Sociedad Cronopio

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El capitalismo salvaje y la búsqueda de la felicidad

EL CAPITALISMO SALVAJE Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

Por Filipe Castro*
Traducción de Camilo Ramírez**

Hace unas cuantas semanas escuché por casualidad a un periodista británico entrevistar a Alain Badiou y burlarse de sus ideas. Permítanme clarificar: este periodista se burlaba de lo que quiera que haya sido que lograba comprender de la filosofía de Badiou. Y esto no era mucho. El centro de la discusión era la crítica de Badiou al modelo social pro-anglosajón de Sarkozy. El periodista no conseguía figurarse que alguien defendiera la democracia social francesa contra el modelo económico anglosajón. ¿Quién querría vivir con una atención gratuita en salud, con servicios gratuitos para mitigar el sufrimiento de los pobres y los excluidos, con una asombrosa red de museos públicos, de arte subsidiado, de cultura subsidiada, de cine subsidiado, etc., todo pago con los impuestos de aquellos que cuentan con el dinero para pagarlos?

Yo esperaba que Badiou se levantara y le dijera la verdad al periodista: que él era demasiado estúpido e ignorante para ser capaz de sostener una conversación adulta situada más allá de los mantras habituales del darwinismo social. No había de dónde discutir pues Badiou es un humanista y el reportero es un tecnócrata que no comprende que alguien pueda pensar más allá del beneficio a corto plazo.

Hay grandes cosas en la mentalidad anglosajona, pero el capitalismo salvaje no es una de ellas. El capitalismo sin regulaciones del siglo veinte es una reiteración del darwinismo social del diecinueve. Tras cuarenta años de progresiva desregulación de los mercados internacionales, casi un tercio de la población mundial subsiste con dos dólares o menos cada día, y, hoy, las ochenta y cinco personas más ricas del planeta tienen más dinero que la mitad más pobre de la población mundial. Los grupos más ricos contratan y despiden políticos regularmente y es claro que ninguna democracia puede perdurar en ambientes tan tóxicos. Después de la segunda guerra mundial, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras instituciones internacionales controladas por los intereses financieros estadounidenses, han aprobado préstamos astronómicos para las naciones en desarrollo y han drenado los recursos del hemisferio sur mediante los intereses de dichas deudas.

Mientras la acelerada acumulación de riquezas en las manos de unos pocos oligarcas globales amenaza la supervivencia del planeta, los medios repiten los mantras del capitalismo salvaje de manera incesante: los mercados siempre son justos y se regulan a sí mismos, los ricos deben estar por sobre la ley para poder liderarnos en el camino a un futuro de progreso y abundancia, y nosotros debemos evitar el pensamiento de que sus actividades financieras deberían ser reguladas pues esto traería consigo una pesadilla nietzscheana en la que los débiles y los mediocres asignan las reglas a la humanidad. En otras palabras, como propuso su profeta Adam Smith: la codicia es una virtud social y una fuerza generadora de progreso.

Es interesante recalcar que, en realidad, Adam Smith nunca defendió el capitalismo salvaje. En su Teoría de los sentimientos morales (1759), el autor clarificó que no debíamos comportarnos como ratas de alcantarilla, devorando a los débiles, los enfermos y los lentos, si notásemos alguna ventaja en ello: «Cuán egoísta pueda suponerse que sea un hombre tal, hay evidentemente algunos principios en su naturaleza que le hacen interesarse por la fortuna de los demás y que convierten la felicidad de éstos en algo necesario para él, aunque no reciba nada de ella excepto el placer de contemplarla».
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Es cierto que el capitalismo salvaje genera riquezas prontas, al menos en el ciberespacio, donde aquéllos que pueden acceder a él pueden gastar ahora el dinero del futuro y transferir los riesgos asociados a estas transacciones a la década siguiente. El precio principal a pagar es la volatilidad, pero la volatilidad sólo afecta a los pobres y a la clase media. Es justo decir que, con todos sus problemas, los Estados Unidos continúan siendo un asombroso experimento social. La libertad de expresión casi absoluta, la movilidad social, el progreso científico, y un espacio donde la libertad y el derecho a la búsqueda de la felicidad personal están establecidos desde las leyes. Desde su creación, los Estados Unidos han sido un refugio seguro para incontables personas forzadas a abandonar sus hogares y sus vidas. A pesar de su marcado conservatismo, los Estados Unidos recibieron a Stravinsky, a Schoenberg, a Kurt Weill, a Thomas Mann, a Max Beckmann, o a Chagall, Gropius, Mies van der Rohe, y a tantos otros artistas de vanguardia con los brazos abiertos. Y Estados Unidos es el país más rico del mundo. Casi dos tercios de la economía mundial son controlados, de alguna manera, por los intereses estadounidenses. El capitalismo estadounidense es un éxito asombroso. Pero, ¿a qué costo? ¿Qué ha cambiado desde que los líderes estadounidenses escribieron en la base de la Estatua de la libertad: «Dadme vuestros cansados, vuestros pobres, vuestras masas amontonadas ansiosas de respirar libremente, los desamparados desechos de vuestras rebosantes playas. Enviadme a éstos, a los desamparados, a los azotados por las tempestades, ¡yo levanto mi lámpara junto al portón dorado!»?

La respuesta es: bastante. Desde la década de 1.970, los políticos conservadores han luchado arduamente para destruir la seguridad social y cualquier sentido de seguridad dentro de la clase trabajadora, arguyendo que la fuerza de la economía estadounidense yace en el miedo que tienen los ciudadanos de perder sus empleos.

