SOBRE COLONIALISMOS Y COMERCIOS DE SUSTOS (Libertades perdidas e identidades difusas)
Por Memo Ánjel*
«Aquellos fueron los años del levantamiento de al Bushiri»
(Abdulrazak Gurnah. Afterlives —Después de la vida—)
ZANZÍBAR
Que también se llama Unguja, fue un centro de comercio de esclavos y de allí se surtieron los persas, los árabes del Yemen y las tribus de la Arabia Felix (por la cantidad de gatos). Y de ese tráfico de hombres y mujeres de África, se alimentaron también las Mil noches y una noche, que son las muchas noches más una. Los esclavos, todos fornidos y pícaros, fueron el sexo adúltero, la representación de los djins celosos, la causa de muchas mujeres encerradas o con la cabeza cortada y los ojos que lo vieron todo. Ojos muy redondos y pieles muy codiciadas. Pero no todos esos esclavos se vendieron a los caravaneros del continente. Los comerciantes musulmanes dejaron unos para ellos (en especial las mujeres) para entrarlos a las familias, mezclarse con ellos y crear otras gentes para Aláh y todas sus benevolencias. Gente muy hermosa la de Zanzíbar, eso se lee en las crónicas de los viajeros. Pierre Lotí dice que olían a perfume y eran de buena simiente.
Zanzíbar es islámica y perteneció al sultanato de Omán, aunque después creó su propia manera de regirse y postrarse hacia la Meca. Allí se construyó la primera mezquita (llamada la del sur), así como el triángulo esclavista África-territorios árabes-India, lo que implicó también un comercio poderoso de especias (clavo, en especial), frutas secas, colmillos de elefante para aprovechar el marfil, orfebrería de plata para embellecer mujeres y mesas, partes para adornar puertas y palabras en swahili, bengalí, portugués e inglés. Palabras que traían historias, orígenes, conciencias, rezos, brujerías ancestrales, placeres por ensayar y parapetos de barcos, incluyendo las velas triangulares de navíos ágiles y propicios para el contrabando. Un mundo entero, Zanzíbar, con demasiados ojos mirando y en las bocas alguna especia para escupir antes de hablar, que es la mejor manera de no meter a los diablos en lo que se dice cuando se está haciendo un negocio. Dicen que Aláh es compasivo, pero en asuntos de comercio no se mete. Como tampoco en las habitaciones, en las que todo queda a voluntad del que duerme o se ama. Hay cosas que no están en el Corán y por eso hay que reforzarlo con El jardín perfumado del jeque Nefzawi, libro que consuela y, según algunos, hizo sonrojar a su autor, hombre que creía poco en los pecados entre amantes. En alguna parte estarán sus huesos, aunque el infierno (Yahannam) en el Islam no está bien descrito y más amenaza que cumple.
El Kufi es el gorro redondo que usan los musulmanes y les llega hasta las orejas, que son las que permiten imaginar, creer lo que no es o aceptar lo que ya se sabía, incluyendo igual lo probable, que es hacer una suma y restar. Por las calles de Zanzíbar, que son calurosas y al estilo de las ciudades religiosas (son inciertas y esto pule la inteligencia) los hombres van de kufi, chilaba y babuchas y las mujeres (que son conversas o descienden de las que se convirtieron antes), se ríen con dientes blancos y bocas carnosas detrás del hijab, que les cubre la cabeza y los hombros, pero deja ver la cara. Les gustan los colores a estas mujeres y, debido al tamaño de las caderas y los senos, son fáciles de parto y buenas para la cría. Y quizá Zanzíbar sean ellas, una mezcla de orichás y preceptos del Corán. Abdulrazak Gurnah creció con ellas y después con los tíos. Creció en el mundo de los negocios y en el de los deseos. Y quizá su kufi estaba bordado con alguna aleya (versículo del Corán) para que no lo tocara el mal de ojo. Ya se sabe, el hombre envidioso comienza a dañar mirando.
