DIÁLOGOS CERRADOS: URIBE VÉLEZ O LA SANTIFICACIÓN DEL NEOLIBERALISMO
Por Valentina Vélez Pachón*
En este ensayo pergeñaré algunas apreciaciones sobre el pasado, presente y futuro de la socio-economía colombiana en una simulación de diálogo que, sobre los determinantes, principios y reglas de la apertura económica en nuestro país, tuvo el ex presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez con uno de sus hijos. De entrada, importa destacar que éste, en proceso de acelerada afirmación como joven empresario, no deja de sentir algunos escrúpulos de cara al neoliberalismo radical de su padre. Como culminación, dejaremos que estos dos últimos —airado el papá pero sorprendido el hijo— escuchen un foro sobre la crítica situación actual de la salud en Colombia con casi todos sus hospitales públicos al borde de la quiebra dada la catedralicia suma de dinero impaga por la, según Uribe, siempre poderosa, sabia y eficaz iniciativa privada.
I.
A diferencia de lo que pudimos observar, para el pasado 2011, en la mayoría de los países latinoamericanos, cuando, al relajarse un poco las relaciones de dominio ejercido por el neo–imperio del norte, han logrado acceder a una nueva etapa de desarrollo socioeconómico conocida como pos–neoliberalismo. Colombia continúa siendo la más fiel adherente a los principios fundacionales del neoliberalismo radical y ortodoxo. Dado este evidente contraste, importa examinar qué es lo que ha sucedido con el Estado en esta Colombia de Bolívar en las distintas etapas del proceso de industrialización llamado sustitución de importaciones. En un principio, entre 1934 y 1960, el Estado cumplió un papel importante en el despegue de la industrialización sustitutiva, aunque no tan destacado como en algunos otros países latinoamericanos. En una segunda etapa, cuando el modelo de desarrollo hacia adentro entró en crisis, el papel del Estado fue más vacilante y en la fase de los inicios de la apertura económica (1990–2011) el rol del mercado como ordenador de la vida social se ha hecho cada día más destacado.
Según el lenguaje de la CEPAL fue el paso de un modelo de desarrollo «hacia adentro» (sustitución de importaciones), caracterizado por un papel protagónico del Estado a un modelo de desarrollo «hacia afuera» (apertura económica), definido por un rol crecientemente progresivo del mercado bajo la inspiración del neoliberalismo. En Colombia este segundo enfoque despegó en forma a partir de 1990, bajo el gobierno de César Gaviria, alcanzado su mayor apogeo durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez (2002–2010), el más radical y ortodoxo de los neoliberales colombianos. Y así lo destaco de entrada, aunque éste, basado en su cuento de un «Estado comunitario», con reiteración ha negado su condición de neoliberal alegando la necesidad de la practicidad, pues, para él, eso «de izquierda y de derecha» sería algo obsoleto. El gobierno actual, el de Juan Manuel Santos (2010–2014), aunque ha congelado algunas cosas del gobierno anterior y rectificado otras y diversificado las políticas públicas agotadas por Uribe en el financiamiento de la derrota militar de las FARC, no se ha salido, sin embargo, del neoliberalismo como ideología política inspiradora del quehacer público del Estado.
II.
Importa sobremanera aclarar ahora que ya en lo extraeconómico, uno y otro modelo implican un manejo distinto de lo social y de las políticas sociales. Mientras que el modelo de desarrollo «hacia adentro» exigía la existencia de un Estado regulador e intervencionista, que debía tomar medidas sociales orientadas a mejorar la capacidad de compra de la población, el modelo de desarrollo «hacia afuera» postulaba el desmonte de ese papel del Estado, obligando a la gente a satisfacer sus necesidades básicas en el mercado. Por lo tanto, el que no tuviese capacidad de compra no existía para el mercado y, por consiguiente, para casi «nadie». Desamparada y abandonada a su fatal desgracia quedaba, así, el grueso de la ciudadanía en una sociedad como la colombiana en la que, en la actualidad, de cada 100 habitantes, 70 habitan en las fronteras entre la pobreza y la indigencia.
