Sociedad Cronopio

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LA CONSTITUCIÓN NO ES MERLIN NI UNA VARITA MÁGICA

Por: Juan Manuel Zuluaga Robledo

Introducción

Algunos opinan que una Constitución no es una formula mágica —tal como hace el mago o prestidigitador, cuando saca una paloma de una chistera… entonces los espectadores quedan fascinados con la rapidez de movimientos— para solucionar problemáticas sociales y políticas o encarrilar la conducta de los ciudadanos.  Hay mucho de cierto en esta analogía. ¿Cuál es el funcionamiento real de una Constitución? ¿Es la panacea para todos nuestros problemas?

Para responder esos interrogantes es necesario retrotraerme un poco a mi pasado. A manera de introducción, quiero emprender ese viaje y así poder encontrar respuestas acertadas sobre estos imbricados nudos constitucionales.

No soy marxista, ni comunista y es una perogrullada decir que la Unión Soviética naufragó hace mucho tiempo. Eso lo sabe todo el mundo. Pero uno no puede desconocer la lucidez de ciertos autores polémicos y profundos. Este el caso del forjador de un libro como es “El Capital”.  Cuando Carlos Marx afirmó que “la historia se repite en forma de comedia o de tragedia”, lanzó una verdad irrefutable. Esa premisa también la podemos aplicar para Colombia y todos los consabidos sinsabores que hemos padecido a la hora de poner a rodar los engranajes de ‘nuestra norma de normas’.

Por tanto, para analizar nuestra Constitución y encumbrarla en una posición en la que goce de una aplicación real, es indispensable analizar el contexto histórico en el que fue promulgada. Comprender su estado larval inicial que coincidió con mis primeros años de existencia. Y así, analizar los errores que los ciudadanos hemos venido cometiendo con nuestra  Constitución, sin aprender del todo, y llegando siempre a los mismos tropiezos.

Por eso, el reto estará en observar los errores y falencias cometidos a la hora de su configuración. Esta es una tarea primordial para los estudiosos de los temas constitucionales. Lo anterior tiene un objetivo muy claro: no repetir los errores del pasado en el presente. Falencias reflejadas en el afán reformatorio de ciertos parlamentarios de dudosa reputación que cambian la Constitución a su amaño. Modifican los artículos constitucionales tal como si cambiaran de ropa con en el amanecer.

Asimismo, no se puede desconocer en este ejercicio una realidad  que muchos ignoran porque, en la contemporaneidad, la Carta Magna ya es tan natural para muchos ciudadanos como respirar o ver en colores. Eso no se puede desligar en el desarrollo de esta argumentación. Pues es tan cotidiana para muchos colombianos que pasa como con ciertas personas que transitan por la misma calle durante todos los días de su vida, y como es habitual que lo hagan, ignoran que estén alineadas unas enormes y frondosas ceibas al lado de la vía.

Inclusive nunca se preguntan la manera cómo llegaron estos coloridos árboles a su barrio. Algo similar ocurre con una Constitución. Algunos ciudadanos saben que ella está ahí. Tienen interiorizado —aunque algunos no lo consideran— su acatamiento, y que de seguro fue ideada para darle orden al orbe legal, político y social de la nación. Sin embargo, la mayoría desdeña la constitución entendida como un producto fidedigno de revoluciones, pactos políticos y derramamientos de sangre en el que murieron muchos mártires y líderes sociales.
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Un concepto signado por la revolución francesa, la americana o, ubicados ya en el siglo XX, por el vasto movimiento de los ‘derechos civiles de los 60’. Por eso las constituciones moldeadas en la actualidad, toman los pensamientos de personajes visionarios, líderes que incentivaron luchas enquistadas en los países desarrollados, matizados por las democracias liberales fuertes que posteriormente fueron permeando países periféricos como Colombia.

Eso se logró, aunque de manera imperfecta, con la puesta en escena de una Constitución liberal que echó por tierra aquellos vetustos conceptos conservadores, atados a los designios eclesiásticos, que caracterizaron a la Constitución del 86.

