He dicho que el libro de Smith puede ser considerado como el primer texto moderno de economía. Esto no obstante, para los neoliberales esa obra escrita en 1776 no es obsoleta, pero sí lo es «El Capital» de Marx, que apareció casi cien años después.
El anterior es el telón ideológico de fondo, que habría que tener en cuenta en el momento de la pelea de boxeo a cuya simulación Uribe ha invitado a su hijo: En una esquina, un contendor teatralizando el papel de Mohamed Alí —el boxeador «bueno» por representar al mercado— y que maneja un puño boxeril [sic] invisible, pero naturalmente poderoso, además de altamente sabio, eficaz y hasta moralizador y en la otra esquina, un contendor teatralizando el papel de Mike Tyson —el boxeador «malo» por representar al Estado— y que maneja un puño boxeril visible, pero antinaturalmente poderoso, además de truculento, ineficaz y hasta inmoral.
Esa noche, Uribe y su hijo decidieron que al otro día, desde las 6 a.m., dedicarían gran parte del tiempo a simular tan singular encuentro de boxeo. Esto lo harían sobre la base de las lógicas de diez políticas de gobierno, que los economistas que se inspiraban en Smith, todos ellos muy técnicos, objetivos y competentes, habían levantado como inexorablemente válidas para la sociedad colombiana y latinoamericana de la primera década del siglo XX. Por fuera de ellas, no habría salvación para ningún país del mundo. Habían sido levantadas con la asesoría del BID y del FMI recibiendo el nombre de Consenso de Washington. Se trataba de diez golpes neoliberales muy certeros que el heredero del ex presidente debía lanzar a su contendor. Ya verían cómo respondería el siempre «sucio y demagógico Mike Tyson».
Al amanecer del día siguiente, saboreando cada uno de ellos un exquisito y suave café colombiano, Uribe ya le estaba diciendo a su hijo que se imaginara que los jueces de la pelea eran personas que pensaban como ellos:
—Por ejemplo —le ilustró—, imagínese hijo que van a ser Gaviria y Pastrana, a los cuales me agrego yo, el conjunto de jueces de esa pelea.
—¿Cómo que usted, papá? —le dijo el hijo entre perplejo y dubitativo, pues su lógica de abogado le decía que, por lo menos, había que mantener las formas que decían que nadie podía ser juez de su propia causa—.
—Pero, no se preocupe por ahora, mijito, que estas sólo son suposiciones, pues lo importante es que nosotros y muchos más estamos convencidos que para poder superar las condiciones del subdesarrollo, necesitamos profundizar en las recomendaciones que Washington nos ha heredado, que en muchas partes del mundo ya han sido suficientemente probadas para lograr el desarrollo nacional. Se trata de una serie de medidas y políticas propias de una economía de mercado, estando todas ellas inspiradas en la idea de menos Estado y más mercado.
En un ir y venir de preguntas y respuestas, a lo largo de la mañana fueron surgiendo las primeras dudas importantes del hijo, quien empezó a cuestionarse cómo era que podían aplicar de buenas a primeras esas medidas propias de una economía de mercado, tomando en cuenta que venían de un Estado que tenía una larga historia de intervención y de proteccionismo. Le confesó, así, a Uribe que durante sus estudios en el extranjero algo sobre el asunto había discutido algunas veces con sus compañeros.
Uribe, como contraargumento a sus explicaciones, reiterativamente le insistió que no se preocupara por eso, que ya lo tenían todo previsto, que el desmonte del Estado sería gradual como lo sería también la aplicación del nuevo modelo y que él esperaba que por ahí en el 2020, en su última presidencia, el Estado por él soñado estaría plenamente vigente. Fue así, como pasaron el día entero hablando de cosas relativas a las economías de mercado.
Siendo cerca de las 11 p.m. y al calor de unos medidos aguardienticos, Uribe continuó su intervención, explicándole a su hijo que la única forma para acabar con ese Estado metido e igualado y además eterno irrespetuoso de la sabiduría del mercado, era a partir de esta estrategia de acción:
—Primero, la disciplina fiscal. No se podía seguir permitiendo que en el país se gastase más de lo que se recaudaba. Se requería de un presupuesto balanceado y de una reducción del déficit fiscal que tantos desacoples macroeconómicos generaba. Que a la gente no se le podía ofrecer nada que no estuviese pre–financiado, pues el mercado aconsejaba la sostenibilidad fiscal. Segundo, muy ligada a la anterior, la prioridad en el gasto público. Éste indudablemente debía ser reducido para cubrir el alto déficit fiscal que había, aún cuando resultase poco favorable para los sectores más vulnerables de la sociedad.