Inscrito el ex presidente Uribe en el modelo que señala al mercado y a la iniciativa privada como los más importantes reguladores de la vida económica y social, será el personaje central de este escrito.
III.
Con las manos apretadas y la frente sudorosa, a eso de la media noche, el ex presidente Uribe se despertó dando un brusco salto en la cama. Ansioso, bajó corriendo a la cocina anhelante de un vaso de agua y mientras temblorosamente lo bebía con reiteración se repetía para sus adentros:
—Los pilares de la doctrina por mí impuesta no pueden llegar a su fin. Estoy convencido que mi gran amigo y aliado Juan Manuel Santos no me va a fallar ni traicionar. ¿O sí? No, no y no, no puedo dudar de su fidelidad; siempre demostró tener una ideología política muy cercana a la mía. En realidad, ahora no tendría por qué cambiar…
Eso era lo que se reiteraba, autoalimentando una enorme esperanza de que su unidimensional Política de Seguridad Democrática, de clara y radical inspiración neoliberal, se hiciese inamovible por muchas décadas elevándose a la condición de Política oficial del Estado colombiano.
Pero, no obstante esos reiterados esfuerzos por auto–convencerse, su instinto de muy zorro animal político le decía que algunas cosas podían empezar a cambiar. Con seguridad que ésa era la gran batalla que se le venía: La defensa cerrada de su «histórica obra de gobierno», que le había permitido arrebatarles el país de las manos a las guerrillas terroristas para encausarlo por los caminos de su prometido «Estado comunitario», una rara mezcla, todavía confusa, de neoliberalismo radical, de paternalismo comunitario y de Estado de opinión como sustituto innovador del Estado de derecho. Sin poder conciliar el sueño, pasó la madrugada entera pensando y pensado en las razones que podrían llevar a su muy protegido sucesor a desviarse de la ruta por él señalada. Fue entonces cuando, mirando fijamente una imagen plasmada en un lujoso cuadro —se trataba de la pintura de uno de sus máximos referentes doctrinarios— le habló así a su admirado Williamson:
—Respetado amigo, no entiendo por qué en la sociedad latinoamericana en general se está empezando ahora a hablar de un tal posneoliberalismo impulsado por esos nuevos líderes de las izquierdas, como ése que alocadamente está hablando del socialismo del siglo XXI. Como si el socialismo no fuese siempre y en todas partes el mismo: Estado por todas partes, al desayuno, al almuerzo y a la comida; odio al mercado; recorte de la iniciativa privada; amenazas a la sacrosanta y natural propiedad privada; incompetencia en la producción; demagogia en la distribución; desestímulo a la inversión extranjera; persecución a la religión; anulación de la libertad de prensa, etc., etc., etc. Sólo a usted le confieso el temor que empiezo a sentir en este momento cuando Juanma parece estar acercándose a personajes como Correa y Chávez, únicamente por mencionarle una de las varias cosas que empieza a hacer en contravía de nuestro común pensamiento.
Casi atragantado al pronunciar estas palabras, tomó otro largo sorbo de agua, agarró una servilleta y se limpió las gotas de sudor que se desprendían de su frente. Entonces, queriendo expresar todo lo que lo acongojaba, y como si Williamson fuese su confesor parroquial, así prosiguió meditando:
—Usted sabe que yo he entendido muy bien que ustedes, nuestros amigos de Washington, han siempre querido ayudarnos para impulsar el crecimiento de la región. El único camino que los colombianos tenemos es la profundización, cada vez más continua y acentuada, de las políticas de apertura económica iniciadas desde la década del noventa por mi par César Gaviria. Y lo anterior siempre, escúcheme muy bien mi amigo, siempre basado sin ninguna duda en mi código de conducta que se condensa en los diez puntos que usted muy bien supo explicar allá en 1989 y que hoy es tan conocido mundialmente como el muy sabio Consenso de Washington.