Al menos ya se dio en Colombia, aunque de manera precaria, un paso para la salvaguardia de los derechos fundamentales en aquellos primeros años turbulentos de la década pasada. Se incluyeron grupos minoritarios y marginados que llevan el lastre de ser ignorados y maniatados durante muchos años de historia nacional.

La anterior tesis conlleva a un agravante serio y contundente: Para muchos expertos y también para un amplio número de  personas del común, la Constitución es sinónimo de progreso, desarrollo y de cambios radicales que buscan partir la historia política de un país de manera sagital y radical. No obstante, no se puede ignorar que para que ella sea funcional y aplicable, deberá contar con la labor de cortes serias y respetuosas del espíritu constitucional.

Mi niñez, la constitución, la inestabilidad y la crisis

Pero volvamos al primer planteamiento de esta disertación: la historia.  Así que tomemos un poco de aliento, entremos a la máquina del tiempo y experimentos un viaje temporal, una retrospección de veintisiete años de historia particular, signada por la historia oficial del país, que incluye aquellos momentos álgidos en que fue aprobada la Constitución del 91.  En esos momentos, era claro que la promulgación de nuestra Carta Política obedecía a un momento de crisis en el país.

Los momentos críticos no son una realidad oculta que nadie se atreve a rebatir. Los fantasmas de la inestabilidad sobrevolaron por todo el país y se nos fueron enquistando en la mente y en el estado de ánimo. Eso fue lo que vimos y padecimos como un cáncer, hasta sospechar de una metástasis insalvable. Para aquellos que no cuentan con problemas de memoria histórica, y le hacen el quite a las garras ponzoñosas de la anomia, las instituciones estaban comenzando a ser cuestionadas por el narcoterrorismo implacable accionado por “los extraditables” y por el secuestro de periodistas y figuras reconocidas a nivel nacional. Su intención consistía en presionar al gobierno.

Su cometido era evitar la extradición de estos sujetos hacia la potencia del norte.  Aún está plasmada en mi memoria esta famosa frase del capo Escobar: “Preferimos una tumba en Colombia que una cárcel en los Estados Unidos”.

Entonces los aires de crisis y de inestabilidad se fueron apoderando de la nación. Y esos vientos demoledores fueron granjeando el ambiente propicio para un cambio de rumbo en materia constitucional. Aún faltaban muchas calamidades antes de lograr ese cometido y por eso, aunque no tenga mucho valor intelectual y bibliográfico, quiero traer a colación mi niñez y el ambiente previo a los cambios acaecidos en el 91. Paradójicamente, cuando los constituyentes se sentaron a crearla, no consideraron apropiado aprobar la extradición. ¡Esas son las ironías que se viven en este país!

Pero volvamos con los recuerdos personales. Desde los cinco años empecé a adquirir ideas vagas de lo que era Colombia. Es obvio que no eran concepciones amplias y complejas, abarcadas desde la Ciencia Política, pues todo obedecía a una mente infantil incapaz de debatir sobre el significado de definiciones complejas como son ‘Nación’, ‘País’ o ‘Estado’. No obstante, a mediados de los 80, ya sentía una fuerte inclinación por sentirme colombiano, aunque en buena medida aún era imposible pedirme que razonara sobre los compromisos patrióticos que eso implicaba y también ignoraba que Colombia era regida por una arcaica constitución decimonónica.
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Por esa época, tenía ideas pueriles de lo que eran las instituciones oficiales en cabeza de un señor decrépito, de apariencia desencajada, que realizaba desesperantes alocuciones en pleno ‘prime time’ de la televisión colombiana de ese entonces. Tiempo después, luego de ubicarme racionalmente en el mundo, supe que se trataba de Virgilio Barco, que es tal vez el menos recordado de los estadistas nacionales recientes.

Recuerdo los parques infantiles, los Pitufos en la televisión y las primeras planas de caligrafía, pero no tengo recuerdos del fuego desatado entre los carteles de la droga, los bombazos, atentados y masacres perpetradas en ese entonces por los capos antioqueños y vallecaucanos. Ni mi mente tiene registro alguno del asesinato de líderes preponderantes como Rodrigo Lara Bonilla o Pardo Leal.

