GARDÉS, GARDEL: EL AVE FÉNIX
Por Maria Candida Ferreira de Almeida*
«Todo lo que es podría ser de otra manera»
(Ricardo Piglia)
«Una luz en ese largo camino oscuro donde los misterios se confunden, algo habrá tenido que ver en esto ¿por qué llegó a mis manos y no a otras? Una sola vez me hice esta pregunta pero sin buscar la respuesta inmediata porque, después de muchos años, me ha sido dada. Alguien, alguno debía ser el indicado que revelase el contenido de esta grabación realizada en Nueva York en 20 de marzo de 1935. Carlos Gardel canta en español y en inglés su tango Cheating Muchachita, compuesto con Alfredo Le Pera, que, en su primera versión, titularan Amargura. Pero aun fue balseada en los archivos del Season otra pieza no identificada. Y que en el catálogo tiene un número y un signo de interrogación. ¿Está oculta en una montaña de matrices antiguas? o ¿en que manos fue dejada? Esperemos que en este largo camino oscuro donde los misterios se confunden una nueva luz nos dé la respuesta. Ahora, aquí está Carlos Gardel, el cantor de esta historia, que viene a sorprendernos, casi 50 años después, con esta novedad: Cheating Muchachita» (Rolando Chaves – El Gardelazo).
Salí por la calle oyendo aun las palabras del viejísimo señor que me recibiera en aquella tarde de sol, cielo azul y frío suave de Buenos Aires. Había ido a preguntar, terminé por cargarme de más preguntas. Tenía sí otra grabación, muy probablemente partituras despreciadas en la edición final del disco. Ese simple gesto, tan común en un montaje de una obra de arte, súbitamente parecía tener importancia decisiva para resolver un misterio de 50 años, año que viene… años de la «muerte» de Carlos Gardel. Apenas unos pocos creían haber un misterio. El ordinario de la gente, biógrafos, adictos condicionales aceptan su muerte en Medellín, en un muy a propósito siniestro de avión, pero en tal caso ¿por qué el mensaje subliminal? ¿Por qué una y otra vez, esparcida, vuelve la afirmación de que Gardel no murió en 1935?
Medellín es un territorio inaccesible para amadores, la Colombia contemporánea es una trampa armada por la rampa común, o por la especializada y/o la institucional, imposible empezar por allí, donde querría encontrar algún testigo del accidente o de sus circunstancias.
Tendría que conformarme con parloteos sospechosos, palabras poco fiables de amigos, adictos, hasta antagonistas, supervivientes inmersos en la vejez mágica de las píldoras. Tendría que empezar por el disco. ¿Me movería en el entorno de la música desaparecida? La edición de un disco es como la composición de una novela en capítulos o un libro de cuentos organizados por el autor. Si las partes son desmontadas y remontadas con piezas de origen diverso y en orden no previsto, como en estas antologías de The best of, los capítulos–músicas, pierden sentido, pierden su fuerza y gracia, pierden su código. Suerte que los discos de Gardel se pueden comprar en reediciones que mantienen la forma original, o casi. Así pudo empezar a destrincar la trama que me había sido revelada en Nueva York, 10 años antes. Me gustan las fechas redondas, en verdad había sido 7 años antes.
Jorobado, con la faz tranquila y risueña, al liminar en la puerta, el viejito me dijo que se tuviera las respuestas primeras, oiría el final de esta historia y salí en busca de los libros de baja extracción que suelen contar la «verdadera» historia de Carlos Gardel, La Voz que venció al olvido.
Debería saber ¿donde nació Gardel?, ¿Por qué quiso morir?, ¿Para donde querría volver?, ¿Cuándo uno descubre que la vida es solo una y así se debe vivirla?
DON CARLOS DE BUENOS AIRES
«Aunque la daga hostil, o esa otra daga,
El tiempo, los perdieron en el fango,
Hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
Muertos, esos muertos viven en el tango.»
(Jorge Luis Borges, El Tango).
Vivía yo en Nueva York con mi compañera, ella tenía trabajo en una prestigiosa universidad y yo transitaba, por la capital del imperio, lo que me hacía sentirme, no sé el por qué, más gaucho todavía; miraba la ciudad manzana como un vasto campo cortada por caminos del viento. A través de búsquedas aleatorias terminé en el bar antiguo de un patricio ya bien viejo, hace mucho, inmigrado allí. Este primer viejito, de antigüedad inestimable, insistía en extrañar una tierra de donde todos teníamos que huir, que cada vez más nos expulsaba, de donde él había partido ya hace bien más de 50 años (otra vez la fecha redonda) y para donde no puedo volver.
Sus motivos eran distintos, por su estilo, criminales, supongo por el leve tremor que exprimía delante de cualquier uniformado. Su historia personal era menor que las leyendas de argentinos en Nueva York que acostumbraba contar. Bien, él era uno de los que decían que «Gardel es argentino, nomás». Se reía del propio Morocho que una vez contestó, disimulando sus orígenes aún una vez, que «Un artista, un hombre de ciencia, no tiene nacionalidad, un cantor tampoco, es de todos y sobre todo, su patria es donde oye aplausos…» Carlitos dijo esto en declaraciones al diario «El Telégrafo», de Paysandú, el 25 de octubre de 1933.