Al amanecer, como a las 4 a.m., y aletargado ante tan larga y angustiante noche, Uribe se levantó, subió otras escaleras e ingresó al baño de su habitación para tomarse sus cotidianas gotas de esencias florales, y, tras contenidos suspiros, se dispuso a dormir otra horita, «otra horita más», se dijo, como persona obsesionada por ahorrar tiempo. Cerca de las 5 a.m. sonó el despertador y, con premura, se despertó, pues temía, muy de acuerdo con su muy rica cultura laboral antioqueña, que el día no le alcanzase para todo lo que tenía programado hacer. Se bañó dispuesto, entre otras muchas cosas, a esperar a su hijo que, unos meses atrás, se había ido al extranjero a perfeccionarse como inevitable gran empresario de cuna, pues con esa vocación había nacido y, durante su gobierno, algunos funcionarios públicos habían tomado decisiones, que le habían facilitado el más rápido y merecido enriquecimiento. Así había sucedido, por ejemplo, cuando un alcalde decretó como próxima zona franca industrial un sitio donde los hijos de Uribe habían «casualmente» comprado unos todavía desvalorizados terrenos.
El muchachito llegó una hora después, mental y físicamente predispuesto a ser ese nuevo empresario, que conseguiría mucha plata con la única obligación social de generar algo de empleo. Eso era lo que ya le había aprendido a su papá. Fue así como a las 7 a.m., se sentaron todos a desayunar y Uribe le comentó a su hijo, recién llegado, las ganas que tenía de hablar con él para comentarle algunas cosas adelantándole, entre otras, que tenía que estar preparado para una permanente y gran pelea. Se trataba de una lucha doctrinaria y práctica, que se ajustaba a las lógicas y reglas de una pelea de boxeo. Un poco más tarde, camino al primer trajín de la mañana, el ex presidente inició la inducción a esa gran pelea adelantándole a su retoño:
—Hijo, usted que tanto ama este deporte, imagínese por un momento un ring de boxeo en el que se va a llevar a cabo una pelea decisiva para definir el futuro del país: La pelea entre el Estado y el mercado. En ese escenario están los dos jugadores, cada uno con su equipo de apoyo respectivo, el árbitro, el conjunto de jueces, los espectadores y unas reglas de juego válidas para ambos. Eso en lo visible y obligatorio para todo el mundo en el llamado Estado de derecho. Pero, ya en lo invisible y práctico, nosotros los que tenemos el poder; nosotros los que contamos con un estado de opinión nacional cercano a un ochenta por ciento de simpatías sociales, nosotros que somos mediáticos y tenemos los grandes medios de difusión a nuestra disposición, podemos prescindir de algunas reglas e instituciones. Estas, en general, jugarán para el otro contendor, pero no para usted, cuya única regla de juego será su sabio criterio de empresario privado, que le dirá a toda hora que no hay otra regla de juego que la del mercado. Ya ve hijo mío, todo lo que confío en usted y en la gran sabiduría práctica que, desde chiquito, le he infundido. Ahora bien, básicamente el ejercicio consiste en que trate de visualizar en una esquina a ese jugador vigoroso y fornido que tanto le gusta a usted, ¿cómo es que se llama? Ah, sí, Mohamed Alí, creo que es…
—La insignia del boxeo mundial por ser el más fuerte pero también el más limpio de todos los boxeadores, —le adelantó la frase el hijo al papá.
—Si —retomó el discurso el ex presidente—, el más fuerte y productivo y limpio como lo debe de ser, perdóneme hijo la comparación, el mercado en nuestra sociedad. Claro que Mohamed también tenía sus reglas ocultas y sabias, que, invisibles para el grueso de los espectadores del común, se tornaban tremendas, irresistibles, incontenibles e infinitamente eficaces cuando él las aplicaba. Esas reglas ocultas pero sabias y legítimas, sólo las conocían las personas muy técnicas en el boxeo. Es algo similar a lo que acontece con el mercado, que tiene una mano invisible cuyas reglas de acción sólo son conocidas por los economistas cuando son técnicos, objetivos y anti–populistas. Eso sí, Mohamed nada tenía que ver con ese otro incivilizado, bárbaro, primitivo, malvado e infame boxeador, que si mal no recuerdo recurrió a morderle una oreja a su oponente. Mike Tyson, creo que se llamaba. De nuevo, perdóneme hijo la comparación, este boxeador se parece al Estado, que, con tal de halagar a la gente, se inventa las reglas sobre la marcha, son reglas visibles, pero ilegítimas e ilegales, además de insanas e inapropiadas y muchas veces estúpidas.