EL COLONIALISMO
En el siglo XIX, los europeos se repartieron África. Y en esta repartición, que aseguraba materias primas e impuestos a los locales, los africanos supieron lo que era el trabajo esclavo en los inicios de la era industrial y pertenecer a una raza considerada inferior (castigada desde que Cam el hijo de Noé se burló de su padre, según la Biblia) por las teorías racistas y evolucionistas, apoyadas también en la religión, que decía quién tenía alma y quién no. Y en ese habitante decimonónico de África, las palabras de Isidoro de Sevilla, en el siglo VIII, se cumplieron a fondo: al sur del mar Mediterráneo, más allá de las arenas del Sáhara, existía el infierno. Los dioses se alteraron con la llegada de los predicadores y también los cuerpos, que ya no fueron herramientas para estar vivos sino espacios para el miedo y el dolor, la rabia y la traición, la sumisión y la huida, la violación y tantos ojos abiertos en los colgados y mutilados. La repartición, entonces, no fue buena: dañó a los aborígenes y a quienes llegaron diciendo que iban a civilizar.
Excepto los portugueses, que hicieron colonias en África desde el siglo XVI (algunos dicen que antes), los demás colonizadores que llegaron a África fueron crueles, en especial los belgas y los alemanes, que llegaron al punto de medir cráneos para establecer qué etnia africana sería la de los capataces y cuál la de los esclavos, como pasó en Ruanda, donde los tutsis hicieron el trabajo sucio de los colonialistas sometiendo a los utus para el trabajo esclavo que exigía el desarrollo europeo. Del cobro posterior de cuentas, ya se sabe.
Las nuevas colonias en África (italianas, francesas, inglesas, españolas, alemanas, belgas, holandesas), dividieron a los africanos en tres grupos: los propicios para el trabajo esclavo, los capataces negros (que actuaron como los capos en los Lager) y los comerciantes musulmanes, muy útiles por sus rutas de comercio, los tráficos de especias, telas y drogas, el movimiento de dinero y el manejo de lugares de divertimento. Y en esta división, en la que se dibujaron mapas de recursos para abastecer las industrias, los ejércitos (que se poblaron de mercenarios), las iglesias necesitadas de almas y la aparición de nuevos señores dueños de la tierra (los últimos salieron de Angola y en Portugal no fueron nadie, como se cuenta en Las naves, la novela de Lobo Antunes), se habló de civilización, ciencia, rebeliones, milagros de orichás, llantos de la Virgen, ensayos con humanos, nueva literatura (Isaak Denisen —Karen Blixen— Memorias de África) y guerras entre los mismos colonialistas, como la de los Boers, en Sudáfrica. Allí se mataron los ingleses y los afrikáners (colonos de origen holandés), se dice que por un asunto de diamantes.
En este colonialismo, con todos sus horrores, siempre se habló de los negros y blancos, de la crueldad y el deseo, como bien se lee en Canta la hierba, el libro de Doris Lessing. Y de cómo los blancos nunca nacían de África, sino que seguían siendo ciudadanos legales que conservaban la nacionalidad de sus países de origen. Esto legitimó el Apartheid y las líneas invisibles entre los barrios habitados por hindúes y musulmanes. Sobre los hindúes habló claro V. S. Naipaul, pero ¿y sobre los musulmanes?
ISLAM AFRICANO Y COLONIALISMO
Las versiones de la Tierra dependen de los grupos humanos que las habiten. En ese espacio de la corteza terrestre que ocupan se dan costumbres, creencias, relaciones con el otro, fantasías, formas de escape y caracteres varios nacidos de las condiciones de vida, los dioses admitidos y escondidos, y las maneras de enloquecer, sea por amores, política o codicia. Como pasa con las hormigas (de las que sabemos que nunca duermen), todo depende de qué tan cerca o lejos esté el hormiguero. Por eso las hay rojas, negras y blancas.