Los Estados Unidos de hoy día son un lugar donde la solidaridad y la empatía hacia los débiles, los lentos, los viejos y los enfermos son presentadas como vicios costosos y como caminos hacia la autocomplacencia y el fracaso. Los políticos dependen de un puñado de billonarios para ser electos, y este puñado de billonarios es poseedor de los medios y controla las noticias. La clase alta se ha convencido a sí misma de que merece tener el poder, debido a que los ricos son ricos por mor de su ser más inteligentes y trabajar más arduamente que el resto.

La clase media que definió la democracia estadounidense del siglo veinte está desapareciendo con celeridad, y el país va definiéndose crecientemente como un lugar para ganadores y perdedores. En los Estados Unidos presentes cada día es «día de la no-simpatía». El senador conservador y candidato presidencial Newt Gingrich dijo alguna vez que pensaba que «uno de los grandes problemas que tenemos en el partido Republicano es que no nos alentamos para ser ofensivos».

Y ofensivos somos, tanto los republicanos como los demócratas. La pena de muerte es publicitada y llevada a cabo de una manera tan ritualizada que nos recuerda sus orígenes bárbaros: los estadounidenses disfrutan sus sacrificios humanos. Conjuntamente con Japón, los Estados Unidos son el único país desarrollado que ejecuta personas, siempre pobres, los mismos que son baleados diariamente a una tasa cinco veces mayor que la del Canadá. La violencia es un bien de consumo: las películas, los juegos, los documentales, las noticias, todos promueven una mentalidad militarizada y un gusto por las personas armadas que resuelven sus problemas mediante explosiones en un mundo maniqueo donde sólo existen los buenos y los malos, y donde la diferencia entre ambos es obvia. Cada noche las masas de telespectadores son vendidas a las compañías de publicidad, quienes les dicen que carecen de valor si no adquieren el más reciente i-producto.
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En consecuencia, a pesar de las constantes y notorias negaciones, los Estados Unidos no sólo se están convirtiendo en un país tremendamente anti-intelectual y alienado, sino también en un lugar tremendamente infeliz. Es difícil vivir sin una red de seguridad, esperando no enfermarse pues, de hacerlo, los proveedores de cuidado en salud tomarán todo tu dinero y te dejarán a ti y a tu familia en la pobreza, o esperar que no vayas a perder tu trabajo pues, de hacerlo, te sumarías a los indigentes. La inseguridad permanente y estructural cobra un precio psicológico en cada persona. Y esto es probablemente una de las razones principales por las que los estadounidenses —un mero cuatro por ciento (4%) de la población mundial— consumen el ochenta por ciento (80%) de los narcóticos prescritos en el mundo, y son igualmente los primeros consumidores de narcóticos ilegales, y los décimos en la clasificación mundial de consumo de alcohol. En 2005 un estudio descubrió que «un cuarto de los americanos cumplía los criterios para el diagnóstico de enfermedad mental durante el último año, y un cuarto [de este grupo] tenía desórdenes ‘serios’ que perturbaban significativamente su capacidad de funcionar en la cotidianidad». En otras palabras, uno de cada dieciséis estadounidenses sufre de un trastorno mental serio. Según la Organización Mundial de la Salud, Estados Unidos parece ser el país del mundo con la mayor cantidad de trastornos mentales.

Conjuntamente con los narcóticos, legales e ilegales, los estadounidenses han recurrido a la religión para buscar consuelo y redes de apoyo social, y, desde la década de 1980, la religión se ha convertido en una fuerza política poderosa que mueve millardos de dólares anualmente para la defensa de principios conservadores y para inculpar a los pobres de su propia pobreza. La religión, en los Estados Unidos, es una fuerza conservadora que ha promovido una agenda homofóbica conjuntamente con una resistencia inexplicable a la enseñanza de la ciencia y el pensamiento crítico en las escuelas, especialmente por cuanto respecta a la teoría evolutiva.
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No hay dudas de que el capitalismo sin regulaciones ha cambiado drásticamente a los Estados Unidos en los últimos cuarenta años. Según el Banco Mundial, el ingreso per cápita del país pasó de la decimosexta posición en 1980 a la undécima en 2013. Al ser cuestionados al respecto, dos tercios de los estadounidenses afirmaron ser felices o bastante felices. Y aun así el número de estadounidenses pobres creció de alrededor del 12 al 15%, el ingreso mediano real de las familias está estancado, y la inequidad ha crecido consistentemente. Entre 1979 y 2007 los ingresos del 20% más pobre de los estadounidenses crecieron cerca del 18%, mientras los del 1% más rico crecieron alrededor del 275%. Los problemas sociales asociados a la inequidad son conocidos desde tiempo atrás. La inequidad, más que la pobreza, es fuente de problemas de salud pública, y también de problemas sociales como la violencia, el abuso de las drogas, el embarazo de adolescentes, la enfermedad mental, la obesidad y otras más. Si la tendencia hacia la inequidad permanece, es difícil creer que esta declarada felicidad tenga razones para prevalecer en Estados Unidos.
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* Filipe Castro estudió Ingeniería Civil en Lisboa y obtuvo una licenciatura en 1984 de la  Universidade Técnica de Lisboa. Después se graduó, en 1986, en la  Escola de Belas Artes de Lisboa en restauración de edificios viejos y monumentos. Después obtuvo un MBA de la  Universidade Católica de Lisboa y un PhD en Antropología de la Texas A&M University, en 2001, universidad de la que es profesor de tiempo completo. Ha publicado dos libros: A nau de Portugal (2003) and The Pepper Wreck (2005). Tambien ha publicado alrededor de cincuenta artículos en los últimos diez años.

** Camilo Ramírez es estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia. También es traductor de inglés y checo.

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