Sociedad Cronopio

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Los pictogramas proveen otros detalles dignos de mención mientras, a su vez, confirman nuestras reminiscencias. Son instructivos respecto a los negocios de nuestro barrio. Éstos se encontraban principalmente en dos calles: Kalisher y Mission, un patrón que no había cambiado veinticinco años después de cuando yo era un niño que caminaba por las mismas calles. La mayoría de las tiendas y cafés que servían a nuestra comunidad hispanoparlante quedaban, sin embargo, en la calle Kalisher; allí estaba el eje principal del servicio de ventas del barrio… La Calle Kalisher, que prevalece como un tramo de una milla de asfalto extendido al suroeste de la calle San Fernando, contenía la mayor parte de los comercios de mexicanos–americanos.
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Mi tío materno, Pascual Naranjo, a la edad de 23 años (en 1923): joven dinámico, azogado, hijo de trabajador de campo, que prefirió alejarse de la hacienda que someterse a ser meramente otro peón.

De manera parecida al boulevard Maclay en el lado anglo de la población, en la calle Kalisher un visitante podía encontrar variedad de negocios pequeños y de lugares de culto, aunque, por cierto, con mayor textura y color. La escuela católica de Santa Rosa, que ofrecía servicios en español al barrio en expansión, fue construida en el cruce de Kalisher y Hewitt e inaugurada sólo dos años antes de la llegada de mis ancestros. La calle Kalisher también había de constituir el perímetro sureste de la escuela católica que los buenos padres de Santa Rosa decidieron erigir en lo que solía ser un campo abierto de cultivos, como ya he mencionado. La escuela estaba situada en la intersección de Kalisher y Mott. Las tiendas y cafés para los hispanoparlantes estaban también adosadas a esta calle junto a las inevitables tabernas y salones y a nuestra propia tienda de tortillas.

LA VECINDAD

Tras dejar atrás su residencia en la Sunland en 1927, la abuela, Juárez y mi tío Miguel encontraron alojamiento en la vecindad, un peculiar microcosmos de inmigrantes mexicanos localizado a media cuadra de la calle Kalisher, justo en el corazón del barrio. El lector quizá recuerde que mamá y papá llegaron desde Fresno poco después y se mudaron a un apartamento de vecindad, contiguo al de la abuela y Juárez, satisfaciendo el deseo perenne de mamá de vivir cerca de su madre. Otros trabajadores inmigrantes como mis padres residían también allí, como veremos.

La vecindad se cierne ampliamente sobre nuestra tradición familiar. Del lado material de las cosas, se refiere a un complejo de apartamentos, situado al nivel del piso, en la mitad de la manzana formada por las calles Kewen, Hewitt, Kalisher y Mission. El principal aspecto que recordamos era la forma de un edificio de unos veinticinco metros, enmarcado en madera y dividido en alrededor de diez apartamentos de dos habitaciones, de cerca de un metro cuadrado cada una. Mi hermano Manuel, que de niño vivió en la vecindad, insiste en que (cerca de 1940) el edificio principal era uno de tres largos edificios de varias unidades. «Eran tres viviendas [de tipo largo]» aducía. En cualquier caso, el edificio principal, de un piso, permanecía en el número 1224 de la calle Hewitt al tiempo de la redacción de este escrito, aunque notoriamente remodelado. Cada apartamento de este edificio se abría a un porche común que encaraba un lote terroso en 1927. Esta estructura cubierta, construida con burdas y sencillas tablas de madera, dotaba a los residentes de un espacio reconfortante, permitiéndoles contemplar el espacio abierto, mientras seguían protegidos del sol penetrante en verano y de la llovizna en invierno.

Mi hermana Mary conserva algunos recuerdos especiales de este recinto abierto, como veremos después. El complejo residencial incluía también la casa del administrador, de cara a la calle Kewen, un detalle que habría de tener después un significado especial para nosotros. En el momento en que se escribe este texto, una persona podría aún seguir una senda a través de la mitad de la cuadra que va de Hewitt hasta Kewen y pasar junto a los pequeños apartamentos que llenaban este edificio de veinticinco metros, un lugar que contribuyó enormemente en nuestro pasado.

