Sociedad Cronopio

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ESTADOS UNIDOS, UNA SUPERPOTENCIA EN SOLITARIO

Por Juan Pablo Convers*

Pese a que el actual escenario globalizado —con sus desarrollos sin precedentes en los transportes, las comunicaciones, la aceleradísima creación de nuevas tecnologías y el acceso casi ilimitado a un número incalculable y creciente de información, productos y servicios de todo tipo— nos hace hablar de un mundo multipolar, cada vez más interconectado, en donde los Estados disfrutan de un alto margen de maniobra y autonomía para manejar sus propios asuntos (como cerrar deliberadamente sus mercados o iniciar una carrera armamentista).

Por ejemplo, aunque existan centros emergentes de poder con una amplia capacidad de influencia, como Brasil, Rusia, India y China (BRIC), que parecieran evidenciar una visible fractura del poder del centro a la periferia; no obstante los mal llamados países en desarrollo tengan hoy un mayor acceso a los mercados y una creciente cuota de participación en los mismos; y a pesar de ser el epicentro de la más reciente y profunda crisis económica, tener una deteriorada imagen y no haber tenido buenos resultados en las últimas guerras libradas, hoy, los Estados Unidos siguen siendo, por mucho, la única superpotencia mundial existente.

Nunca antes, en nuestra historia reciente, un país se ha superpuesto con tanta ventaja sobre sus potenciales competidores, quienes, ni aún unidos, han podido acercársele siquiera. Como lo evidencia contundentemente el Ex Subsecretario de Comercio estadounidense y principal asesor económico de Bill Clinton, Robert J. Shapiro, en su reciente libro «2020 Un Nuevo Paradigma» y citando al reconocido teórico de las Relaciones Internacionales, Stephen Walt, existe “un desequilibrio de poder en favor de los Estados Unidos [que] no tiene precedentes históricos […] en casi todas las dimensiones importantes del poder”.

En el contexto del Estado Moderno, el desfile de superpotencias se ha encontrado relativamente bajo un cierto equilibrio de poder o por lo menos el desequilibrio nunca ha sido tan abrumador como lo es en el presente. Así, entre el siglo XVII y XIX se sucedieron el predominio mundial los imperios de España, Portugal, Holanda, Francia y el Reino Unido en un entorno competido y desafiante, en donde, pese a las evidentes ventajas económicas, políticas, militares y culturales propias de la superpotencia del momento, el mantenimiento de una brecha sustancialmente amplia, constante y simultánea sobre las grandes potencias en todas las mencionadas dimensiones resultó materialmente imposible.
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En la misma sintonía, durante la primera mitad del siglo XX, el Reino Unido (con una capacidad de influencia en acelerada disminución), Estados Unidos, Francia, Alemania, la URSS y Japón  tuvieron un importante y disputado peso cultural, económico, político y militar. Y, finalmente, el equilibrio bipolar que trajo consigo la guerra fría mantuvo la descrita situación típica de un escenario competido.

Sin embargo, el desplome de la cortina de hierro y el fin de la superpotencia comunista ha dado paso a un escenario atípico encabezado por un actor que por sus desproporcionadas dimensiones resulta ser único y anómalo. Se ha hecho expresa una nueva geopolítica: la geopolítica de la superpotencia única. Desde hace más de dos décadas no existe rival alguno que amenace su hegemonía o que no se vea determinantemente afectado por sus políticas. Las explicaciones de tan drástica afirmación son las mismas que explican los procesos y la estructura del actual sistema político global.

Aunque resulte equívoco afirmar que Estados Unidos coordinó e impuso deliberadamente junto con sus aliados la globalización como proceso, sí puede afirmarse con contundencia que el mundo globalizado, como realidad actual, se moldeó en favor de los intereses de predominio de la superpotencia única (sin que ello quiera decir que no se hayan visto fuertemente beneficiados los demás actores). Así, el escenario de interacción e interdependencia propio de la economía global en el que todos los actores confluyen en un único mercado, más que una difuminación del poder estadounidense, significa su dominio y posición indispensable sobre el nuevo escenario.

