se hace patente un temor generalizado a que ocurra una sublevación igual o de mayores proporciones a la acaecida en Haití. El hecho de urdir una posible venganza, gracias a la utilización del espectro del cacique asesinado, empoderaría a los esclavos afrocubanos para que llevasen a cabo una insurrección en contra del sistema esclavista imperante en la región. Pese a darles un trato digno a los esclavos, el Señor B. también es cómplice del sistema esclavista: considera que este tipo de historias pueden llevar a que «manifestasen el sentimiento de sus degradados derechos y la posibilidad de conquistarlos» (42). Ese temor a una revuelta popular por parte de los esclavos, también se hace presente en el dialogo en el que Sab le confiesa el amor que siente por Carlota a Teresa. Teresa le pregunta al mulato sobre la posibilidad de que ocurra una insurrección en la hacienda. Sab la tranquiliza y le asegura que eso no ocurrirá porque «ningún peligro os amenaza; los esclavos arrastran pacientemente su cadena: acaso sólo necesitan para romperla, oír una voz que les grite: ¡sois hombres!» (64).

Ahora bien, la novelista cubana no quedará conforme con el simple relato de la desventura de Camagüey, también por boca de Carlota, expresará sus sentimientos de rechazo hacia la sanguinaria conquista europea en Cuba, la cual es descrita por la joven como la acumulación de horrores cometidos contra una población indefensa, sometida al exterminio, la servidumbre y la esclavitud. Es decir, equipara en esa relación de «amigos» (a los negros y a los indígenas exterminados), en contraposición del «enemigo» (el conquistador español en el siglo XVI; el latifundista de raza blanca del siglo XIX). Para Gómez de Avellaneda, según el doloroso monólogo de Carlota, es increíble que el género humano llegue a esos extremos bárbaros, al describir la Conquista tal como si se tratara de un holocausto. Ante estos hechos atroces, califica la naturaleza humana como «monstruosa». Al instante, Enrique Otway comenzará a dudar de la verosimilitud de la muerte macabra de Camagüey. A lo que Carlota responde con contundencia y dolor: «lloro al recordar una raza desventurada que habitó la tierra que habitamos, que vio por primera vez el mismo sol que alumbró nuestra cuna, y que ha desaparecido de esta tierra de la que fue poseedora. Aquí vivían felices e inocentes aquellos hijos de la naturaleza: este suelo virgen no necesitaba ser regado con el sudor de los esclavos para producirles» (42). Tras lo anterior se lamenta por igual el destino trágico de dos etnias distintas: las culturas indígenas exterminadas y los negros esclavos traídos a punta de látigo y grilletes desde las zonas tropicales de África para servir forzosamente en los ingenios de azúcar.

En otra instancia, el fracaso del proyecto nacional de Cuba, está emparentado con todo el engranaje de la esclavitud. Teresa le informa a Sab, que Carlota está loca de amor por Enrique; lo mejor es que deje de ver a la joven como una futura esposa. Sab arguye que el único problema evidenciado para que su unión con Carlota no sea exitosa es su condición de esclavo y, por ende, la existencia de un sistema injusto y bárbaro. Es decir, sus sentimientos hacia la doncella son acallados, porque un esclavo no tiene el derecho a expresarlos (hay censura, y no hay libertad de expresión) y una posible unión marital entre un esclavo y su amo sería condenada en pleno por la sociedad, la Iglesia y su propia familia, pese a los buenos tratos conferidos a Sab. El proyecto de nación no queda consolidado, la desunión y el desamor entre Sab y Carlota dan cuenta de ello. En esa dirección, Sab se lamenta y llora frente a Teresa: «¿Notáis este color opaco y siniestro? Es la marca de mi raza maldecida. […] Sin embargo, había en este corazón un germen fecundo de grandes sentimientos. Si mi destino no los hubiera sofocado, si la abyección del hombre físico no se hubiera opuesto constantemente al desarrollo del hombre moral, acaso hubiera yo sido grande y virtuoso. Esclavo he debido pensar como esclavo, porque el hombre sin dignidad ni derechos, no puede conservar sentimientos nobles» (72).