Cuando el agudo de ojos McWilliams hizo un reconocimiento del suroeste para preparar su aclamado libro sobre los mexicanos–americanos, notó este tipo de hacinamiento en Los Ángeles y en otros lugares del suroeste. Se refirió a este tipo de refugio como «casas con patios». Descubrió que eran «una suerte de vecindad compuesta por un número de hogares, de una o dos habitaciones, construidos alrededor de un patio, con un servicio común de agua y con retretes exteriores». Puede decirse que mis ancestros, junto a los miles de otros mexicanos–americanos que vivieron en moradas similares a las descritas por McWilliams, llegaron a formar la versión del sur de California de las «masas aglomeradas» proclamadas conmovedoramente por Emma Lazarus al pie de la estatua de la libertad, excepto que estas masas hablaban español y vivían en «casas con patios» o vecindades. Es digno de mención también que los empleados de la Aseguradora Sanborn, referidos antes, no pasaron por alto nuestra vecindad al sondear la ciudad. La señalaron con propiedad como una «vecindad mexicana». De hecho, también descubrieron otras nueve «vecindades mexicanas» en nuestro barrio.

La mayor de mis hermanas, Mary, nos introduce al otro elemento conectado con nuestra vecindad —la dimensión sociocultural—. Mary nació en este pequeño y amigable gueto, dentro de un gueto de familias mexicanas en 1928, y mis otros dos hermanos mayores nacieron también allí, siendo Manuel uno de ellos. Los recuerdos más tempranos de Mary, quizá sus más queridos, están ligados a este lugar, debido a que mi familia vivió allí hasta que ella tuvo cerca de diez años.

La vecindad era una casa grande, con diez o doce apartamentos. Mi madre y mi padre vivían en el apartamento 1, y mi abuelo y mi abuela en el 2. El apartamento 1 era la primera unidad cuando se venía desde la calle Hewitt —el dormitorio y el salón de estar estaban situados tras la puerta principal, y la cocina estaba en la segunda pieza—. A veces podía verse una cama en la cocina. Mike nació también allí. Ellos (mamá y papá) pusieron una cama de bebé hecha de acero para él en la cocina —recuerdo también que mi madre tenía un dormitorio muy hermoso y limpio que servía, además, como salón de estar—. Tenía un bellísimo juego de cama de satén.

Mary también recuerda el lote abierto que quedaba frente a la larga galería de nuestra casa. Su memoria nos informa que servía a múltiples propósitos, uno de los cuales era el proveer un lugar para lavar ropas. Incluía un lavadero: una poceta abierta situada a nivel del piso y equipada con un grifo de agua y un desagüe. Era de baja altura, lo cual forzaba a las mujeres de la vecindad a arrodillarse el día de la colada junto al borde del recipiente de dos por dos metros y a lavar y enjuagar a mano sus prendas. El agua sucia era drenada por una tubería subterránea. Éstas son las palabras de Mary al respecto:
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Doña Carlota, mi abuela, unos meses antes de su fallecimiento, rodeada de sus nietos. Foto tomada en su propiedad en San Fernando, California.

Era como una poceta de bajo nivel hecha de cemento, con grifos en las esquinas para el agua. La gente que quería que sus ropas estuvieran más limpias y blancas, algo de lo que solían enorgullecerse, ponían sus tinas (vasijas de metal galvanizado) en una parrilla cercana a los retretes exteriores, y allí hervían sus ropas hasta que estaban bien y blancas. ¡Salían tan suaves y bellas porque eran hervidas en tinas negras como la pes por el hollín! Era tan gracioso ver este contraste.

Cuando Carmen Imperial era una niña pequeña, cayó en una de las fogatas y se quemó con severidad. Cuando éramos niños siempre estábamos corriendo en derredor de las tinas. Y luego los tendederos estaban allí mismo también —los cables para colgar la ropa que estaban anclados a las construcciones anexas—. Construían unas largas y estrechas tablas con una astilla serruchada en un extremo, en el de arriba, para sostener el cable mientras elevaban el tendedero del suelo —Recuerdo correr entre las sábanas colgadas y el dulce olor que despedían—.

