EN PRIMERA PERSONA EN BRUSELAS
Por Soledad Murillo de la Vega*
Decir Cámara de Diputados es, para la mayoría de nosotros, un grupo de siglas provistas de caras pero sin cuerpos. Unos individuos asomados a su escaño, nos observan por las mañanas al desayunar. Fotografías cuyos rostros serán amables o insultantes y sólo dependerá de los gestos que cada periódico haya querido robar para sus lectores.
Yo misma, antes de ocupar un cargo en el Gobierno, recorría con una prisa huidiza las páginas de política nacional quedándome sólo con los titulares; no confiaba en hallar ninguna revelación intelectual en sus contenidos. Es más, me asombraba que quienes legislaban en plural tuvieran un efecto tan singular, por lo irremediable y directo sobre la vida de cada persona. Todo era posible en un mismo Real Decreto: desde la maligna provocación de fijar el precio de su cigarrillo, hasta la prohibición de fumárselo donde más apeteciera. Que sencillo parecía regular los destinos biográficos mediante Leyes obscuras a los ojos de extraños, cuyos códigos sólo se abren a los leguleyos.
Este escenario se volvería extrañamente familiar en un futuro, meses después de un abril de 2004, cuando recibí la llamada de un Ministro de Trabajo que reclamó mi disposición a formar parte de su equipo. Me rebelaba a creer que no hubiera sido una confusión y confesé que no nos conocíamos. Reconoció que él sólo sabía que yo sabía de igualdad de oportunidades.
De pronto, lo que era enfundarme en temas que, por vivirlos y estudiarlos parecían una segunda piel, se transformaron en la desazón de quien no conoce el piso por el que deambula. Mi primera reacción fue encontrarme de cara con la perplejidad. Lo que parecía un sentimiento, se transformó en una sombra alta, áspera y engreída, que me acompañó los dos primeros años de mi cargo. Nadie lograba entender «qué era eso de la igualdad» y, en un afán calvinista, un coro de interrogantes me interpelaba por su utilidad.
Lo que era evidente es que, de no haber sido por la contención presbiteriana propia de la clase política, se hubieran hecho más explícitas las dudas acumuladas sobre la efectividad de mi propio cargo. La perplejidad no me abandonaba, se desdoblaba en mil caras, condescendiente o catastrófica, dependiendo de quién estuviera frente a mí: Secretarios de Estado, Inspectores de Trabajo, Abogados del Estado, todos haciendo gala de la envergadura de sentirse parte vital del núcleo de la estructura del Estado. No sólo del propio, sino de cualquier Estado que se preciara de contar con los mejores funcionarios, mientras que yo representaba un cargo desnudo de memoria, de la necesaria investidura. La igualdad era una materia que acababa de introducirse en el enjambre de la administración y como recién llegada, se la recibía como una extravagancia o una moda pasajera, al tiempo de tener que ser reconocida como una tarea que habría que aceptar.
Mis citas con diferentes personas daban buena cuenta de ello, citas con cálida temperatura al inicio, federaciones, lobbies de empresarios, ejecutivas que se ofrecían a ser mi paradero, mis cómplices en la redacción de una Ley de Igualdad, o de Violencia.
Todos los acontecimientos se sucedían con la mejor de las voluntades, hasta que yo demandaba una colaboración más concreta, en suma, cruzar el límite del propósito a la acción. La solidaridad con la igualdad mutaba en rictus si yo quería revisar sus sistemas de selección para hombres y mujeres. Me preguntaba por qué hurgaban en la vida de las futuras candidatas sobre cómo conciliarían su tiempo con hijos, suegras, tíos, y fiestas de cumpleaños, en vez de priorizar su historial profesional.
Pero en las mujeres la biografía afectiva sobresalía con tal fuerza que palidece todo mérito. Me preguntaba, porque mi perplejidad estaba alimentándose día tras día, cómo la misma pregunta sobre las cargas familiares contenía fines tan diferentes para los hombres, para aquellos candidatos al puesto de trabajo. Aquí no se temía por su dedicación, sino todo lo contrario, por qué su posición en la familia se revolviera contra él, y convirtiera su ascenso o su sueldo, en una voraz lucha por permanecer bajo cualquier condición. Siempre debían estar listos para superar en dos palmos a otros colegas, rendir más si cabe, pues no en vano portaban la insignia de los cabezas de familia. Un papel del que muchos hombres rehúsan desprenderse, abrumados por llevar la dirección en su trabajo y en el hogar, en vez de arriesgarse a mantener una relación en la que compartir suponga desertar del orden masculino y femenino para adoptar el nombre propio. Aun sabiendo que, como todo lo propio, tiende a desbocarse cuando a uno le pretenden sujetar al rol de lo esperado y predecible.