Planteados estos dos primeros puntos, al joven empresario se le iluminó la mirada, y lanzando el puño hacia adelante con furor, señaló que una política social desbordada, como la que pregonaban los estatistas representados por Tyson, desencadenaría la inflación, perjudicando precisamente a los sectores de menores ingresos por la elevación de los precios de los productos de la canasta familiar. A raíz de este planteamiento, el cada vez más aventajado hijo señaló que esos estatistas eran unos demagogos irresponsables; que no era que los empresarios no tuviesen una elevada misión social, pues con tenacidad todos los días la concretaban creando fuentes de empleo; que no había que ocultar que, con frecuencia, lo que la pobreza ocultaba era una buena dosis de pereza congénita y que además…
—Un momento, mijito, que nos está cogiendo la noche —lo paró el ex presidente, a quien se le hacían agua los ojos al escuchar palabras tan sabias en boca de su hijo—. Vayamos a un tercer punto central, la reforma impositiva. Se trata de una reforma racionalmente pensada. De un lado, se requiere financiar el quehacer normal del Estado, inversiones en lo militar y en lo infraestructural, sobre todo, pero, reduciendo, al mismo tiempo, el déficit fiscal que nos agobia como resultado del estatismo demagógico e irresponsable; para lo cual se hace necesario elevar el IVA como impuesto democrático al consumo de todos; pero, en lo relativo al impuesto a la renta se debe actuar con mucha prudencia, pues tributos muy elevados pueden obstaculizar la generación de empleo, que es la gran obligación social de los empresarios, y, sobre todo, desestimular la inversión extranjera. En esta materia, no le debemos temer a las exenciones ni a la reducción de la tasa impositiva a la renta. Escúcheme bien, hijo mío, si no creamos un sistema de seguridad jurídica de la propiedad, si no protegemos y mimamos el capital extranjero, si no lo liberamos del pago de impuestos en todas las zonas francas que hay que crear en el país, nunca vamos a salir del atraso económico.
Mientras el padre hablaba, al hijo se le esfumaban las dudas de un principio, pensando que tendría las puertas abiertas en su proceso de formación como acaudalado empresario. Esto no obstante, algunos disminuidos escrúpulos todavía le inquietaban, y, por eso dijo:
—¿Qué pasará con el capital nacional? por ejemplo, con nuestros históricos empresarios industriales que, no obstante la ayuda permanente que el Estado les otorgó, tesoneramente se echaron sobre sus hombros una primera etapa del desarrollo industrial del país.
Con sonrisas de por medio, Uribe tranquilamente le respondió que los tiempos habían cambiado; que ellos ya comprenderían la necesidad de revolcar el modelo intervencionista, que se había instaurado en el país desde los tiempos de inicio de la llamada sustitución de importaciones, por allá en la década de 1930; que poco a poco empezarían a pensar en un cambio estratégico de roles entrando a apoyar el nuevo modelo de «desarrollo hacia afuera» sin que importase mucho que el país empezara a des–industrializarse, a frenar la industrialización, pues cuando empezasen a asimilar la pedagogía de la competencia, eso de ser competitivos internacionalmente, se darían cuenta que las nuevas ventajas gananciales eran catedralicias, en comparación con las que les había reportado el anterior modelo de «desarrollo hacia adentro»; y que, buena parte de los otros siete puntos del Consenso de Washington —la liberalización de las finanzas, la liberalización del comercio exterior, el establecimiento de una tasa de cambio competitiva, la privatización, la desregulación, la liberalización de las inversiones extranjeras y el respeto a la propiedad privada— constituían principios centrales del revolcón económico, político e institucional, que se produciría en el país con la instauración de un nuevo modelo estratégico de desarrollo focalizado alrededor del «desarrollo hacia afuera», así como de los complejos problemas de las importaciones y las exportaciones.
Entonces, ¿qué exportar? Aquello que nos señalase el nuevo esquema de la división internacional del trabajo, aquello en que fuésemos o nos hiciésemos competitivos y que los grandes Estados, como centros internacionales de poder, no pudiesen producir. Vale decir, en lo básico, palma africana a gran escala comercial, café de primera calidad y muchas folklóricas artesanías menores. Y ¿qué importar? Todas las mercancías y servicios en cuya producción no fuésemos competitivos.