Después de la muerte de Mahoma (de quien Cervantes dice que había un ídolo, lo que no se le cree porque los libros musulmanes prohíben hacer figuras del profeta), el Islam se extendió por el Medio Oriente, creando adeptos. Omar, el primer Califa (y califa traduce la espada de Aláh), creó un imperio montado a caballo, dividiendo el mundo entre creyentes e infieles. Y adonde no llegó su caballo, llegaron los comerciantes musulmanes en sus barcos (Simbad fue uno de ellos), crearon puertos y centros de comercio, interpretaron el Corán a su manera (se hicieron muchas traducciones, cada una con sus interpretaciones y palimpsestos), se mestizaron con los locales sin cambiar de religión y reprodujeron sus calles y mezquitas. Y uno de estos mundos creados por los creyentes en el Corán, fue Zanzíbar (hoy parte de Tanzania), que hizo parte del coloniaje (o si se quiere imperialismo) alemán e inglés en África. Un coloniaje que no esclavizó a los musulmanes, pero si los convirtió en ciudadanos de segunda, propicios para crear puentes con la India y el Medio Oriente, manejar distintos comercios (donde los ingleses se surtían de curiosidades y joyas), administrar burdeles, no hacerse aguas con los licores y el opio, y dar uno que otro suboficial para el ejército imperial, a más de traductores entre el swahili y el inglés.
En este grupo humano (una especie de patio entre la crueldad y la soberbia, la pobreza y la codicia) nace Abdulrazak Gurnah y da cuenta de otra clase de colonialismo, en el que incluye picardías, vicios coloniales, sumisiones hipócritas, historias de amor y desamor, violaciones a la ley y justificaciones coránicas si hay remordimientos, que en realidad son pocos pues las trampas hechas a la autoridad colonial no son pecado sino, más bien, un ejercicio de inteligencia, una burla.
Abdulrazak Gurnah, premio Nobel de literatura 2021, es otra voz del mundo colonial, y en esa voz hay denuncias sobre la Deutsche Ost-Afrika (la sociedad colonial alemana, que tenía su propia moneda), las instituciones inglesas y las vidas secretas de los comerciantes y banqueros musulmanes e hindúes, que bajo la seda y sobre la piel de una mujer untaban sus propios venenos y miserias. Y esta voz convertida en literatura, que muestra África de otra manera, trata de explicar por qué el colonialismo tuvo una época y, cuando se acabó, dejó la semilla de lo que había sido entre los colonizados. Esto ya se había denunciado en ensayos como los de Franz Fanon y Albert Memmi, pero muy poco en literatura. Y si como dice Hanna Arendt, la literatura es la última palabra, entonces lo que dice Abdulrazak Gurnah es lo último por decir y por eso le dieron el premio Nobel. Y eso último por decir es que las víctimas con poder se vuelven victimarios, que del colonizador aprendieron cómo crear el miedo y ahora lo practican contra su propia gente. Solo que en las novelas de Abdulrazak Gurnah todo es en un ambiente de las mil y una noches, pero con una noche demás, la peor, la que se alimenta del séptimo círculo de La Comedia de Dante. Estas cosas pasan, los unos aprendiendo, sin mucho esfuerzo, el mal de los otros. Quizá en swahili haya una palabra para esto. En inglés no.
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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social–periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín–Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.
Excelente texto con el que concuerdo por completo con el autor, sobre la crítica que le hace al autor de la novela Paraíso, ABDULRAZAK GURNAH, la cual leí casualmente hace tres meses porque, pese a la belleza de descripciones míticas y hasta picarescas que en algunos contextos narra sobre el maravilloso continente africano, igualmente encontré que se queda corto en ese deber social que todo autor debe asumir de forma tremendamente crítica, dado que desde sus profundas experiencias estoy segura» suavizó», todo el desgarramiento que los esclavos vivieron en manos de los esclavistas europeos, restándole de esta forma el verdadero compromiso de denuncia de un autor realmente comprometido debe hacer, con miras a evitar que se repitan tales tratos que por obvias razones van en detrimento de la dignidad del ser humano. Respeto su actividad como autor, pero la verdad es que me cuestionó muchísimo el libro, aunque quedè con la esperanza de que escriba la continuación donde profundice sobre los aspectos que me llevaron a cuestionarlo. Abrazo lector al autor .