Mary nos recuerda que en los días de su infancia, el lote abierto frente a nuestra casa servía también como sitio de encuentro y como lugar de juego para los jóvenes.

Había tantos niños. Nos reuníamos siempre al anochecer. Recuerdo que los hombres hacían una fogata y se sentaban alrededor a conversar, y nosotros corríamos aquí y allá alrededor de ellos. Anita Cárdenas nos hacía reunir: «¡Vengan y les contaremos algunas historias!». Ésa era nuestra televisión, sentarnos juntos en la noche a escuchar historias. Y muchos acudían: Remedios, Lupe Pérez y Fernando Brigil, Aurora de la familia Cárdenas y Rubén y Anita que era la más alta. ¡Teníamos tantos amigos, pero éramos tan pobres! Jugábamos juegos como El Matarile, El Agua Té, La Cebollita y muchos otros. La pasábamos maravilloso y la noche se iba rapidísimo.

Años después yo recorría la senda de la vecindad, mencionada anteriormente, en mi camino diario hacia la escuela primaria. Esto me llevaba desde la calle Hewitt hasta la calle Kewen, pasando por el lavadero. Décadas después, este lavatorio comunal fue arrancado y reemplazado por un edificio de apartamentos que eliminó el lote abierto donde mi hermana Mary jugaba con sus amigos, dejándonos una vez más con el sentimiento del cambio inevitable —«todo cambia, nada sigue igual», como mamá solía decir—.

Otra dimensión humana del estrecho espacio físico de la vecindad es que proveyó a mi familia de lazos sociales que duraron medio siglo, cuando menos. Las remembranzas de Mary sugieren que las mujeres, de manera especial, se aferraban aún más a las relaciones que los hombres —claramente, las mujeres y los niños formaban una parte integral de la presencia inmigrante mexicana en la década de 1920—. Por ejemplo, Mary rememoraba melancólicamente: «Recuerdo a Ermelinda Luján viviendo allí y también a doña Petra Espinosa y a su hija Lupe. Lydio Alvarado y su esposa vivieron allí también. Alberto Prado, de igual manera vivió allí, y los Cárdenas». Y continuaba, «yo debía tener cerca de cinco años cuando mi abuelo enfermó gravemente y doña Petrita Pacheco… le traía sabrosos bizcochos para nutrirlo —ellos (la familia Pacheco) habían sido confiteros en México, y por tanto sabían todo sobre la cocción—». Mi hermana podría haber proseguido ofreciendo más nombres desde su rica memoria y, aún más, la mayoría de ellos se conservan, aunque con terrible ortografía, en el censo de 1930, completado por Frank Richardson en abril 10 del mismo año, que contiene los nombres de nuestra familia y de la mayor parte de las personas nombradas atrás.

Todos estos nombres se volvieron conocidos para mí mientras crecía. Las mujeres Espinosa, que se mudaron de la vecindad años después, como hicimos también nosotros, eran asiduas visitantes de la iglesia y ayudaban a la abuela Carlota a hacer cascarones (cáscaras de huevo rellenas de confetti) para los bazares de la iglesia. Ermelinda Luján y su esposo, un músico, compraron una casa en los linderos de la población, a donde yo acudía a recibir mis primeras lecciones de música tocando el contrabajo. Al volverme un joven adulto, poseedor de mi propio automóvil, comencé a visitar a Lydio Alvarado, que también ejercía como músico a ratos, y quien se mudó de la vecindad a Oakland, donde juntos tocábamos y cantábamos en diversos cafés y bares de su elección —él rasgueando la mandolina y yo la guitarra—. Yo conocía a muchos de los Pacheco, y mi primer enamoramiento de adolescencia fue, de hecho, una de las muchachas Pacheco. El punto es que todas estas relaciones cultivadas en las hacinadas casas con patio que llamábamos la vecindad, perduraron toda una vida para las mujeres de mi familia e, igualmente, me sirvieron en algún momento de mi vida.