Los consumidores y empresas estadounidenses compran a los países bienes y servicios por el valor de USD$2,2 billones (2006), el equivalente a más del 6% de la producción mundial anual fuera de sus fronteras. Lo que hace que cientos de millones de personas y organizaciones alrededor del mundo dependan económicamente más de los Estados Unidos que de sus propios Estados, situación conducente a que los grupos internos de presión influyan sobre sus gobiernos en favor de los intereses gringos y su continuo crecimiento, todo ello en detrimento de posturas nacionalistas limitando la propia capacidad de sus dirigentes.
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La superpotencia americana controla también los principales desarrollos tecnológicos e informáticos siendo dueña de las patentes de los más importantes software e influyendo más que ningún otro actor sobre la plataforma de Internet. Corporaciones de la escala de Microsoft, Apple, Google, Facebook, Twitter y Amazon no han podido ser aún desarrolladas por ningún  país y se constituyen como la base comunicacional más efectiva y masiva mediante la cual Estados Unidos transmite, posiciona y refuerza directamente sus patrones culturales y valores organizativos a, por lo menos, casi 1/6 de la población mundial (1.018.057.389 de personas con acceso a Internet).

La Web se ha construido bajo el ideario americano: abierta y descentralizada; y los desarrollos que no vayan en ese sentido, que no adopten el enfoque básico estadounidense de hacer negocios, poco éxito tendrán en este fundamental y decisivo escenario. El modelo económico y empresarial de la superpotencia es el más apto y eficaz para producir desarrollo y prosperidad en la realidad globalizada, pues, como explica Shapiro, “durante casi una generación la globalización ha inutilizado la capacidad de [otras] fórmulas para generar un crecimiento fuerte y sostenido, y una igualdad y seguridad mayores resultan menos atractivas cuando nos enfrentamos a la perspectiva de acabar siendo más pobres.” Además, la presión que establece el escenario global para que disminuyan las protecciones y regulaciones y se permita una fluida transferencia de tecnología, información, bienes y recursos humanos crea consecuentemente un clima de libertad económica que suele ser la base del proceso para una progresiva ampliación de libertades políticas y civiles propias de la democracia liberal, sistema político insignia del gigante del Norte.

Por último, y en confluencia con la superioridad tecnológica y el (hasta ahora) inigualable músculo económico y financiero, Estados Unidos cuenta con la capacidad militar más poderosa que jamás haya existido en la historia de la humanidad. Con un promedio de gasto militar anual de USD $570.000 millones (2006) en defensa, EE.UU. invierte tanto como el resto del mundo unido y destina a investigación unos USD $73.000 millones, el equivalente a todos los presupuestos anuales en defensa del mundo sumados menos el de China.
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De esta forma EE.UU. sostiene su arsenal nuclear y refuerza su poder militar convencional, el cual, con por lo menos dos generaciones de adelanto tecnológico sobre cualquiera, es el único con presencia global y con capacidad de desplegar con inmediatez masivos contingentes terrestres, navales y aéreos en casi cualquier parte del planeta. Y aunque países como Rusia, Corea del Norte, Francia, Pakistán, Reino Unido, India e Israel dispongan de tecnología nuclear ofensiva (los dos primeros con capacidad virtual de alcanzar su territorio), dicho poder militar termina siendo un poder disuasivo, un mecanismo efectivo de presión e influencia para determinar escenarios internacionales regionales más que una herramienta real de guerra, pues, no se ha utilizado en más de sesenta años y es poco probable que alguien se atreva a utilizarlo en un futuro cercano.

La obsesión antiamericana (antiestadounidense) y su doctrina revolucionaria terminan siendo, en este contexto, en vez de una alternativa real y posible a la hegemonía de poder, un pintoresco discurso populista del que se valen los caudillos contemporáneos para obtener réditos políticos e impulsar y establecer sistemas cerrados de poder que les permitan posesionarse indefinidamente en los gobiernos sacrificando el bienestar (o la oportunidad del mismo) de generaciones presentes y futuras. En el nuevo escenario geopolítico resulta absurdo luchar contracorriente o con la corriente, el éxito de los nuevos modelos y fórmulas debe buscarse y erigirse, inevitablemente, en la corriente.
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*Juan Pablo Convers es estudiante de noveno semestre de Ciencia Políticas en la Universidad Pontificia Bolivariana.

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