Cabe destacar que al estigmatizar a la población negra, el posible proyecto nacional se va al traste. La abolición no ayudó a solucionar la apremiante situación de los negros y mulatos, que de la noche a la mañana dejaron de ser esclavos para volverse jornaleros. Las condiciones de trabajo continuaban siendo deplorables y tampoco fueron integrados a la sociedad. No obstante, se debe considerar que aún Cuba era una colonia española en las Antillas. Esteban Montejo opina que después de la abolición, la situación continuó igual: «Así y todo pasaron años y en Cuba había esclavos todavía. Eso duró más de lo que la gente cree» (Barnet, 89).

Esclavitud

Por su parte, Fernando Ortiz explica que la abolición fue promulgada a través de una revolución separatista realizada por algunos cubanos, para liberarse de España, en un periodo que se extendió de 1880 a 1886. Asimismo, la abolición coincidió con la utilización de la máquina de vapor en los ingenios, lo cual incrementó la producción azucarera y obligó a que no se utilizaran tantos braceros. También coincidió con la instalación de las primeras vías ferrocarrileras del país. Así pues, España al lidiar con el problema de la trata clandestina negrera, optó por la importación de esclavos blancos europeos (Ortiz, 50). De modo similar, José Gomariz sitúa a Sab en medio del ambiente de reformismo criollo que comenzó a imperar en Cuba, que deseaba eliminar al negro como fuerza de trabajo esclava para orientarlo hacia la figura del trabajador jornalero del ingenio de azúcar (Gomariz, 98). La abolición de la esclavitud que pretendía Sab como proyecto político, cuarenta años antes de su cumplimiento en el plano real, lleva a pensar que la emancipación de la mano de obra esclava, acaecida en la década de los 80 del siglo XIX, estaba sujeta a una transición de un sistema esclavista a una estructura de hombres asalariados que laboraban en los ingenios, hombres que también provenían de Europa. Situación que fue rechazada en principio por los negreros, ya que sus intereses económicos quedaban lesionados (100). Sobre ese proceso de transición histórico–política de un sistema a otro, José Gomariz sostiene que «la mayor parte de los intelectuales apoyaba una emancipación gradual con compensación financiera para los propietarios de esclavos, como se desprende de la memoria para la eliminación de esclavos que en 1822 escribió el padre Félix Varela» (100). Todo lo anterior, llevó a que un posible proyecto de la nación cubana fracasara y tampoco quedaría consolidado en la última década del siglo XIX ni en la primera mitad del XX. Inclusive el proyecto nacional aún no estaba consolidado en la década de los 50 del siglo pasado. Solo se comenzarían a detallar resultados positivos para integrar a la población negra en la sociedad con la implantación de la Revolución Cubana a la cabeza de Fidel Castro y sus amigos rebeldes de Sierra Maestra.

En pleno 1958, un año antes del triunfo castrista en La Habana, el gran Nicolás Guillén denunciaba la imposibilidad de integrar a las comunidades afrocubanas al proyecto nacional; criticaba en medio de su lenguaje poético equiparable a un son cubano, el racismo imperante en la sociedad cubana y la explotación de los negros en los modernos ingenios cubanos, conectados entre sí por un entramado de hierro que componía el avanzado sistema ferroviario de la isla. Guillén exclama en Un lagarto verde: «Alta corona de azúcar/ le tejen agudas cañas/ no por corona libre/ sí de su corona esclava/ reina del manto hacia afuera/ del manto adentro, vasalla/ triste como la más triste/ navega Cuba en su mapa/ un largo lagarto verde/ con ojos de piedra y agua» (Guillen, 24). De esa manera, el manto simboliza la hipocresía de un sistema que decía acoger y respetar a las comunidades negras, pero que en realidad seguía estigmatizando y rechazando al jornalero negro de los ingenios; una herencia ignominiosa que se remonta desde los tiempos coloniales en que discurre Sab. El proyecto de la nación cubana queda aún más desvencijado cuando, simbólicamente hablando, a Carlota no parece conmoverla mucho la muerte Sab, ya que su fallecimiento se torna insignificante frente a las desgracias que ella vive en ese momento: la separación de su padre y su hermano agonizante. Por eso, sostiene el narrador que «la pérdida del pobre mulato era bien pequeña al lado de éstas pérdidas» (Gómez de Avellaneda, 91).