EL TRABAJO EN SAN FERNANDO

Más allá de las relaciones humanas que mis ancestros puedan haber formado en la vecindad, la renta necesitaba ser pagada y la comida y la ropa necesitaba ser compradas. Esto significaba que alguien debía trabajar. Afortunadamente, San Fernando ofrecía bastantes empleos en 1927 y, como ya se señaló, ésta es probablemente la razón principal que movió a mis ancestros a convertir el pueblo en su pueblo —y, en últimas, también en nuestro pueblo—. Consideremos el desarrollo económico de San Fernando por un momento. En los días de los señores de California (los períodos español y mexicano), la parte norte del valle de San Fernando estaba dedicada al pastoreo de ganado. La mayoría de la superficie pendiente del suroeste, si es que no toda, estaba cubierta por un «disperso crecimiento de cactus, salvia y chaparral, con algunos sauces» que daban sombra a los arroyos húmedos que fluían alejándose de las montañas del este. Como he dicho antes, no había pueblos hasta que el Senador Maclay creó sus lotes urbanos.

Tras la abundante llegada de los inmigrantes anglos con sus ansias de pan y bizcochos (circa 1875), comenzaron a extenderse campos de trigo sobre los potreros, creando de tal manera la necesidad de trabajadores que recogieran las cosechas. Esto quizás atrajo a los primeros trabajadores mexicanos a San Fernando, aunque no existen reportes de ello actualmente. En 1900, después de pasar la noche en la vieja misión, uno de los primeros viajeros americanos en recorrer cabalgando esta región y en escribir sobre ella, notó que en la mañana el valle «se abrió sobre mí en una abundancia de grano, ondeante y listo para ser recogido, una cosecha que alcanzaba miles de toneladas». Este trigo se enviaba por tren hasta Los Ángeles y más allá.

Los dorados océanos de grano ondeante fueron crecientemente reemplazados por árboles de naranja y limón durante la primera década del siglo veinte. Es así como recuerdo nuestra parte del valle —milla tras milla de naranjales con sus frutas color zanahoria—.

UNA VISIÓN MÁS COMPLETA

Una visión más completa de nuestra comunidad y de cómo nos relacionábamos con ella aparece aquí. Nuestros ancestros llegaron como inmigrantes, así que ¿cómo comenzaron a integrarse con el mundo inmediato que tenía alrededor? El propósito presente es explicar cómo nos anexamos a este pequeño universo que nos rodeaba y cómo estas conexiones tempranas nos afectaron como niños que crecíamos en Estados Unidos…
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Bernabé, Carlota, Mary, y Juárez.  Esta foto tomada en la vecindad que describo refleja la religiosidad de mi abuela, Doña Carlota, manifestando abiertamente su devoción católica al estilo pueblerino mexicano y también el carácter obrero de mi padre vestido con sus overoles de pechera y su suegro, Juárez, protegiendo su cabeza del sol con su sombrero de fieltro tipo norteño.

Podemos comenzar con nuestros vecinos de la calle Mott, cuando vivíamos allí a principios de la década de 1940. Después ampliaremos nuestra visión para incluir el corredor de la calle Kalisher, que contenía el sector comercial en esos tiempos, y luego nos enfocaremos en las instituciones, principalmente la iglesia y las escuelas, que sirvieron como nuestras ventanas al enorme mundo que había más allá de ellas. Finalizaremos con un examen de otras actividades culturales e influencias que impactaron en nuestro barrio y en nuestra familia en particular.

NUESTRO BARRIO EN LA CALLE MOTT

Este barrio de una manzana constituyó la primera capa del mundo exterior a nuestra ventana, donde nosotros, los niños, conducíamos nuestras más tempranas expediciones, más allá del alcance de nuestros padres. Para papá y mamá, especialmente, nuestro barrio significaba un montón de adultos, todos hispanoparlantes de origen mexicano, que vivían cerca de nuestra puerta y que exigían un saludo diario, por lo menos, si es que no el engarzarse en una conversación de un tipo u otro. Para nosotros, los niños, significaba el encuentro de compañeros para nuestros juegos, e igualmente nos ofrecía la oportunidad de comparar otros adultos con nuestros propios padres. De manera incorrecta o no, veíamos a algunas de las familias vecinas como diferentes de nosotros, pues pensábamos que a algunas de ellas les iba mejor que a nosotros o que, al menos, no eran tan pueblerinas como la nuestra.