No obstante que, a esas altas horas de la noche, al joven empresario ya le apretaban las pestañas, no podía dejar de angustiarse al comprender el revolcón que su padre quería producir en el país. Estaba, entonces, muy bien, reflexionó en su intimidad, que como ex presidente y como futuro presidente por muchos años, su familia estuviese viviendo en una especie de «resort» estatal, militarmente ultra protegido, pues, de no ser así, se colocaba en condiciones para que uno de los millares de Tyson que había en el país, lo desorejase de un mordisco. Fue, entonces, cuando sacudiéndose del sueño, le dijo Uribe que se fuesen a dormir, que al otro día continuarían la simulada sesión.
A media mañana del día siguiente, paseándose hablaba Uribe de aquel cuarto punto, la liberalización de las exportaciones. Dijo que era importante que se eliminasen todo tipo de restricciones que entorpecían el intercambio comercial entre los países; que ya se vería lo beneficioso que iba a resultar para Colombia el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos; que no entendía lo brutos que pudieron haber sido en el pasado, con ese modelo de industrialización por sustitución de importaciones; que las políticas proteccionistas a favor de la industria nacional y en contra de la competencia extranjera solo generaban graves costos para el país, al penalizar el esfuerzo exportador y al empobrecer la economía local; pero que, más adelante, reflexionarían mejor sobre todo eso, que no se preocupase.
En esas andaban cuando, de forma abrupta, sonó el timbre de la casa minetras se dirigía Uribe a tomar un vaso de agua y su hijo atendía la puerta. Pero, para su sorpresa, el ex presidente a lo lejos observó una imagen que siempre había detestado. Se trataba de Pedro, el izquierdoso amigo de su hijo desde los días del colegio y por quien éste guardaba enorme aprecio.
—Qué maravilla Pedro, bienvenido de vuelta a su país. Pensé que aún le quedaban varios años en París estudiando Ciencias Políticas —así fue como el expresidente Uribe recibió al advenedizo—.
Pedro, todavía resentido por todos los intentos que Uribe había hecho en el pasado para cortarle la amistad con su hijo, le respondió de forma casi cómica:
—No señor. Quise adelantar mi viaje para intentar aplicar todos mis conocimientos a favor de este país que tanto amo. Claro está, si es que logro conseguir algún empleo en el sector público sin que me juzguen por mi ideología política de izquierda y sobre todo sin tener ninguna clase de palanca a mi favor.
El hijo, bastante incómodo ante la situación que se presentaba entre su padre y su amigo, no tuvo más remedio que servir unas copas de vino y hacer un brindis por ese feliz encuentro. Intentando introducir a Pedro en la conversación, empezó a contarle sobre lo que venían dialogando su padre y él desde hacía varias horas, mientras que Uribe empezaba a sentir en su interior lo interesantemente estúpido que se podría volver la charla con la participación de aquel zurdito. Con cara de una aparente emoción por el tema que se venía trabajando, Pedro intervino diciendo:
—Precisamente ahora que vengo trabajando tanto sobre los escritos de Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, es que puedo decirle lo tan profundamente en desacuerdo que estoy con usted, señor Uribe. Por décadas la sociedad latinoamericana ha venido escuchando todas estas patrañas, con las que se pretende reducir un proceso social, tal como el desarrollo de un país, a la simple toma de decisiones económicas impuestas por las sociedades desarrolladas. Entienda muy bien que el desarrollo es, en sí mismo, un proceso social y aún sus aspectos puramente económicos transparentan la trama de relaciones sociales subyacentes. No me venga a decir, por favor, entonces que el Consenso de Washington vino a hacer frente al problema del subdesarrollo porque lo que siempre se ha demostrado es su intención de continuar acentuando la ya definida estructura de relaciones de dominación en el mundo.