Sin embargo, en el último año de preescolar, en medio del ajetreo propio de un trasteo, recuerdo con dolor el asesinato de Luis Carlos Galán. Me devuelvo en mi memoria y observo las caras largas y desencajadas de mis papás, que se ponían cada vez más lúgubres, cuando observaban las informaciones del noticiero “24 horas”. Corroboraban entonces que el líder del ‘Nuevo Liberalismo’ había sido abaleado en Soacha.

Desde luego mi niñez coincidió con un periodo de inestabilidad, violencia mafiosa, corrupción enmarcada en amplios niveles y magnicidios que motivaron movilizaciones sociales, que comenzaron abrirnos los ojos frente a lo que pasaba. La respuesta contundente debía estar sujeta a un cambio radical de la Constitución ideada por Rafael Núñez en las postrimerías del siglo XIX. Esa fue la solución presentada por grupos juveniles y estudiantiles como la Séptima Papeleta que reclamaba una participación política más activa por parte de aquellos que no hacían parte de las estructuras partidistas tradicionales.

Mientras tanto, los extraditables seguían sembrando desasosiego en las ciudades principales y el gobierno conseguía acuerdos con Pablo Escobar. Aún recuerdo el ruido de los helicópteros transportando a este siniestro personaje hacia el filo de una montaña enclavada en plena zona rural de Envigado. Entonces se montó toda una parafernalia y una comedia actoral en la que el capo vivía cual Rey Midas, en la cárcel de la Catedral, dedicado a sus actividades ilícitas, mientras la administración Gaviria ignoraba esa situación.

La nueva Constitución fue aprobada y siguieron los problemas, las violaciones a los derechos humanos, la indigencia siguió creciendo hasta llegar a los ocho millones de desamparados que tenemos en la actualidad.

¡Bienvenidos al mundo real¡

Por eso tengo mis dudas sobre la capacidad mesiánica y mágica que pueda tener una Constitución para encontrar una solución contundente que resuelva todos los problemas de inestabilidad social, política y económica de una nación.

Siguiendo esta idea, no estoy afirmando que la promulgación de una Carta Magna sea un esfuerzo inútil, utópico y una actitud fallida para darle orden al Estado. ¡No… ni más faltaba! Tanto las sociedades como la vida particular de los hombres, deben tener ideales y un norte en el horizonte, para que los proyectos tengan cabida en el largo plazo, para tener la posibilidad de crear cultura, lo cual no está inscrito en las mentes cortoplacistas. Eso mismo sucede con la “norma de normas”.
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Pueden ser esos ideales inalcanzables, posibles de ser cumplidos sólo por ángeles y no por hombres,  poco palpables; pero la vida individual de cada sujeto, o los proyectos nacionales estarían a la deriva, si no cuentan con modelos a seguir. La Constitución puede ser vista como un modelo de conducta para los ciudadanos que no ostentan cargos públicos, para los propios servidores públicos que deben rendirles cuentas a los electores; la Constitución es el derrotero, el ideal y la utopía a seguir.

La Constitución es ideal pero también realidad palpable. Su cumplimento es obligatorio para todos los conciudadanos que son regidos por ella. Pero como quimera y sueño, es la catapulta hacia una sociedad perfecta, donde no abunden los desequilibrios entre los poderes y los consabidos choques de trenes entre las ramas del poder público. Es la garantía para el respeto de los derechos fundamentales, donde el aparato socio-político y la democracia liberal, deberán funcionar y tender hacia el funcionamiento milimétrico y perfecto de un  modelo mecánico, regular y preciso como un reloj suizo.

Obviamente se tiende hacia ese estado de plenitud. No obstante, como sucede con las cosas en la vida, es habitual  no cumplir con esas metas,  en medio de un ambiente idealizado, tipo Tomás Moro en el que el que se logra una supuesta perfección.