La futura ley parecía una propuesta de alfileres. Si la vanidad nos hubiera vencido podríamos haberla diseñado libres de réplica o consentimiento. Sin embargo, una confección que diera la razón al modisto no serviría para nadie, porque no se trataba de estirarse y mirar por encima de quienes debían cumplir la norma. De nada sirve legislar sobre un espejo y, menos aún, al querer redactar una ley que propusiera vivir entre iguales aquellos que nunca lo fueron.
Mi encuentro con los profesionales de la medicina fue semejante al descubrimiento del metal. Yo llevaba conmigo la intención de redactar un documento, cuyos datos reflejaran las marcas de la violencia. Ellos escuchaban atentamente, adiestrados en la escucha de los pacientes ávidos de respuestas, los beneficios de alcanzar acuerdos entre todos los Colegios de Médicos, pero convertían su profesionalidad en un icono de roble, ante cuya sombra las demás profesiones parecían concesiones a la diversidad o intereses de mundos limitados y con escaso poder de ejecución.
Superadas las fronteras entre saberes, era importante que si una mujer llegaba a consulta y su cuerpo delataba golpes, su testimonio no fuera el único factor determinante para calibrar la violencia, pues es sabido que el afán de ocultar lo ocurrido será su meta y no querrá desvelar quién la persigue y la degrada. De esta forma, era la exploración médica y los signos de maltrato que se desprendiera de ella, lo que obligaría al médico a informar a un juzgado de lo penal, puesto que ella no se permitirá actuar en su propia defensa. En eso consiste la violencia: en hacerte creer que no te mereces existir.
Fue para mí como inaugurar una era, tejer una red de profesionales prestos a colaborar y, sobre todo, a desmentir a que no se aceptan cambios en la esfera política, o que la burocracia es una muralla de celosos especialistas. Logramos que todos nos entendiéramos y, lejos de criticar a la víctima por obstinarse en proteger al maltratador, dieron el paso de entender que se debe hablar en nombre de quien prefiere decir que fue la escalera, la puerta, o una caída, la causa de ese moratón que tanto le avergüenza.
Las luces del ejercicio del poder me hacían sentir una maga al provocar entendimientos y compromisos con los responsables de aplicar las leyes. En cambio, volaba muy bajo con la perplejidad descolgándose noche y día al comparecer ante diputadas o diputados, cuyas preguntas estaban escritas con antelación a mi explicación, a mis datos. Un guion independiente de sus intérpretes. Más propensos a buscar enredarte en las propias palabras, a recordarte agravios de un partido político. Más expertos en defenderse que en entenderte. Así era el tablero, el escenario público en el yo operaba.
Un día decidí que la perplejidad no debía seguir haciendo guardia en mis noches y me bastó con elegir entre la igualdad y la necesidad de que la hicieran suya los demás. No quiero renunciar a pensarla como la facultad de no tomar a nadie como un menor. Sin una relación entre iguales, siempre habrá alguien proclive a creerse con derecho a la propiedad indebida.
Soledad Murillo de la Vega. II JORNADAS EUROPEAS DE DEBATE: “’CON SU PERMISO. De las cuotas masculinas a la paridad en el cuidado: para la igualdad, permisos iguales”. Madrid, 11 de diciembre de 2010. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=KrOXjn1Z3ok[/youtube]
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*Soledad Murillo de la Vega ocupó en España el primer cargo político en materia de igualdad en la octava legislatura (2004-2008), como Secretaría General de Políticas de Igualdad. Desde este cargo trabajó activamente para la aprobación y aplicación de la Ley Integral contra la Violencia de Género 1/2004 y en la Ley de Igualdad efectiva entre Mujeres y Hombres 3/2007. Ambas leyes le permitieron trabajar tanto con jueces y fiscales y, sobre todo, con empresarios y representantes sindicales de los cuales aprendió que la operatividad prima sobre otros razonamientos. Es profesora de Sociología e Investigación Cualitativa en la Universidad de Salamanca. Es coautora junto a Luis Mena, del libro «Detectives y Camaleones: El grupo de Discusión» Editorial Talasa, sobre los pasos que tiene que dar un equipo de investigación para hacer un buen proyecto. Hace parte del Comité Antidiscriminación de la Mujer de Naciones Unidas (CEDAW), fundado en 1979.