Preocupado al ver la reacción de su amigo, exclamó: «Pedro, pero cálmate», a lo que Pedro respondió:
—Amigo de mi vida, no me puedo calmar. No puedo entender como puede ser alguien tan ciego para no comprender que la situación de subdesarrollo, y a su vez la condición de dependencia que tanto ha caracterizado a la región, nació precisamente de esa relación entre sociedades periféricas y sociedades centrales, desconociéndose en todo sentido las ventajas y oportunidades comparativas que como país siempre hemos tenido. Y es que, escúchenme muy bien, esa posición diferenciada dentro de una misma estructura económica internacional de producción y distribución, se dio cuando la situación de subdesarrollo se produjo históricamente con la expansión del capitalismo comercial y luego del capitalismo industrial, vinculando a un mismo mercado economías que, además de presentar grados diversos de diferenciación del sistema productivo, pasaron a ocupar posiciones distintas en la estructura global del sistema capitalista. Entonces, díganme si alguno sabe la fórmula perfecta porque yo no la sé, para comprender la forma en la que supuestamente los Estados Unidos, las instituciones financieras internacionales y otros países desarrollados quieren ayudarnos en la implementación de políticas que nos conduzcan al desarrollo a partir de esa, inexistente para ellos pero claramente definida, estructura de relación de dominación.
Después de un largo silencio, Pedro se paró rápidamente de la silla, se dirigió a su amigo a quien abrazó fuertemente para despedirse y sin decir más, se marchó. Casi de inmediato, intervino Uribe diciendo:
—Vio hijo, cuántas veces durante toda su vida le he dicho la mala compañía que es ese muchachito para usted. Sólo viene a imponer sus pensamientos izquierdosos sin fundamento alguno.
El hijo, sin muchas ganas de continuar con el ejercicio, le pidió a su padre que prosiguieran en las horas de la tarde.
Siendo casi las 2 p.m. Uribe dio marcha nuevamente a su amplia presentación:
—Como venía diciéndole son diez certeros y precisos golpes los que debe realizar Mohamed para noquear a Tyson. El quinto, la liberalización de las finanzas, debe darse a partir de una retraída del Estado en su regulación para fomentar el desarrollo del sistema financiero internacional. Dichas instituciones financieras internacionales, seguramente siempre van a actuar en pro de nuestro desarrollo como bien les han indicado nuestros amigos en Washington, así que no hay de qué preocuparse. El sexto es la tasa de cambio competitiva. El país debe inclinarse por tipos de cambio que estén determinados por las fuerzas del mercado debiendo ser éste lo suficientemente competitivo para promover el crecimiento de nuestras exportaciones. El séptimo, de gran importancia, es la privatización. Indudablemente hijo, el sector privado es más eficiente que el sector estatal en la producción de bienes y servicios. No hay duda alguna que así sea. Se requiere acentuar la competencia y no la regulación si lo que queremos es progreso para la sociedad. Esto último nos lleva al octavo, la desregulación. Latinoamérica en general, erróneamente ha estado acostumbrada a economías altamente reguladas, imposibilitando el funcionamiento natural del mercado que se ha visto fuertemente obstaculizado por la intervención continua del Estado. El noveno es la liberalización de las inversiones extranjeras, la cual si bien no es la prioridad central en la que se debe enfatizar ahora, permitiría aportar un capital significativo para el desarrollo, la capacitación y el know–how. Y el décimo es el respeto a la propiedad privada, pues sin un marco de derechos que la solidifique, el desarrollo del sistema capitalista va a quedar en cuestionamiento.
Atado a una personalidad sumisa y dócil a lo dictado siempre por su padre, y a sabiendas que había regresado para cumplir el papel de gran empresario en un país en el que más de la mitad de la población estaba bajo la condición de pobreza, el hijo, con algunos de los planteamientos de su amigo resonándole en la cabeza, afirmó con una voz bastante temblorosa:
—Padre, aún cuando sé que no tendría por qué dudar de este modelo de mercado, tan arraigado en la tradición político ideológica de la familia, sigo sin entender por qué el mercado se consolida como el máximo ordenador de la vida social por encima del Estado. Además, no sé hasta qué punto es tan incorrecto lo planteado por Pedro. Algo de razón podría tener al decir que son muchos los intereses ocultos que tienen países como Estados Unidos al querer imponernos sus medidas siendo nuestras condiciones tan antagónicas a las de ellos.
Con el ceño fruncido, Uribe exclamó muy impaciente:
—Basta hijo, qué cosas sin sentido está diciendo. El ejemplo más claro que puedo darle es el de la industrialización por sustitución de importaciones, modelo en el cual el Estado mostró un papel protagónico a partir de su clara intervención en la economía, produciendo consecuencias catastróficas para el desarrollo del país.
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