Volviendo al tema del discurso abolicionista, el sentimiento de rechazo de la escritora hacia toda fuente de esclavitud se hace más notorio en la carta que escribe Sab para Carlota antes de morir. Leída cinco años después del fallecimiento del mulato, la misiva es una declaración de libertad de los esclavos que surge como consecuencia literaria y epistolar de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, publicada en Francia el 26 de agosto de 1789, como respuesta de los objetivos emancipadores de la Revolución Francesa, y que quedarían sepultados un buen tiempo bajo el terror impuesto por Napoleón. Dicha declaración señalaba en su artículo primero que «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común». No obstante, Sab no ocurre en Francia sino en Cuba, último territorio latinoamericano de habla hispana en abolir la esclavitud en la década de los 80 del siglo XIX. En su carta a Carlota, denuncia un contexto sociopolítico en el que los hombres nunca fueron iguales ante la ley, en el que los débiles son maniatados por los poderosos, los intelectuales ayudaban a propiciar el régimen nefasto de la esclavitud: un contexto desigual en el que el rico oprime al pobre. Un escenario social de servidumbre y marginación en el que no ha sido posible encontrar la armonía entre los hombres de la isla (102).

También le comunica a Carlota algo imposible para la época, un sueño que solo se realizará cuarenta años después de publicada la obra: la posibilidad de emancipar a los esclavos del yugo opresor de los hacendados, terratenientes y propietarios de la economía azucarera: «aunque esclavo yo he amado todo lo bello y lo grande y he sentido que mi alma se elevaba sobre mi destino ¡Oh! Sí, yo he tenido un grande y hermoso orgullo: el esclavo ha dejado volar libre su pensamiento, y su pensamiento subía más allá de las nubes en que se forma el rayo» (102). Más aún, la carta va mucho más allá de la emancipación de los esclavos de origen africano, también propone la independencia cubana de la metrópoli española. Admira el coraje y la valentía de aquellos próceres que entregaron su vida por liberar a sus pueblos de fuerzas invasivas exógenas. Esas historias de independencia las conoció de primera mano, en medio de las lecturas infantiles que sostenía junto a Carlota en su niñez (102).

En ese juego de lecturas conoció la historia shakespereana de Otelo: evocaba el amor del moro hacia Desdémona, quien al menos tuvo el privilegio de salir libre y no esclavo de las costas de Libia (103). No obstante, el mismo Sab sueña lo imposible en este contexto y lo que no está a su alcance (104), pero a futuro contempla esa posibilidad de concebir una nación cubana —alejada del modelo caduco y opresivo que rige a la isla—, sin las ataduras de la esclavitud e independiente del yugo español: «Pero no, no siempre callarás, ¡Dios de toda justicia! No siempre reinaréis en el mundo, error, ignorancia y absurdas preocupaciones: vuestra decrepitud anuncia vuestra ruina. La palabra salvación resonará por toda la extensión de la tierra: los viejos ídolos caerán de sus inmundos altares y el trono de la justicia se alzará brillante» (105). Asimismo, dando señas de una especie de protofeminismo, Gertrudis Gómez de Avellaneda en la carta de Sab, denuncia una sociedad patriarcal en la que la mujer está igual de esclavizada a los negros de los ingenios (105). Ellas también portan las cadenas de la esclavitud, son presas de los designios machistas de sus maridos y son manipuladas tal como hace Enrique con Carlota en su matrimonio. Tal como denuncia Sab, «eligen un dueño para toda la vida». Inclusive, se atreve a asegurar que la situación de la mujer en Cuba, es más penosa que la vida de los esclavos: ellos al menos pueden cambiar de amo, en cambio la mujer está sujeta a su «amo–esposo» toda la vida, puesto que en ese contexto no eran posibles los divorcios. Los matrimonios al ser bendecidos por el poder eclesiástico, impedían las separaciones y los divorcios legales que hoy en día contemplan los códigos civiles y los estados laicos.

