Sociedad Cronopio

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Mexico estadounidenses
Cannery in San Fernando (1940).  Las «canerias,» fabricas para el enlate de productos agrícolas californianos así como el jitomate.  Mis padres incluyendo mi madre y mis hermanas, trabajaron al lado de las personas que aparecen en esta foto/Nota del autor.

NOS VOLVIMOS MEXICANOS ESTADOUNIDENSES —Primera entrega—

Por Carlos B. Gil*
Traducción de Camilo Ramírez**

Pulse aquí para ver la segunda parte

CÓMO SOBREVIVIÓ NUESTRA FAMILIA INMIGRANTE PARA PERSEGUIR EL SUEÑO AMERICANO.

Ésta es una historia sobre mis ancestros que abandonaron México para perseguir una mejor vida en los Estados Unidos en los primeros años de la década de 1920. Igual que miles de otros inmigrantes mexicanos de esos años, ellos provenían de orígenes sencillos y laboriosos, principalmente eran peones y trabajadores de granjas, si no pueblerinos, y eran naturales de las provincias situadas al norte de Ciudad de México —la familia de mi madre de Jalisco y mi padre de Michoacán—. Tras cruzar la frontera estadounidense y encaminarse hacia California, pasaron cuatro años buscando trabajo en Fresno, Bakersfield y Los Ángeles, y, mientras tanto, entre sus mudanzas, la Gran Depresión se hacía sentir gradualmente.

Finalmente se mudaron a San Fernando, California, cerca de 20 millas al norte de Los Ángeles y la población se convirtió en nuestro hogar… ¿Por qué? Asentarse allí parece haber representado una oportunidad de estabilidad económica y de encontrar nuestro lugar bajo el sol, por así decirlo. Guadalupe, mi madre, explicó que ellos tres —su madre Carlota, su hermano Miguel y Juárez, su padrastro— se mudaron porque no podían ya costearse la gran casa en Sunland (California) que habían rentado alegremente al llegar juntos unos meses atrás. La razón principal para la mudanza, sin embargo, parece haber girado en torno al hecho de que Miguel y Juárez no lograban conseguir un trabajo estable en la Sunland y ambos habían concluido que, de alguna forma, San Fernando ofrecía esta posibilidad. Desgraciadamente ninguno de ellos relata exactamente por qué eligieron San Fernando y nos han legado la especulación al respecto. Mi tío Pascual, mientras tanto, encontró un trabajo estable en la industria maderera cerca al Parque Nacional de Yosemite.

En contraste con la jungla suburbana de asfalto y cemento de hoy día, San Fernando se erigía como una pequeña comunidad gozosa en el soleado desierto del valle norteño de San Fernando. Cuando nuestros pioneros se mudaron allí desde Sunland, el trigo aún se cultivaba y cosechaba en los crecientes parches de tierra arrebatados al suelo desértico, aunque gran parte de la tierra «desarrollada» comenzaba a dar limones, naranjas y toronjas —haciendo necesarios más trabajadores—. La aridez soleada… contribuyó enormemente al crecimiento de la industria de los cítricos allí y ésta, como habremos de ver, hubo de volverse famosa mundialmente. Este negocio de cultivar naranjas y limones afectó nuestras vidas, sin duda.

Revisemos brevemente cómo esta parte norteña del Valle de San Fernando se convirtió en una región cítrica esencial que presentó oportunidades de trabajo para los hombres de mi familia. Cuando mi madre y mi padre, Bernabé, se reunieron con mi abuela y Juárez en 1927, San Fernando, que comprendía cerca de siete mil habitantes en el momento, llevaba operando como asentamiento rural cerca de cincuenta y tres años; y como ciudad incorporada, dieciséis. Separada físicamente de la más grande y antigua ciudad de Los Ángeles, creció como una de las primeras comunidades urbanas del valle, seguida cercanamente por Burbank y Glendale. Exceptuando algunas granjas y huertos, estaba ataviada por el chaparral verde oscuro que crecía gozosamente a lo largo de los arroyos y las hondonadas, nutridos de humedad por las lluvias invernales. Aparentemente mi padre fue propietario de un sedán Chevrolet de 1922 (‘el sedán de cuatro puertas de menor precio en el mundo’) en 1927, y parece ser que podía haberlo conducido hacia el sur por la autopista US 99 sin casi detenerse hasta llegar a Glendale Gap, y desde allí podía dirigirse hasta la ‘placita’ que marca el corazón de la ciudad angelina. Había pocos asentamientos, si es que puede hablarse de alguno, que pudiera ralentizar su viaje en un marcado contraste con el presente.