Un Estado, una nación, la patria misma jamás lograrán esos deseados márgenes de perfección, pese a las intenciones plasmadas por las asambleas constituyentes. No solo Colombia ha pasado por esa tendencia a considerar la Constitución como la panacea y la solución a todos los problemas. Yo creo que esa es una tendencia en los países en vía desarrollo, periféricos y donde la democracia liberal ha tenido serios tropiezos.

Algunos ejemplos del vecindario latinoamericano

Para no irnos muy lejos, es pertinente tomar algunos ejemplos del vecindario latinoamericano. Bolivia en medio de un clima de inestabilidad social y política, con un conflicto irreconciliable entre los departamentos de raigambre indígena y Santa Cruz donde abundan los empresarios y los aires separatistas, promulgó una nueva Constitución en cabeza del líder cocalero Evo Morales. Una carta magna del altiplano boliviano ideada con el objetivo expreso de lograr la cohesión social de una población completamente desarticulada y donde se presenta una enorme brecha social. Sin embargo, los conflictos continúan, pese a los mandatos folclóricos del estadista indígena.

Lo mismo se podría decir de Ecuador. Ante el clima de inestabilidad política en el que diez  presidentes fueron derrocados en diez años y alejados de sus funciones ejecutivas, se cree que una Constitución es la respuesta para tantas contrariedades. Por eso,  las intenciones del actual mandatario Rafael Correa con la propuesta constitucional que recientemente fue aprobada en el vecino país, también trató de traerle sosiego a las instituciones ecuatorianas. En buena medida ha conseguido —aunque el estadista nacido en Guayaquil no sea santo de mi devoción— cierta gobernabilidad y aprobación popular a su mandato. Sin tomar en cuenta los serios indicios de su vinculación con las FARC que comienzan a minar su credibilidad.

Tal como sucede en las democracias inmaduras —de la que Colombia no se puede desligar— ante la irrupción de una nueva Constitución, los júbilos y los aires de cambio salen a relucir, creyéndola capaz de instaurar el paraíso en el corto plazo. En el caso de Ecuador, los cambios constitucionales son confundidos con los aires populistas de su mandatario. Un ambiente similar se percibe en las tierras que vieron nacer al Libertador: no se puede dejar de citar a la constitución venezolana promulgada por el comandante Chávez, en los inicios de su gestión gubernamental.
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Finalmente, es posible dilucidar por medio de la casuística y de los ejemplos que he venido citando, sacar a luz la siguiente premisa: en muchas ocasiones, la clase política de un país, bien sea tradicional o emergente, idean constituciones, creyendo restituir el orden, levantar cabeza en medio del caos y en buena medida, solucionar los problemas que van diezmando a la patria.

La Constitución no cambia el mundo por arte de magia

Pero el problema es más de fondo que de forma: las sociedades no cambian radicalmente por arte de magia o por acciones milagrosas desatadas por los ‘houdinis’ políticos.  Si no se tiene en cuenta eso, la constitución puede crear falsas expectativas, pues son textos que no están sujetos al corto plazo y sus resultados solo se podrán palpar luego del transcurso de muchos años.

Esa tendencia a considerar la Constitución como el elíxir que súbitamente le traerá desarrollo a la sociedad, es natural en aquellos Estados en vía de desarrollo donde no se tiene en cuenta que esta idea deberá estar sujeta a procesos culturales donde participen varias generaciones, en un proceso casi comparable a la construcción de una cultura nacional. Inglaterra, Francia, Japón o los Estados Unidos no se construyeron de la noche a la mañana. Y no se puede esperar de la Constitución, repentinos efectos mágicos y shamánicos.

Cabe preguntarse ¿Qué es de un país regido por una Constitución rayana en la perfección, con abundancia de artículos y con plenas garantías de los derechos fundamentales, si en realidad es inmaduro políticamente? La norma suprema pasaría a ser un pergamino de ornato, sólo observable como documento histórico que yace eternamente en la galería de un museo. Esa inmadurez política ha tornado a muchas constituciones, en simples “colchas de retazos”, cambiadas y modificadas dependiendo de los intereses particulares de turno de los parlamentarios y de sus tentáculos clientelistas.

