JESÚS ANUNCIÓ EL REINO Y VINO LA IGLESIA ¡QUÉ FRACASO!
Por Juan José Tamayo Acosta *
¿Puede apelar razonablemente la Iglesia cristiana a Jesús de Nazaret? ¿Podemos afirmar que la Iglesia está fundada en el Evangelio? ¿Existe continuidad entre Jesús de Nazaret y la Iglesia o, mejor, las iglesias cristianas? O, más directamente: ¿Fundó Jesús la Iglesia? Éstas o similares preguntas se hizo el teólogo modernista Alfred Loisy (1857–1940) a principios del siglo XX en su emblemática obra L’ Église et l’Évangile para responder de esta guisa: «Jesús predicó el reino de Dios y vino la Iglesia». Algunas de las afirmaciones del libro, sacadas de contexto, fueron condenadas por san Pío X, que colocó más de 150 obras en el tristemente célebre Índice de Libros Prohibidos, entre ellas la de Loisy. ¡Loisy excomulgado y Pío X canonizado! Ironías de la historia.
La afirmación del exegeta francés tiene un innegable fondo de verdad, que hay que tomarse en serio, y que ha sido ratificada por las recientes investigaciones sobre el Jesús histórico y los estudios de sociología, historia social y antropología cultural del movimiento de Jesús y del cristianismo primitivo. En parecidos términos se expresaba medio siglo después el exegeta católico Rudolf Schnackeburg, nada sospechoso de herejía, en La Iglesia en el Nuevo Testamento, muy valorada por la exégesis oficial de la época: «No la Iglesia, sino el Reino (de Dios) constituye la última intención del plano divino». Benedicto XVI se refiere elogiosamente a Schnackenburg y se apoya en él en su cristología el libro Jesús de Nazaret (2007).
Los datos exegéticos y los hechos históricos no permiten responder con un sí o un no lacónicos a las preguntas del comienzo, sino que demandan una respuesta dialéctica: entre Jesús de Nazaret y la Iglesia cristiana hay discontinuidad, pero también continuidad. No podemos caer en el fatalismo y el catastrofismo, viendo en el horizonte eclesial sólo los nubarrones y ocultando los momentos de gracia y de liberación, como tampoco podemos ubicarnos en un idealismo tan subido de tono que nos lleve a pensar o creer que en la historia del cristianismo todo ha sido vida y dulzura, desconociendo los momentos escandalosamente antievangélicos: Inquisición, guerras de religiones, quema de brujas, ejecuciones de herejes, trata de esclavos, encomiendas, conquistas y colonizaciones violentas, persecución de otras religiones, anatemas y excomuniones, discriminación de las mujeres, persecución de los judíos, etc. Trigo y cizaña han crecido juntos, aunque no siempre por igual la mayoría de las veces. Unas veces la cizaña ha crecido más que el trigo.
El primer argumento a favor de la discontinuidad nos viene de la terminología del Nuevo Testamento. La palabra ekklesía (Iglesia) no aparece más que dos veces en los evangelios, los dos en el de Mateo y ambos en textos muy discutidos: Mt 16,18; 18,1. Se cree que son textos interpolados. Sin embargo, la expresión «reino de Dios (o «reino de los cielos») se encuentra en los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) en torno a cien veces y apenas vuelve a utilizarse en el resto de los escritos del Nuevo Testamento. Sucede, además, que Lucas nunca utiliza ekklesía en el Evangelio que lleva su nombre y, sí la emplea en Hechos de los Apóstoles, al tiempo que las cartas paulinas la utilizan 46 veces.
Lo que pone en marcha Jesús no es una organización cultual al servicio de la religión oficial y del sistema político, sino un movimiento igualitario de hombres y mujeres bajo el signo del acompañamiento, el seguimiento y el anuncio de la utopía del reino de Dios que no admite discriminaciones por razones de etnia, cultura, género, religión, clase social, procedencia geográfica, etc.
El hecho de que apenas aparezca en los Evangelios no se debe a que no fuera usada cuando se redactaron, sino a que no parece que la empleara el Jesús histórico. Teólogos y exegetas de las más diferentes tendencias ideológicas coinciden en que la cercanía del reino de Dios, y no la Iglesia constituye el mensaje central, «el asunto de Jesús», en palabras de Walter Kasper, teólogo alemán y cardenal.
El anuncio del reino de Dios tiene carácter inconformista, utópico y desestabilizador. En una palabra, subversivo de todo orden establecido de su tiempo: del Imperio romano y de la religión judía, de los líderes políticos y de las autoridades religiosas. Lo expresaba Albert Schweitzer con rigor y lenguaje vivo en un texto antológico que escribiera a principios del siglo XX y que sigue conservando la frescura y radicalidad de entonces:
«Todo está tranquilo y sigue su curso normal. De improviso, aparece el Bautista anunciando: ‘¡Haced penitencia! ¡El reino de Dios se está aproximando!’ Al poco tiempo, llega Jesús, el anunciado hijo del hombre, perfectamente consciente de su misión, toma en sus manos la rueda del mundo, la pone en movimiento e intenta darle un último giro para orientar la historia rumbo al fin del mundo. La rueda se resiste, y él queda aprisionado entre sus radios. Un movimiento más de retroceso acaba por dejarlo triturado. Venía anunciando la escatología y no ha hecho sino destruirla. La rueda del mundo sigue dando vueltas llevando todavía prendidos en sus radios los jirones del único hombre que hubiera podido ser capaz de constituirse en rector espiritual de la humanidad y de dominar la historia».