POR QUÉ PUEDEN HABER ELEGIDO A SAN FERNANDO

Todo indica que nuestros viejos eligieron este asentamiento urbano relativamente nuevo debido a los trabajos que la industria de los cítricos ofrecía por ese entonces, como habremos de ver. Mis ancestros pudieron haberse ido a otra parte del sur de California, pero no lo hicieron. ¿Pudo haber otra razón para su elección de lo que había de convertirse en nuestro hogar, más allá de las oportunidades laborales?
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El automóvil de mi padre: siempre le gustó ser dueño de un auto o dos.  Aparecen mi madre, mi abuela, Doña Carlota, y Juárez su esposo. La niña es Mary, mi hermana/ Nota del autor.

San Fernando contaba con dos grupos de hispanoparlantes en 1927 que pudieron haber dado a mis ancestros un sentimiento de bienvenida. Uno era el de los californianos hispanoparlantes… de orígenes hispanomexicanos que, asentados en el valle muchos años antes de 1848, se ganaban a duras penas la vida viviendo bastante aislados en propiedades gigantes y poco desarrolladas. Podría decirse que sostuvieron la Alta California hasta la guerra entre México y Estados Unidos, cuando los ejércitos estadounidenses arribaron afirmando el control de su país contra la autoridad mexicana. La visión general es que estas familias perdieron todas, o casi todas, sus tierras posteriormente, pero permanecieron y, como en muchas otras comunidades del nuevo suroeste, como San Fernando, se mantuvieron de la mejor forma posible, aunque algunos tuvieron mejores resultados que otros. Parece ser que algunos de ellos se convirtieron en parte de las familias importantes de la región. Se dice que Andrés Pico, por ejemplo, era el propietario de todo el valle, justo después de la guerra. Un historiador local afirma que habitó el edificio principal de la misión, en San Fernando, con suficiente frecuencia para ofrecer fiestas lujosas en sus amplios salones cubiertos de adobes; en 1858, tras las hostilidades, se convirtió en brigadier general de la Milicia Californiana y, unos cuantos años después, sirvió también como senador del Estado.

La pregunta es, entonces, si ¿puede ser que mis ancestros eligieran San Fernando porque sabían de la supervivencia y la presencia de estos hispanos precedentes, y porque se habían dado cuenta de que podrían recibir ciertas ventajas allí, o ser tratados mejor quizás?

La respuesta es que probablemente no.

Un golfo parece haber separado a los hispanoparlantes, a los antiguos y a los nuevos. Muchos californios parecen haberse alejado de los trabajadores mexicanos recién llegados, como mis padres, a quienes comenzaron a llamar cholos, el cual es considerado un término despectivo. El sagaz periodista tornado historiador Carey McWilliams nos informa que la palabra cholo había sido usada largo tiempo antes de la llegada de trabajadores, como los de mi familia, y el término se usaba peyorativamente para significar personas humildes y pastores. En otras palabras, era un término burlón que implicaba basteza y falta de clase, y por tanto nos vemos presionados a creer que simplemente reutilizaron la etiqueta después de la guerra entre México y Estados Unidos, aplicándola a los trabajadores que comenzaron a llegar desde México. Parece certero decir que probablemente muchos hispanoparlantes de antaño no le dieron la bienvenida a nadie del cariz de mis ancestros porque, quizás, se consideraban a sí mismos más españoles que mexicanos, y esto les hacía, a sus ojos, mejores de alguna forma, a pesar del hecho de que la mayoría de ellos había perdido gran parte de sus tierras en favor de los anglos, a quienes parecen haber admirado a pesar de todo. No obstante, la relación entre estas dos comunidades de hispanos en dicho momento no está bien mapeada. Por tanto, sería interesante definir con mayor precisión qué receptividad pudieron haber tenido los mexicanos de 1927, como mis ancestros, de parte de sus compañeros de idioma que habían sobrevivido a la conquista americana setenta y cinco años atrás.

La otra razón que pudo haber atraído a mis ancestros en 1927, tal vez incluso más que la primera, es que muchos inmigrantes mexicanos como mis propios padres, ya habían llegado a San Fernando en aquel entonces. Habían formado una colonia, una parte de la población completamente suya, por así decirlo. Al igual que mi familia, habían llegado buscando trabajos y estabilidad familiar. Lo escrito por Clifford Zierer , geógrafo de UCLA, sobre ellos en 1934 mantiene su veracidad hasta el presente, es decir, que representaban «trabajadores… dispuestos a realizar cualquier tipo de labor que fuera necesaria». De hecho, en 1927, se irguieron prestos a trabajar dirigidos por los tempranos residentes angloparlantes de San Fernando y, de esta forma, contribuyeron a la construcción de San Fernando y del resto de California, tal como siguen haciéndolo en el tiempo de la redacción de este escrito.