Por tanto, sus usurpadores y sus modificadores corruptos, ignoran que la Carta Magna, bien aplicada, debe ser vista como documento idóneo para motivar transformaciones y efectos políticos serios. Desconocen su papel preponderante a la hora de traer progreso y desarrollo al pueblo que los eligió para  positivizar las leyes.  Las reformas irresponsables son propias de sociedades donde los partidos duermen en medio de un sopor profundo, están heridos de muerte y sus propuestas programáticas varían al son de sus conveniencias.
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De esa manera el Derecho se va diluyendo en beneficio de las maquinarias políticas corruptas y se hace un atentado mortal al Estado Social de Derecho y a su romántica propuesta de acoger e incluir por medio de derechos a todos los estamentos de la sociedad.

Ante un parlamento enceguecido por las corruptelas y latrocinios ¿Cómo preservar los derechos sociales de la Constitución, si esa noble labor está centrada en el legislador? Claro está, no estoy llegando a generalizaciones: no todos los congresistas son corruptos, pues los hay también honestos y trabajadores. Pero lo claro es que la destinación de recursos enfocados a la atención de las prioridades sociales de la nación —amparadas por la constitución— recae en su responsabilidad. Es como dejarle el alma al diablo, es como si estuviéramos sumergidos en una constante ceguera y elegimos a personajes expertos en diezmar las arcas públicas. Sufrimos de anomia y caemos de nuevo en la premisa marxista, aquella que fue citada en los inicios de este texto.

“Reformitis” aguda, la inoperancia de la Corte Constitucional y la sociedad civil

Con esos aires reformistas, presentados año tras año, ¿cómo se pueden esperar efectos serios, proyectados a largo plazo, a favor de las comunidades? Ese es uno de los cometidos constitucionales. De lo contrario, las buenas intenciones constitucionales se van quedando sólo en el papel y la norma de normas, se va llenando de postulados y mandatos que sólo obedecen al corto plazo. Para luego volver a modificarlos y entonces seguir una espiral reformadora, un círculo vicioso en el que los congresistas se enfrascan en disputas amañadas por cambiar el contenido de artículos y preceptos constitucionales. No piensan que las leyes deben estar construidas para crear cultura a largo plazo en una sociedad.

¿Qué se puede esperar de un contexto en el que la Constitución es manipulada según los arbitrios y designios de los corruptos? En ese ambiente hostil, la Corte Constitucional es poco lo que puede hacer para  salvaguardar el espíritu constitucional, cuando los magistrados están maniatados por los intereses del ejecutivo y de los legisladores siniestros. Para su real funcionamiento, la Constitución deberá contar con la vigilancia de la Corte para que sus principios más importantes no sean vulnerados.

Más aún, aunque muchos expertos lo han dicho, es bueno recordar lo siguiente: el trabajo de la corte canaliza la loable labor de constitucionalizar el derecho de una nación. Ese uno de los principios funcionales de la Carta Magna que influye de manera notoria en el trabajo de legisladores, en el desarrollo de la jurisprudencia y determina la manera de actuar de los funcionarios públicos, de los miembros de los partidos políticos, de los ciudadanos en general. ¡Que hermoso es el orbe constitucional! Pero que difícil de cumplir.

Asimismo, la norma de normas deberá contar con el apoyo de movimientos de la sociedad civil que exijan el cumplimiento de los postulados constitucionales, tanto de ciudadanos como del sector oficial. Cuando es tratada como ropa de trabajo, la situación es revertida en las otras leyes y por eso contamos con preceptos flexibles en los que se evidencia la inoperancia de la justicia. Criminales cometen delitos atroces comparables a los cometidos en Auschwitz, son capturados y a los meses son puestos en libertad.