Por ejemplo, remontándonos en nuestras mentes podemos ver a la familia Imperial (ese era su apellido) que vivía al otro lado de la calle, a la derecha, cuyos miembros parecían adaptarse mejor que nosotros a la vida del sur de California, en parte debido a que su padre parecía más cómodo obteniendo el sustento que el nuestro. Transportaba gallinaza a los huertos de cítricos, y por tanto pensábamos que ésa era una forma inteligente de obrar. Mi memoria lo esboza como un hombre ligeramente barrigón, de piel color aceituna y cabellos rizados, con una cara y un bigote negro que sugerían cierta relación con lo arábigo. Portaba botas de vaquero y, en mis recuerdos, usaba un palillo para limpiar sus dientes de oro. Mary cree que provenía de Arizona. Evidentemente, nuestro padre no era en absoluto como él. El hecho de que el señor Imperial y su esposa tenían sólo dos hijas, en contraste con nuestra enorme y exuberante familia, contribuía ciertamente al sentimiento de que marchaban a un distinto compás, dándonos la impresión de que la pasaban mejor que nosotros. El lector quizás recuerde que mi hermana Mary rememoraba cómo ellos organizaban las posadas, una representación tradicional de la búsqueda de María y José de un albergue, y esto traía abundante deleite y armonía a nuestro barrio y, sin duda, autoestima para los Imperial.

Otros dos vecinos eran Chuy y Jesús Landeros que vivían en la puerta del lado izquierdo de la nuestra y que hablaban inglés de una manera que mamá nunca consiguió. Esto sugiere que ella pudo haber provenido también de una zona limítrofe donde el español y el inglés se hablaban comúnmente, en vez del interior de México, como el Jalisco de mamá, donde nadie hablaba inglés. Mi hermano Manuel recordaba a Chuy como una «mujer delgada de mediana edad, con tres hijos y casada con un hombre bajo, moreno y laborioso —muy trabajador—».

Estaba también la familia Puga, dos puertas a la derecha, cuya madre dejaba saber a todos, sin tapujos, que era protestante. La señora Puga, una mujer mayor, de carrillos colgantes y cabellos largos, sueltos y plateados, se detenía amigablemente en la verja de nuestra casa a menudo a charlar con mamá, haciéndola sobresaltarse ligeramente cada vez que citaba una línea de la Biblia en su conversación. Mamá no estaba acostumbrada a este tipo de confrontación, pues había sido criada como católica mexicana y tenía una aversión natural hacia cualquiera que leyera las «sagradas escrituras». Se espera de los católicos que acudan a misa y que se confiesen y que le dejen la lectura de la Biblia a los padrecitos, a los sacerdotes. Poco sabían ambas que este evasión de mi madre con respecto a la Biblia reflejaba las decisiones hechas por obispos católicos cientos de años atrás, para desalentar la lectura de la Biblia sin supervisión sacerdotal, a modo de supresión de la formación de más protestantes.
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Mi padre Bernabé a la edad de 29 años, cargando a mi hermana Mary.

Para completar el llamado a lista de las familias que habitaban en nuestro barrio de la calle Mott, estaba también el viejo el chato, como todos lo llamaban. Perennemente embriagado y balbuceando entre tropiezos, representaba un tipo más de hogar en nuestro barrio por carecer aparentemente de hijos. Este hombre, que inducía punzadas de terror en mi hermana Martha y en mí cada vez que pasaba, vivía con su esposa en la esquina más lejana de nuestra cuadra, en una casa casi completamente oculta por arbustos y enredaderas. Mi tío Miguel era otro vecino más, vivía entre el chato y la señora Puga, a la derecha, con su esposa y sus doce hijos; una familia que considerábamos más similar a la nuestra, o, al menos, eso pensábamos. También residía en nuestra cuadra Don Rodolfo O., mi padrino. Vivía justo al frente de nosotros y tenía una relación cercana con papá porque provenía de un lugar cercano al pueblo natal de éste y porque sus respectivos padres quizás se conocían entre sí.

