Vida Cronopia

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SALVAR LA BELLEZA

Por Catalina Franco Restrepo*

A pesar de todo, los pájaros cantan cada día. La belleza, con su inmenso poder, se resiste a morir.

La vida está llena de contradicciones que conviven para hacerla posible y para probarnos que la naturaleza, la más sabia de las creadoras, existe gracias a esa interminable y diversa majestuosidad. Así, vivimos en un mundo exuberante de belleza y de muerte, en una competencia feroz entre las dos en la que casi podríamos afirmar que los optimistas se concentran en la primera y los pesimistas en la segunda, y que así se define la visión del universo que cada uno habita.

Leía hace poco sobre un héroe silencioso que se dedicó a salvar algo que amaba al verlo amenazado por el ansia humana de conquista y de muerte. Hablo del ‘hombre que salvó los cerezos’, un jardinero inglés enamorado de estos árboles japoneses que, después de que la guerra hubiera arrasado con ellos en Japón, logró regresar con vida a ese país algunos cerezos que había cultivado en su jardín en Inglaterra.

Entonces pienso que cada uno decide en qué concentrarse, qué salvar para salvarse. En el alivio que es poner la mira de la existencia en lo bello. Y también, si uno es más grande, en hacer algo para salvarlo. Porque los cerezos, cuyo encanto es tal que dio lugar a la preciosa tradición japonesa del hanami, la contemplación del sakura (floración), tampoco están a salvo ahora: cada vez se demoran más en florecer porque no tienen frío durante el tiempo suficiente. El cambio climático es la nueva amenaza y podría lograr que al pasar los años los cerezos no florezcan nunca más. Qué sería del sakura y el hanami, y de la esperanza de aquellos cuya vida está tan ligada a la contemplación, de manera que la destrucción que le compite no sea letal para el espíritu.

Por eso necesitamos más salvadores de belleza. Porque tiene que ser exagerada, profunda, para que soportemos que en este planeta bello y generoso se multiplique sin fin el dolor producido por el hombre, como lo vemos hoy, por ejemplo, en los inmigrantes que lo abandonan todo para intentar encontrar un lugar en donde vivir en paz, en medio del empeño humano en la guerra. Que no paramos, no entendemos, no nos cansamos de la sangre.

Dibujen esta imagen en su mente, así suene descabellada, así parezca imposible, no-humana: en el mismo mundo en el que existen los cerezos, un hombre furioso monta un caballo con la cara desfigurada, pues no comprende la dirección enloquecida de quien lo guía. Ese hombre volea un látigo con fuerza, hacia abajo, en donde otro hombre, también desfigurado, intenta salvarse mientras corre en medio de un río, aferrándose con una mano a una bolsa plástica con dos cajas y una botella, los restos de la comida sin los que no podrá sobrevivir. Huye del látigo de otro ser humano que lo arría desde lo alto, pero no suelta la comida, agarrado a la vida que lo desprecia. Dibújense la imagen y no la olviden nunca, pues es el tipo de dolor que puede acabar para siempre con la belleza.

Escribió hace poco la filósofa Adela Cortina en El País que «el cosmopolitismo entiende con acierto que todos los seres humanos pertenecen a dos comunidades, una en la que han nacido contingentemente y que forma parte de su identidad política; otra, a la que pertenecen como ciudadanos del mundo por estar dotados de razón y emoción. La primera se construye sobre la discriminación entre los de dentro y los de fuera; la segunda no establece distinciones, es radicalmente inclusiva».

Y la escritora checo-española Monika Zgustová recordó en ese mismo diario la traducción latina del griego sympatheia: «sufrir juntos». Es precioso. Humano. Pero se nos olvida y por eso hay que recordarlo de formas bonitas a ver si le hacemos más peso a la posibilidad del optimismo. Decía la escritora en su columna: «El poeta turco Nazim Hikmet escribe: ‘Has de saber morir por los hombres./ Y además por hombres que nunca viste/ y además sin que nadie te obligue a hacerlo’. Por suerte, a nosotros nadie nos constriñe a morir, pero los refugiados merecen que sigamos debatiendo las posibles soluciones desde la generosidad y la compasión».

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Hace unos meses se me murió una planta pequeña, de esas que llamamos Navidad (poinsettia) por sus hojas rojas durante una parte del año. Dejé de visitar el lugar en donde estaba y cuando regresé la encontré muerta. Me dolió ver el tronco seco, sin hojas, por mi abandono, y me prometí no dejar que me volviera a pasar. Increíblemente, a pesar de estar muerta no la boté, sino que la puse en otro sitio en el que, por azar, le caía agua, y hace unas semanas la encontré llena de retoños, rebosante de vida. Se aferra, como los cerezos en tierras desconocidas, como el hombre a la bolsa de restos de comida. Pero no hay que confiarse, las resurrecciones no son lo común.

No lo podemos olvidar. La belleza del mundo tiene que empujarnos a salvarlo para que no haya un ser humano que no tenga la posibilidad de contemplarla y de sentir que la vida vale la pena. Que la meta de la humanidad sea ahondar en la posibilidad del optimismo, crecer esa orilla desde la cual mirar la existencia.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista e internacionalista. Tiene una columna semanal y presenta el podcast del portal No Apto, el blog OjosdelAlma y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora que ha recorrido cerca de 50 países, su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.

Twitter e Instagram: @catalinafrancor

Blog: https://www.catalinafrancor.com

Columna en No Apto: https://noapto.co/catalina-franco-r/

El valle de nadie en Amazon: https://www.amazon.com/valle-Spanish-Catalina-Franco-Restrepo-ebook/dp/B07GY158N7

 

 

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