Gardel era como el propio tango, esto también tiene su origen muy disputado; igual que se acepta generalmente que el tango nace en Buenos Aires a finales del siglo XIX, en 1880. Fue este mismo año que la República Argentina quedó definitivamente establecida, patria y palabra nacieron diez años antes de El cantor de los tres siglos. El tango emergió en las fiestas de los negros, luego desaparecidos de Argentina, expulsados por el racismo y blanqueamiento del siglo XIX. Historia completamente olvidada por los novelistas de Argentina, pero que se quedó registrada en los primeros tangos:
Napolitanos usurpadores
que todo oficio quitan al pobre,
Ya no hay negros de botelleros
Ni tampoco changador
Ni negro que venda fruta,
Mucho menos pescador
Porque esos napolitanos
Hasta pasteleros son.
Y no hay sirviente de mi color
Porque bachinchas toditos son.
Dentro de poco, ¡Jesús por dios!
¡Bailarán cemba en el tambor!
Expulsados los negros de escenario argentino, queda a los gauchos la disputa de su paternidad.
Algunos prefieren decir, a modo conciliador, que el tango nació a las orillas del Río de la Plata, con el fin de contentar a los uruguayos que reclaman una co–paternidad del fenómeno. Sin nos olvidarnos de los finlandeses que dicen tener un alma hecha de tango, cerveza y soledad, pero estos no reivindican El Zorzal Criollo. Si en público mantenía su misterioso nacimiento, en el mismísimo año de 1933, El Uno deja registrado lo que muchos aceptan como la solución de uno de sus misterios, el testamento ológrafo guardado en una caja de banco.
El lugar de nacimiento y muerte de una persona son accidentes de la vida; en su caso, tal vez Gardel tenga podido elegir dos veces, por medio del testamento, optó por su nacionalidad francesa y, para morir, prefirió Colombia, en un itinerario que comprendía también Puerto Rico, Venezuela, Panamá, Cuba y México.
Si pudiera, sin duda, sí, habría de elegir nacer y morir en Buenos Aires «ciudad porteña de mi único querer», unas veces tal vez; otras, preferiría Montevideo, quizá París o, quien sabe, en esta Nueva York, en la cual estamos.
Lejana tierra mía
bajo tu cielo,
bajo tu cielo,
quiero morirme un día
con tu consuelo,
con tu consuelo.
Y oír el canto de oro
de tus campanas
que siempre añoro;
no se si al contemplarte
al regresar
sabré reír o llorar…
Creo que podemos elegir dónde morir, es bastante emplazarnos y plácidamente esperar la muerte natural o aún, la muerte accidental, pero basta a vos no mover vos. Pensaba que me moría allí en aquella inhóspita ciudad, pero no.
EL QUE CADA DÍA CANTA MEJOR
El dueño del bar, llamémoslo Manolo, poseía todos discos de El Rey del Tango, en su primera edición. Estos entre nosotros, vagabundos en la gran ciudad, no los oíamos; a los clientes de poca tradición solía poner reediciones, versiones en cintas gastas como todo en el bar: historias, muebles y música.
No se si es cisura o incisión. Triza de la memoria, miga, jamás había traspasado las páginas que describían el insomnio, ni podría hacer parte de su actitud cotidiana por detrás de la barra, puesto que cambiará la noche por el día. Así como de los olores —con el pasar del tiempo— ahora rectificados, se convirtieron en un bloque de alcohol y grasas, cambiadas en masa etílica por el humo de tabaco del bar.
Un lapso, una fisura permitiera que aquel olor rompiera el lacre, forcejeara por los hilos atados y rompiera uno de ellos, liberando la pequeña caja, no había en ella secreto, pero un cisco, cargaba como vos esos ciscos de memoria, que rompen y desgarran sin nuestra voluntad, una serie de imágenes con una falsa coherencia; un refrán que repite y repite. Tal vez la claridad y no la fuerza con que emergió resida en este sin nombre que carga esta sensación: los olores no tienen denominación propia, son sustantivos a par de dos, común, hasta vulgar. Común por que: olor, de algo que lo vulgariza. Olor de pez, olor de cucaracha, olor de fruta, olor de flor, olor de mango, olor de rosa, no se especifica en un solo nombre: brando, frío, claro–oscuro, alba… frío que duele, rosa oscura…
El resto de aquello, fue lo que el aire había traído tomando como vehículo aquella nube efímera que llegó a mis narices y libre asociando al cisco que molesta y que del atrito rompe el hilo. El olor reencontró su par; mi abuela pasa ajena a mi persona, ahora adentra en la cocina; yo la veo puesta en rodillas, cerca al ósculo del horno; la pala, en el suelo con las piedras rojas, despeja la hierba sobre el carbón incandescente, el olor duro —sonreí apaciguado en el bar, ajeno a todo—, mi abuela con una cuchara lanza en la gran olla con agua hervida las piedras incrustadas de pelotas verde oscuras de la hierba mate quemada, sube el olor provocado por lo caliente con lo más caliente aún: nuevo par de memoria, no tiene conciencia de nada que pasa en el bar, nadie en el bar percibe, la velocidad del encuentro del humo de hierva transcurre en una velocidad descomunal.