A las mujeres solo les restaba cumplir con el mandato de «obediencia, humildad, resignación… esa es la virtud» (105). Con relación a lo anterior —la cuestión del protofeminismo— Irene Gómez Castellano equipara a Sab con el personaje deforme y monstruoso de Frankenstein, ideado por la mente genial de Mary Shelley. Expone que ambos personajes son estudiados por la crítica feminista contemporánea «como dobles textuales de sus autoras», es decir, el matiz monstruoso de la naturaleza de Sab y la criatura de Shelley, retrata la problemática que tiene Gómez de Avellaneda, al igual que la autora inglesa, de alegorizarse cada una en sus novelas (Gómez Castellano, 1). Gómez Castellano explica que «así, si consideramos al personaje del mulato como un doble de su autora, encontraremos una representación de las dificultades inherentes de ser escritora en el período romántico expresadas, como en Frankestein, por medio de una criatura —patchwork doloroso manifestado en el cuerpo híbrido— víctima del sistema patriarcal o racista, o trágico que hace incompatible sus aspiraciones y su realización (Gómez Castellano, 2).

Cadenas

LA TRANSGRESIÓN DEL MAYORAL DESALMADO

Por otro lado, Sab constituye una transgresión del capataz, mayoral o contramayoral que imponía el régimen de opresión en los latifundios azucareros de Cuba. En él reside la bondad, el buen trato hacia sus parientes esclavos; también practica la solidaridad con lo más desvalidos. Lo anterior se puede corroborar con la ayuda que da Sab a la vieja Martina. Huérfano de madre y sin tener nunca la posibilidad de saber quién fue su progenitor, el mulato se vuelve hijo putativo de la mujer indígena, mostrando una faceta revolucionaria para su tiempo: la del mayoral compasivo que ama a sus compañeros esclavos y muestra interés por atender las problemáticas de las etnias explotadas de la isla.

Sobre sus atenciones a Martina y a su nieto, el propio Sab comenta: «la generosa compasión de su merced la socorrió entonces por mi mano, hace cuatro años, pues habiéndole informado de la miserable situación en que se encontraba esta pobre familia me dio una bolsa llena de plata con la que fue socorrida» (Gómez de Avellaneda, 41). Sab socorre a la pobre mujer, luego de que su vivienda y su familia queda damnificada por un voraz incendio. Acto seguido, Martina presenta a Sab como su «consolador» ante la tragedia que se cernió sobre su familia. Al perderla —menos a su nieto— lo considera el único hijo que le queda en el mundo. Sab llora junto a ella su mala suerte, asume su dolor como si se tratara de una pesadumbre propia e incluso mantiene económicamente a la anciana (49).

Por medio de la intervención de Sab, logra que el Señor B. le dé una pensión vitalicia a Martina que la aleje de la miseria en la que se encuentra sumida (51). Por eso, cuando Sab es hallado en agonía en la orilla de un río, es tratado con respeto y compasión por el grupo de esclavos que lo encuentra (77). En contravía con los sentimientos nobles de Sab, se sabe y es comprobable que en general en la historia de la esclavitud cubana, el mayoral era un ser despreciable que imponía un régimen perpetuo de vigilancia por medio del accionar de su fuete. Sobre ese particular, Esteban Montejo en la compilación del testimonio por parte de Miguel Barnet, comenta: «el contra mayoral dormía adentro del barracón y vigilaba […] todo era a base de cuero y vigilancia» (Barnet, 68). Cabe destacar que el mayoral cubano mantenía un régimen de control, si se quiere, totalitario.

En ese contexto, los mayorales llegaron al punto de prohibir los juegos y los rituales lúdicos de los esclavos negros,  e informaban, a manera de soplones, a su amo sobre todos los chismes y noticias que se gestaban en la comunidad esclava (69). A su vez, los mayorales y contra mayorales abusaban sexualmente de las mujeres esclavas; la autoridad  conferida a ellos los autorizaba a acceder carnalmente a ellas en contra de su voluntad: «el mayoral y el contra mayoral entraban al barracón y se metían con las negras», denunciaba Montejo (72). Los esclavos llegaban a situaciones tan desesperadas que los chinos de su misma condición, traídos por engaños desde Asia, asesinaban con disimulo y rapidez de cuchillo a los mayorales como retaliación a sus abusos de poder (80).