SAN FERNANDO Y NUESTRO BARRIO EN 1927

En 1927, San Fernando ya mostraba los amplios contornos urbanos que yo habría de conocer como niño posteriormente, en la década de los 1940. Por ejemplo, el municipio ya estaba dividido en dos mitades por la línea férrea del Pacífico Sur y por la autopista US 99; ambas vías corrían contiguamente en este tramo de su trayectoria, en una pendiente del nordeste al sureste que continúa inclinando toda la cuadrícula urbana. El lado noreste de la población, más cercano a las robustas montañas de San Gabriel, contenía a los americanos que habitaban los primeros terrenos inaugurados por el Senador Maclay, uno de los fundadores del pueblo.

La avenida que lleva el nombre del senador hoy día, se intersecta con la US 99 en ángulo recto y se extiende hacia el noreste, desde la autopista hacia las laderas rugosas y cubiertas de chaparrales. En 1927, el boulevard Maclay fungía como la red principal de comercio para la comunidad angloparlante, de igual manera como hacía cuando yo era un niño. Ya desde 1918 el boulevard estaba embellecido por empresas comerciales, incluyendo un banco, una farmacia, tiendas de alimentos, carnes y muebles e iglesias construidas con roca de cantera, como la Primera Iglesia Episcopal en la esquina con la calle segunda, y la Iglesia Episcopal Metodista en la tercera calle; la escuela pública Morningside podía también ya observarse en la esquina de la calle quinta con la avenida Maclay. Hogares y cabañas atractivos, sombreados por árboles frondosos, reminiscentes del Midwest americano, se erigían en las inmediaciones del boulevard.
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“Los Gil” (1957).  Nosotros, los hijos, ya manifestando nuestro corte media-clasero de los años 50, incluyendo el hecho de que mi hermano mayor se había casado con una mujer norteamericana anglosajona.

Los mexicanos vivían en el lado suroeste, literalmente «al otro lado de las vías». Es allí donde estuvo localizado nuestro barrio, aunque la palabra colonia se usaba ampliamente para referirse a él en dicho momento. En 1948, McWilliams notó que los mexicanoamericanos tendían a vivir «involuntariamente ‘al otro lado’ de algo: una vía férrea, un río o una autopista». Nuestro barrio estaba circunscrito por las vías férreas y la calle San Fernando en el lado noreste, por el boulevard Mission, que extendiéndose hacia el sureste, desde la US 99, y tendiendo en dirección de la antigua misión, contenía algunos de los mejores hogares de la ciudad; la calle Huntington proveía el límite nordeste que se extendía hacia algunos huertos y potreros abiertos que comenzaban donde hoy se localiza la plaza La Rinda y la calle Amboy fungía como el límite sur–sureste de la ciudad. Sus altos álamos señalaban el fin del barrio, podía vérselos desde la calle San Fernando al contemplar hacia abajo la calle Kalisher. Estos árboles parecían actuar como rompevientos para los incontables huertos que se extendían al sureste de la población en la dirección de la antigua misión y de lo que hoy día es Granada Hills y Northridge.

En el presente las autopistas interestatales 5 y 405 manejan millones de vehículos que aceleran en dirección norte o sur, donde solía haber sendos naranjales. En cualquier caso, mis padres, y otras familias inmigrantes de México, encontraron un hogar con mayor facilidad en este rectángulo hispanoparlante del suroeste de la ciudad. Alrededor de cinco años después de que mi abuela y mis demás familiares llegaran, Zierer notó que el barrio incluía «el más hacinado y menos atractivo distrito residencial, en el cual se reunía casi toda la población mexicana». Allí estaban los edificios residenciales más pequeños de la ciudad, la mayoría de ellos construidos en lotes con frentes de ocho metros. Pocas, si es que alguna de las calles, estaban pavimentadas y casi ninguna contaba con aceras como las que se podía encontrar al otro lado de las vías, en el lado anglo. Los árboles exuberantes que daban sombra provenientes del Midwest estaban ausentes allí.

De acuerdo con Zierer… el cuarenta por ciento de la población de la ciudad estaba hacinada en el diez por ciento de la jurisdicción municipal. Los padres de la ciudad claramente favorecían su parte del pueblo a su lado de las vías con la abundante vegetación y con la infrasctuctura municipal que facilitaba la vida. Un estudioso de las primeras comunidades mexicanas en California, como San Fernando, concluye que muchas de estas «aldeas» mexicanas, como él las llama, fueron construidas por las compañías de cítricos para atraer y mantener en la zona a los trabajadores. Mis fuentes no han confirmado aún el desarrollo de las aldeas de las compañías en la ciudad, aunque la industria de los cítricos jugó un papel determinante a nivel local como habremos de ver.