Por otro lado los gobernantes y legisladores inteligentes y buenos desdeñan que la Constitución es el canal ideal para mostrar resultados de gestión ante sus  electores. Pues para nadie es un secreto que los estadistas modernos tienen un afán acelerado por mostrar índices y logros de su administración, pero ignoran los postulados constitucionales más preponderantes. El cumplimiento de las directrices constitucionales debería ser el rasero para calificar las actuaciones del ejecutivo y el legislativo. Por tanto, si los derechos, la pluralidad, la participación están amparados en ese sagrado papel, la sociedad puede evaluar su aplicación real, en cuanto a la protección y derechos de las minorías, la libertad de expresión, de desarrollo a la libre personalidad y el cumplimiento de los derechos fundamentales.

De la Constitución, las revoluciones y las movilizaciones ciudadanas

La Constitución se ha debatido en un juego continuo y contradictorio de imposiciones autoritarias impuestas por el establecimiento, ya sea monarquías, regímenes dictatoriales, parlamentarios y presidencialistas. Intercalados con revoluciones, contrarrevoluciones, disputas caudillistas, peleas partidistas, movilizaciones sociales y movimientos pacíficos de desobediencia civil. En materia de derechos, algunas veces se han alcanzado logros considerables que súbitamente son subvertidos y heridos de muerte por tendencias arbitrarias.
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Por eso, a los logros alcanzados en La Bastilla y la Declaración de los Derechos del Hombre, siguió el régimen de terror orquestado por los propios revolucionarios y por aquelllos personajes con mente robespierana. Todos esos azahares en los que se sacrificaron muchas vidas, repercutieron notablemente en las constituciones liberales de la época y en las venideras.

Eso indica que una Constitución puede ser vista como un homenaje y una aplicación real del esfuerzo intelectual de personajes que lucharon en un plano teórico y social, por impulsar la separación de poderes y sus advertencias ante los peligros despóticos del poder concentrado en una sola persona.

Para esos efectos, la Constitución es un agradecimiento y un homenaje hacia esas minorías que recibieron recriminaciones y ataques del sector oficial, de grupos minoritarios a los que, durante mucho tiempo, se les negaron sus derechos fundamentales a la propiedad,  a no ser considerados como delincuentes y a que se les considerara inocentes antes de demostrar lo contrario. Es el reconocimiento de líderes de la talla y peso político de Gandhi, Marthin Luther King, Nelson Mandela, entre otros. Enormes líderes sociales, capaces de enardecer las masas segregadas y de catalizar vastas movilizaciones en pro del reconocimiento de los excluidos en sus respectivas sociedades. Pese al ordenamiento social de castas, en la India —seguramente influenciada por el pensamiento aún vigente del gran Mahatma— se ejerce una Constitución en la que se reconoce los derechos de muchos grupos étnicos milenarios que conviven en los vastos territorios adyacentes al Océano Índico. Por algo es la democracia más grande del mundo.

En el caso de Luther King, la Constitución puede ser traída a colación para reconocer los derechos estipulados, en un principio, por una minoría acaudalada que durante mucho tiempo ignoró los derechos de los esclavos libertos. Muerto King, la penosa situación racial parecía no tener fin. Sin embargo, cuatro décadas después de la contracultura de los 60, Estados Unidos cuenta con un presidente afro descendiente, que va acorde en su plenitud a lo planteado por los padres de la patria norteamericana. Pero aún queda mucho por hacer: reconocer los derechos fundamentales de los musulmanes que se han visto maltratados luego de los ataques del once de septiembre. Por eso, la Constitución sigue siendo el ideal a seguir a pesar de las falencias y vejámenes presenciados en la realidad.

En nuestro caso, aunque nuestros líderes criollos cometieron algunos errores en la independencia, pues estuvieron sujetos a las directrices promovidas desde Gran Bretaña, las ideas de libertad reflexionadas por Simón Bolívar o Santander, quedaron sumidas en el olvido, por el accionar de todas las “patrias bobas” experimentadas en este país. Camufladas a lo largo del siglo XIX y XX, en movilizaciones caudillistas que solo favorecían los  intereses personalistas de los líderes de turno,  testimoniada en los cambios repentinos de Constitución que dependían de manera directa de las aspiraciones egoístas de los tradicionales grupos políticos. Sin contar con esas problemáticas, nuestra Constitución es un bálsamo que conserva las ideas más originales y aplicables de nuestra revolución e independencia. Aunque muchas veces no solo es revolución, sino tiempo de crisis, tal como lo expusimos en los anteriores párrafos.