Mi abuela emergió en la cocina con una pala que cargaba carbones rojos con la mano derecha salpicaba de hierba mate las piedras calientes, y la nube efímera buscaba a nosotros, sus nietos, que abandonábamos todo lo que estábamos haciendo: era como un sinal, corríamos todos para la cocina y asistíamos al ritual; despejar el contenido de la pala en la olla con agua que sin contener la inercia, turbaba todavía más en ebullición transbordaba el humo oloroso, ola de olor que garantizaba en mí el traspaso, con el mentón en la mesa, él sabia por experiencia que no había decepción en el traslado de las sensaciones. Del olor al sabor de aquella agua mezclada que sabia el verde, internamente difusa, saliendo ordenadamente en el muro de lienzo del gran colador. Y siempre me preguntaba por que el carbón no rompía el lienzo.
LO QUE NO SE PUEDE HABLAR, HAY QUE CALLAR
Solo un pasaje y retornaría al bar de Manolo. Con las imágenes imprecisas tuvo conciencia que aquellas sensaciones del mate de mi abuela no fueron construidas en un solo momento, sino más bien en reencuentros sucesivos, en lapsos de tiempos que se fueron comprimiendo, compactándose en un minúsculo cisco de la memoria. Y ahora que un vago olor rudimental de aquél retornaba tal vez se reordenase inerte como cisco en un escondite periférico de la película sensible.
El salón del bar tenia también su pequeño escondite, hecho por tres biombos que daban hasta una privacidad para quienes no querrían ser escuchados en su juego de las tablas juntas como un bandoneón adelgazado con aperturas. Camino en dirección al único sitio posible para tener intimidad. Al adentrar por una de las aperturas distingo, al final de aquello pasillo medio improvisado, dos señores con sus elegantes riscados, compartían un mate, sobre la mesa estaba una bella pero vieja botella térmica niquelada. De inmediato se percataran de mi presencia y el tema entre ellos se enmudeció. No sé sí por un de esos secretos o por mi figura.
—Perdonadme, ¿Vos deseáis algo?
Acababan de llegar, lo sabía por que uno de ellos conservaba su sombrero de terciopelo negro. Su mirada me hizo sentir un intruso indiscreto, sobre lo que hablaban debía de ser demasiado importante para que aquél señor cometiere tal grosería a la mesa. Lentamente me riñó, o mejor, de tan lentamente fue arreglando la cosa, con las puntas de los dedos en pico cojeó por la punta en presilla su panamá, y despacio, brazo y sombrero en una única línea dibujó un semicírculo abierto hasta depositarlo en la mesa.
—¿Por qué nombre atendéis vos porteño?
No lograba creer, la ordenación de la cena y la goma brillantina atestiguaban una inexorable certeza.
—Manolo.
Contesté trayendo en el delantal la fotografía de Carlos Gardel y otro personaje sentados en una mesa de bar. A lo igual —me miraban—. Y él firmó, ¿no lo creyeres? Esta allá, en el espejo.
Manolo no contaba todo al primer momento, fueran días y días en su barra, hasta que tuvo ganas de contar una vez más la historia contenida en las letras de «Carlos Gardel en Nueva York, el gardelazo». Pero esto fue después que salí de la prisión donde estuve algunos días explicando mis relaciones con el comunismo, socialismo, anarquismo, y todos los ismos que la sociología política apropiada por la policía puede inventar. La tierra de la libertad al final tiene su policía política también, los amigos de la universidad de mi esposa, encantados por su acción libertaria contra el sistema y por ayudar verdaderos perseguidos del tercer mundo, prontamente, costearon un abogado bien relacionado y discreto.
Más amargo todavía, volví a barra de Manolo y me torné digno a sus ojos, de oír su modo de descifrar el código del disco:
El mensaje que llegó a Colombia y fue enviado a Panamá fue interpretado por muchos, a comenzar por Manolo en Nueva York que tenía informaciones privilegiadas que obtuviera de manera ilícita, si «leemos» el último disco; sabemos que él empieza con el tango Volver, en la letra habla del dolor, silencio y, principalmente, indiferencia. Quería estar incógnito en su retorno, deseaba la indiferencia destinada a los desconocidos, a los ignorados, a los anónimos, querría ser anónimo, un nadie en la multitud. El uso de «dolor» alude claramente al sufrimiento causado por su falsa muerte en los que le querrían muchísimo.
Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno…
Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor…
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