Nuestro lado del pueblo albergaba más gente por kilómetro cuadrado y contenía más edificios raídos que el lado anglo, pero también podía jactarse de cierto toque de diversidad que parecía estar ausente en el lado de los otros. Aunque era poco frecuente observar negros allí, nuestro barrio contaba con residentes japoneses, por ejemplo. Nuestra tradición familiar es bastante clara al respecto y afirma que el origen de algunos residentes era japonés, no chino, aunque el censo de 1930 reveló la presencia de algunos inmigrantes chinos y filipinos. Sea cual sea el caso, nuestra tradición incluye numerosas referencias a el Jadi, el supuesto dueño de un edificio de madera de dos pisos que aún se yergue en la calle Griffith. Mi padre rentaba espacios comerciales suyos a finales de la década de los 1930, como habremos de ver, y por tanto nuestro conocimiento está anclado en la experiencia personal; se cree ampliamente que otros chapos o personas de origen japonés residieron en dicho edificio. Otro ejemplo de asiáticos residentes en la comunidad, antes de la Segunda Guerra Mundial, corresponde al dependiente de la tienda de alimentos desgastada por el clima, que se localiza en la esquina noreste de las calles Kalisher y Hewitt. Era un hombre asiático de cabellos grises que me atendió en repetidas ocasiones, cuando mi madre me enviaba a hacer las compras. Recuerdo acercarme a la puerta de entrada de la tienda y verlo sentado en medio del umbral observando la calle, presuntamente listo a saludar a sus clientes, aunque también podía ser que estuviera cavilando sobre su vida en los Estados Unidos o en su lugar de origen. Muchos años más tarde, había de darme cuenta de que este asiático fue reemplazado por uno de los hombres mayores de la familia Barragán tras la Segunda Guerra mundial y, así, no le volví a ver —los Barragán, una familia numerosa con un montón de niños de edad cercana a mí y a mis hermanos, eran miembros bastante conocidos de la iglesia católica de Santa Rosa—. Muchos de nuestra familia recordamos también un amplio campo de cultivos atendido por trabajadores asiáticos de tanto en tanto; estaba situado en el lote donde hoy se encuentra la escuela católica de Santa Rosa. Solíamos caminar a través de este campo cuando barbechaban la tierra. Quizás la iglesia obtuvo este lote de los trabajadores japoneses.

Estos recuerdos de asiáticos viviendo tranquilamente dentro de nuestro barrio han sido reafirmados por un diciente conjunto de materiales de archivo. Me refiero con esto a las notas de campo compiladas por los representantes de compañías de seguros de incendio, que examinaron cada edificio en la ciudad de San Fernando entre 1922 y 1923, supuestamente buscando riesgos de fuego. Su investigación produjo un libro enorme lleno de lo que yo llamo pictogramas de los edificios de la San Fernando de aquel entonces, con cada edificio representado en el libro por un cuadrado dibujado a mano y señalado con su respectiva dirección, con la composición material del edificio y con el tipo de negocio o actividad desarrollados en él. Por ejemplo, los agentes de seguros de incendio develaron la existencia de una «escuela japonesa» en el número 1335 de la calle Woodworth. Los miembros de más edad de mi familia no supieron sobre esta escuela, ni siquiera mi hermana Mary con su gran provisión de anécdotas sobre la gente y las familias que habitaban nuestro barrio mientras crecíamos.
(Continua página 2 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. El 30 de abril de 2013 tuve la oportunidad de asistir a la presentación que Carlos B. Gil hizo de su libro en la Biblioteca del Centro de Investigación y Estudios Chicanos de UCLA, libro del cual la Revista Cronopio presenta una espléndida traducción al español de varios fragmentos en las páginas anteriores.

    En su exposición, Carlos consiguió sintetizar en breves minutos el contenido de su libro, que es su propia historia familiar.

    Uno de sus comentaristas, el profesor James Wilkie, reconoció entre los méritos de este trabajo el hecho de que Carlos B. Gil no lo convirtiera en una autobiografía. Durante la presentación tampoco cayó en esa tentación.

    Otro comentarista, un joven de ascendencia polaca, encontró reveladora la forma en que este libro refleja la vida y las vicisitudes de las familias inmigrantes y los conflictos culturales que sólo con el tiempo y las generaciones sucesivas llegan a resolver.

    Ahora, lo que la Revista Cronopio presenta de este libro, es una verdadera primicia para los lectores hispanohablantes. No puedo menos que felicitarlos por esta tarea de difusión cultural.

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