Luego de tantos sacrificios y derramamientos de sangre, después de extirpar tantos cánceres sociales, las constituciones actuales son una apología de aquellos que lucharon por reconocer el derecho de propiedad a toda la población amparada en el Estado Social de Derecho. Es un espaldarazo contundente a los viejos promotores del ‘Habeas Corpus’, para que no existan detenciones y privaciones a la libertad, arbitrarias e injustificadas.

Pero cambiemos de perspectiva y analicemos otros horizontes. Aún antes del auge de las revoluciones y de las movilizaciones antes citadas, los derechos ya existían, pero por ignorancia o por vicisitudes históricas, eran muchas veces pisoteados. Es posible decir que los derechos son inherentes al ser humano, que su existencia es previa a la Constitución, pero que ésta tiene la funcionalidad de legitimar esas facultades.

¿Qué sucede con esos derechos cuando los poderes no están regulados y no operan bajo la independencia? Es obvio que dicho cuestionamiento está enmarcado en un contexto autoritario y totalitario en el que el poder puede inmiscuirse hasta en el más mínimo detalle de la vida privada de las personas, pues no habría cabida para una Constitución y seria imposible la deliberación, el discenso y la participación, factores claves para el desarrollo de una sociedad democrática. Ante la anterior pregunta no habría cabida para conciliaciones entre el poder y los ciudadanos.

La Constitución es un pacto social

Precisamente, la Constitución es el resultado de un pacto social entre los ciudadanos, de una deliberación activa entre diferentes actores sociales y políticos que quieren establecer un gobierno digno y deseoso de fundar un Estado democrático. Un cuerpo estatal amparado por una Carta Magna, capaz de garantizar y expandir los modelos de democracia liberal, respetar los derechos políticos de todos los gobernados, sin excepción y sin favorecimientos hacia un grupo o clase social en particular, pese a que en el plano real no se cuente con esos equilibrios democráticos.
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No es ningún secreto que la Constitución está confeccionada para traer beneficios y desarrollo a la sociedad. Si esto es así, si en realidad se creó un pacto para construirla y lograr ese cometido, entonces la respuesta más inmediata, radicaría en que su acatamiento no debería ser una carga para los ciudadanos. A la Constitución hay que despertarle sentido de pertenencia. Despertarle gusto a la población cuando se trate de respetar los postulados constitucionales, porque de esa manera nos estaríamos beneficiando todos.

En síntesis, al considerar otros postulados, es posible afirmar que una Asamblea Nacional Constituyente crea una Constitución —como ya se ha afirmado— para regular el poder que ostentan el ejecutivo, el legislativo y la rama judicial. Para que ninguno se imponga sobre los otros. Lo anterior parte de la base de consolidar un Estado netamente democrático y por el respeto irrestricto hacia el Estado Social de Derecho.

Sin embargo, se puede traer a colación, el caso de constituciones amañadas que se inclinan servilmente ante el poder ejecutivo y así favorecer sus intereses. En ese caso, se pueden observar muchos ejemplos: En Venezuela, el gobierno central tiene maniatado a los jueces y es común detallar que algunas acciones emprendidas por esos funcionarios, obedecen a dictámenes ordenados por el ejecutivo en el Palacio de Miraflores. En teoría, la Constitución delimita la separación de poderes y evita la concentración en uno de ellos. Eso es claro en cualquier Constitución enquistada en el orbe de la democracia liberal. Este es el ideal a seguir, pese a algunos intentos autoritarios de ciertos gobiernos que intentan incidir en las decisiones tomadas por las altas cortes.

En conclusión, la Constitución es sinónimo de ideal, quimera… es sueño, es también frustración y cambio. Al mismo tiempo es aplicación en la vida real; es la brújula que nos muestra el camino, aunque no seamos ángeles y no vivamos en sociedades perfectas. No es Merlín, no es una varita mágica que desterrará de tajo, todos los problemas que aquejan a la sociedad.

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