El propio Montejo mata a un mayoral con una piedra que le arroja a su cabeza, cuando decide optar por una fuga frenética de cimarrón a través de cuevas y del monte aledaño al ingenio en el que trabajaba.  El mayoral anunciaba con violencia el comienzo de un nuevo día en las plantaciones de caña de azúcar: a las 4:30 a.m. tocaban nueve campanazos para que los esclavos se despertaran. Ellos debían salir de los barracones inmediatamente. A las 6:00 a.m. debían formar filas separadas de hombres y mujeres, mientras eran contados por el mayoral para comprobar que ninguno se hubiera escapado en calidad de cimarrón (68).

CONCLUSIONES

En síntesis, se puede encontrar en Sab las características propias de la novela del siglo XIX: en primer lugar, al estar adscrita en el romanticismo, asistimos como lectores a un triángulo amoroso en el que el protagonista saldrá perdedor. Será la víctima de un sistema sociopolítico infame: la esclavitud; pero será una doble víctima: dada su condición de esclavo no tendrá las facultades comunicativas (carecerá de la libertad de expresión) para declararle su amor a Carlota. Sufrirá de un despecho y desamor que lo llevará a la muerte.

La imposibilidad de consumar una unión interracial, un absurdo para el contexto en que se escribe la novela, refleja la imposibilidad de edificar un verdadero proyecto de nación cubana que conjugue armónicamente las diferentes etnias que integran la isla. De manera implícita, Gertrudis Gómez de Avellaneda proponía un proyecto de «transculturación», dejando a un lado el vocablo anglosajón «aculturación», según el sentir de Fernando Ortiz. Para el ensayista cubano por la transculturización se pueden «expresar los variadísimos fenómenos que se originan en Cuba por las complejísimas transmutaciones de culturas que aquí se verifican, sin conocer las cuales es imposible entender la evolución del pueblo cubano» (Ortiz, 86).

El fracaso por consolidar un proyecto nacional anclado a la realidad social y cultural de la isla, viene de la mano de un discurso emancipador —un verdadero proyecto político, que declara amigos y enemigos, según los postulados de Carl Schmitt—, abolicionista y protofeminista que también tiende a transgredir la figura histórica del mayoral y del amo esclavistas y de las familias de los terratenientes, ubicadas en la cúspide de la pirámide social. Todos esos factores hacen de Sab una novela verdaderamente revolucionaria en su tiempo.

BIBLIOGRAFÍA

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Delgado Parra, María Concepción. «El criterio amigo-enemigo en Carl Schmitt: el concepto de lo político como una noción ubicua y desterritorializada».  Cuaderno de Materiales No 14, 2001. Print
Guillén, Nicolás. «Un largo lagarto verde: La paloma de vuelo popular» (1958). Voces de Hispanoamérica. Antología literaria: Chang Rodríguez, Raquel y Filer. Malva E, 1995: 409. Print.
Gomariz, José. «Gertrudis Gómez de Avellaneda y la intelectualidad reformista cubana. Raza, blanqueamiento e identidad cultural en Sab». Caribbean Studies, 2009: 1-3.
Gómez de Avellaneda, Gertrudis. Sab. Biblioteca Virtual Universal, 2003: 1-120. Print
Gómez Castellano, Irene. «El monstruo como alegoría de la mujer autora en el Romanticismo: Frankestein y Sab». Revista Hispánica Moderna, 2007. Print.
Ortiz, Fernando. «Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar». Editorial de Ciencias Sociales de La Habana, 1983. Print
Schmitt, Carl. «El concepto de lo político». Alianza Editorial, 1999. Print.
Selimov, Alexander R. «La poética de la cultura romántica y el discurso narrativo de Gertrudis Gómez de Avellaneda». Hispanofilia, 2008.
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, extractados de: http://www.fmmeducacion.com.ar/Historia/Documentoshist/1789derechos.htm

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* Juan Manuel Zuluaga Robledo es comunicador social y periodista colombiano de la Universidad Pontificia Bolivariana, y magíster en ciencias políticas de la misma universidad. Obtuvo una maestría en arte y literatura por Illinois State University y un doctorado en literatura latinoamericana por University of Missouri. Trabajó como periodista en Vivir en El Poblado en la ciudad de Medellín y dirige la publicación literaria  www.revistacronopio.com

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