Papá pudo haberlo elegido como mi padrino bautismal por esta razón. Según mi hermana Mary, su esposa, doña Carmen (mi madrina), había crecido en Arizona, no en México. Su hija era amiga de mi hermana, pero los chicos de su familia no lo eran de mis hermanos mayores. Fueron ellos quienes nos presentaron los cubos de hielo, como nos relata Mary en otro lugar de este libro, y yo me sentí bastante impresionado por esta maravilla tecnológica. Los Murillo tienen que ser incluidos aquí porque vivían junto a nosotros, a la derecha. Habitaban una casa pequeña como la nuestra, también llena de niños, y se han mantenido en nuestras memorias por al menos dos razones. Una es que compraron una pianola que tocaba sola con la ayuda de un rollo de papel, lo cual causó sensación entre todos los que la escuchaban; la otra razón es que unas cuantas décadas después, mi hermana Martha se casó con Johnny, uno de los chicos Murillo.
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Miguel, Guadalupe, Doña Carlota y Pascual (1945). Pienso que esta foto nos dice muchas cosas cuando consideramos que estas cuatro personas nacieron como peones acasillados en la Hacienda Santa Rosa, Mascota, Jalisco.  La foto demuestra que 30 anos después de abandonar la hacienda, ya no eran peones acasillados de ninguna manera.

Espere la segunda parte en la próxima edición de www.revistacronopio.com
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* Carlos B. Gil es un reconocido escritor chicano, es Profesor Emérito de Historia de la Universidad de Washington. Vive actualmente en Seattle. Es autor de reconocidos libros como «Hope and Frustration: Interviews with Leaders of Mexico’s Political Opposition», «The Age of Porfirio Diaz: Selected readings» y «Life in Provincial Mexico: National and Regional History Seen from Mascota, Jalisco, 1867–1972».

El presente texto hace parte de su libro «We Became Mexican American» publicado por la editorial Xlibris.com. Este texto narra el pasado, ya perdido, de los mexicanos en San Fernando, California, ahora diluido en el genérico nombre de «latinos», hecho que aborda el libro. La narración gira alrededor de una familia inmigrante mexicana que vivió allí durante la Gran Depresión y en la década después de la segunda guerra mundial.

«We Became Mexican American» ha sido premiado como la Mejor Biografia en el Los Angeles Book Festival 2012-2013, y además figura entre los finalistas en el Latino Book Festival que culminará en Nueva York el 30 de mayo de 2013.

** Camilo Ramírez es estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia.

N. del E.: El original cedido por el autor presenta varios incisos entre corchetes  (con los que indica que el texto que publicamos tiene añadidos respecto al impreso) que, para facilidad de la lectura, han sido eliminados.

1 COMENTARIO

  1. El 30 de abril de 2013 tuve la oportunidad de asistir a la presentación que Carlos B. Gil hizo de su libro en la Biblioteca del Centro de Investigación y Estudios Chicanos de UCLA, libro del cual la Revista Cronopio presenta una espléndida traducción al español de varios fragmentos en las páginas anteriores.

    En su exposición, Carlos consiguió sintetizar en breves minutos el contenido de su libro, que es su propia historia familiar.

    Uno de sus comentaristas, el profesor James Wilkie, reconoció entre los méritos de este trabajo el hecho de que Carlos B. Gil no lo convirtiera en una autobiografía. Durante la presentación tampoco cayó en esa tentación.

    Otro comentarista, un joven de ascendencia polaca, encontró reveladora la forma en que este libro refleja la vida y las vicisitudes de las familias inmigrantes y los conflictos culturales que sólo con el tiempo y las generaciones sucesivas llegan a resolver.

    Ahora, lo que la Revista Cronopio presenta de este libro, es una verdadera primicia para los lectores hispanohablantes. No puedo menos que felicitarlos por esta tarea de difusión cultural.

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