Quizá exageraba Schweitzer al considerar a Jesús de Nazaret el único hombre que hubiera podido constituirse en guía espiritual de la humanidad. Hubo otros muchos antes y después que lo intentaron con la misma convicción y empeño moral que él: Zoroastro, los profetas de Israel, Buddha, Jina, Confucio, Laotsé, Sócrates, Muhammad, etc. Pero, ciertamente, la huella del Profeta de Nazaret en la historia es imborrable. Bien es verdad que sus seguidores no fueron sus mejores mensajeros e intérpretes como tampoco los mejores testigos de esperanza.
Termino esta reflexión con una referencia a la relación de la Iglesia con el Espíritu y el reino de Dios. Iglesia, en la mejor tradición del Nuevo Testamento y en la herencia mística del cristianismo, Iglesia, Espíritu y reino de Dios no conforman una unidad indiferenciada, ni pueden situarse al mismo nivel. Entre ellos hay ciertamente relación, pero no simétrica. No se puede divinizar a la Iglesia, hasta el punto de situarla en el mismo plano que el Reino de Dios, y menos aún identificar a la Iglesia con el papado y la jerarquía. Sí ha hecho esa identificación la eclesiología tradicional, incurriendo en una de las más graves patologías teológicas. La Iglesia se sitúa en el horizonte del reino de Dios, pero no se identifica con él. Las prácticas eclesiales son realizaciones parciales del reino de Dios en la historia, pero con frecuencia se han convertido en graves desviaciones del reino de Dios entendido en su sentido originario, es decir, como utopía de justicia, paz, solidaridad, sororidad y como sociedad alternativa. A decir verdad, muchos han sido los momentos en los que la Iglesia histórica ha caminado con frecuencia en dirección contraria al reino de Dios y a la historia humana.
¿Qué decir de la relación entre la Iglesia y el Espíritu? Ciertamente, la Iglesia es Iglesia del Espíritu, pero no puede apropiarse de él como si fuera de su exclusiva propiedad, ni encerrarlo en los estrechos límites de la institución eclesiástica. El Espíritu necesita espacios de libertad para actuar, y la institución eclesiástica con frecuencia sofoca la libertad de sus miembros e incluso del Espíritu. La absolutización de la institución eclesiástica y su identificación con el Reino son herejías y perversiones del movimiento de Jesús. La Iglesia es mediación, sólo mediación —muchas veces, poco ejemplar— para el acceso a Dios, y está al servicio del Reino, que nada tiene que ver con las teocracias de este mundo, sino que remite a los valores del Reino recogidos en las Bienaventuranzas, la carta fundacional del cristianismo. El peligro que acecha siempre a la Iglesia es idolatrarse a sí misma. El mejor antídoto para no caer en él es ubicarse en el lugar de los pobres, asumir su causa y trabajar por su liberación.
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* Juan José Tamayo Acosta es licenciado en Teología por la Universidad Pontificia de Comillas (1971) y doctor en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca (1976). Licenciado (1983) y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid (1990). Es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de la Religión «Ignacio Ellacuría», de la Universidad Carlos III de Madrid, profesor del Departamento de Geografía, Historia y Artes, de la misma Universidad, y profesor de la Cátedra de Tres Religiones de la Universidad de Valencia.
Colabora en numerosas revistas latinoamericanas y españolas de teología, ciencias de las religiones y ciencias sociales. Es Miembro del Consejo de Redacción de las revistas «Éxodo» (Madrid, España), «Pasos» (San José, Costa Rica), «Foro Multidisciplinario de la Universidad Intercontinental» (México) y colaborador habitual de El País (Madrid), El Periódico (Barcelona) y El Correo (Bilbao). Ha recibido varias condecoraciones, entre las que cabe destacar: el Premio Internacional de la República de Túnez para los Estudios Árabes e Islámicos; el Premio «Islam y Convivencia» en la lª Feria Musulmana de España y el Premio de la Fundación Siglo Futuro por su Compromiso Ético. Profesor invitado en diferentes Centros Universitarios e Institutos de Europa, como el Centro de Cultura, de Trento (Italia), el Instituto Cervantes, de Berlín y de Frankfurt, (Alemania); de Estados Unidos, como el Mount Saint Mary’s College, y de América Latina, entre otros. Es autor de más de 50 obras, algunas de las cuales están relacionadas con la teología de la liberación: Para comprender la teología de la liberación (Estella, Navarra, 2008, 6ª ed.), Presente y futuro de la teología de la liberación (San Pablo, Madrid, 1994) y Panorama de la teología latinoamericana (Estella, Navarra, 2002, 2ª ed.). En 2011 publicó Juan Pablo II y Benedicto XVI (RBA Libros, Barcelona, 2011); Otra religión es posible. Desafíos de la ciencia y la cultura (Info-Fe Adulta, Madrid, 2011); Otra teología es posible. Pluralismo religioso, interculturalidad y feminismo (Herder, Barcelona 2011); El pluralismo en la Iglesia católica (ADG-N Libros, Valencia, 2011), además de varios artículos en revistas especializadas. Próximas publicaciones: Islam. Política, religión y feminismo (Fundación Tres Culturas del Mediterráneo, Sevilla, noviembre 2011); Utopía e historia (Trotta, Madrid, febrero, 2012), Intelectuales que brillaron con luz propia (Fragmenta, Barcelona, abril 2012)
Me parece que exageras. Yo siempre he visto a la Iglesia como una organización de personas sumamente pecadoras organizadas en torno a la esperanza de las promesas que Jesús hizo, como el Cristo de Dios, hizo a la humanidad. Quien ha vivido en contacto con ellas, sabe de lo que estoy hablando: el perdón, la paz, la orientación espiritual hacia algo más importante o trascendente que el vivir para simplemente trabajar y reproducirse.
La Iglesia no es el clero, como pretendes insinuar en este artículo.
» ubicarse en el lugar de los pobres, asumir su causa y trabajar por su liberación.» Excelente.