—Eso, papá —lo interrumpió el hijo—, en la práctica ya lo sabía desde niñito, pero ahora, con su exposición, se me hace enteramente comprensible y explicable. Entonces, en esta simulación teatral de una pelea de boxeo, yo seré el «bueno» por representar al mercado mientras que mi oponente será el «malo» por representar al Estado. Mis reglas serán invisibles pero, por ser sabias, la gente finalmente las aceptará; en cambio, las reglas de mi oponente, por muy visibles que sean, finalmente nadie las aceptará por sucias, torpes y demagógicas.
—Hijo, de tal palo, tal astilla —le dijo Uribe colocando la palma de la mano sobre la ya empresarial cabeza del hijo—.
—De todas maneras, papá, el Estado también deberá cumplir algún papel importante —agregó el hijo con no disimulada timidez—.
—Claro, hijo, como adelantó Hobbes, brindarnos seguridad a todos aunque, para ello, el pueblo tenga que renunciar a mucho de su libertad personal, y sobre todo, brindarle una enorme seguridad al mercado de que el Estado no va a trabar su libre funcionamiento.
IV.
Congelaré por un momento este diálogo imaginario de adoctrinamiento del padre al hijo, para destacar que dicho diálogo, de modo directo o indirecto, según se lo quiera ver, estaba inspirado en la investigación realizada por Adam Smith en 1776 en un texto clásico conocido como «La Riqueza de las Naciones». Entonces, la división internacional del trabajo, fue abordada por este economista inglés a partir del estudio del trabajo, del mercado y de la moneda buscando responder a dos asuntos centrales: por una parte, cómo apareció y funcionó, en Inglaterra sobre todo, el llamado por él sistema de libertad natural; y por la otra, cómo podía subsistir, funcionar y reproducirse por el otro fundamental principio, el del interés personal.
En este orden de ideas, aún cuando el texto de Smith puede ser considerado el primer texto moderno de economía, es importante mencionar que con los años sus seguidores hicieron a un lado el componente científico y empírico de su trabajo centrándose, más bien, en los supuestos o presupuestos de su análisis, dando lugar a una ideología política inspiradora de la acción del Estado, que en el siglo XIX fue conocida como liberalismo económico y, en la actualidad, como neoliberalismo. En lo básico, dicha ideología liberal y neoliberal postula que es el mercado, es decir el interés personal y el juego de la oferta y de la demanda, y no el Estado con su capacidad coercitiva reguladora, el más importante moderador no sólo de la actividad económica de una sociedad sino también de la vida social en general.
De acuerdo con Smith, entonces, el ámbito en que operaba el mercado se correspondía con un orden natural muy coherente con la naturaleza del ser humano, que no realizaba acción alguna en la que no mediase un interés personal. A dicho orden natural subyacía una mano, invisible pero muy poderosa, sabia y eficaz, la que, si se daba una condición básica, armonizaba los intereses personales con el interés general de la sociedad. Esa condición básica estaba asociada a la idea de que nada perturbase los movimientos sabios y eficaces, de esa mano invisible, para lo cual era necesario que se hiciese efectivo un triple tipo de libertades: Libre empresa, libre competencia y libre comercio, es decir, mercado libre.
Bajo este panorama, el evento más perturbador era el de la intervención del Estado con sus pretensiones de regular el mercado y, peor, aún, de sustituirlo. En su concepto, el Estado debía limitarse a las defensa de la propiedad privada y de la soberanía externa, a la administración de la justicia y a realizar algunas obras que, por su escasa rentabilidad, nadie estaría dispuesto a emprender. Más adelantes, algunos de sus seguidores más radicales, pues, no se podrá olvidar que el propio Smith esbozó algunas de las limitaciones de su modelo, señalaron que la función central del Estado era la de garantizar el libre funcionamiento de un mercado libre.
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