Sociedad Cronopio

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Vanguardista

¿VANGUARDISMO O DESTRUCCIÓN? NO ES UN DILEMA UNDERGROUND

Por Juan Fernando Ramírez Arango*

La primera película empieza con un amanecer (Donnie Darko. Año: 2001. Dirección: Richard Kelly). La cámara se mueve de derecha a izquierda recorriendo un camino arbolado, carretera ondulada por la que apenas desciende para descubrir un cuerpo en posición fetal tendido en ella, que se incorpora perezosamente mientras el ojo de la cámara se va acercando a su rostro hasta la barrera invisible del primer plano: contra el cielo brillante Donnie Darko esboza una sonrisa suspicaz.

La segunda película empieza con una declaración existencial (The Devil and Daniel Johnston. Año: 2006. Dirección: Jeff Feuerzeig). En una suerte de espejo de Galadriel, el reflejo de un estereotipo, un nerd con una cámara de vídeo al hombro dice: Hola. Soy el fantasma de Daniel Johnston. Hace muchos años viví en Austin, Texas. Y trabajé en McDonald’s. Es un honor dirigirme a ustedes el día de hoy, para hablarles de mi vida y del otro mundo. En la parte inferior izquierda de la pantalla se puede leer: Austin, Texas, 1985.

Donnie Darko es un adolescente transgresor que atraviesa problemas existenciales. Característica y circunstancia que se convierten en un metaproblema si se vive, como es el caso de Donnie, en una sociedad ultraconservadora representada en los Estados Unidos de final de la década del ochenta.

Luego de una cena problemática, en la que se pone al descubierto que Donnie ha dejado de tomar sus píldoras, se le ve reposando en su cama, sumergido en algún sueño. Abajo, en la sala de televisión, mister Darko desaprueba al candidato demócrata, que declara para los noticieros. Se avecinan las elecciones presidenciales de 1988.

En la siguiente escena, se oye el ruido de una multitud que aclama a un regordete que sube a un escenario, el mejor cantautor vivo de nuestro tiempo, dice la voz de trueno de un presentador, que agrega, Daniel Johnston. En la parte inferior derecha de la pantalla se puede leer: Los Ángeles, California, 2001.

Otra voz de trueno despierta a Donnie, y, en medio de la noche, lo guía hasta un campo de golf. Las indicaciones provienen de alguien que se esconde detrás de un disfraz de conejo dantesco, quien predice el fin del mundo con la exactitud de un reloj suizo, en 28 días, 6 horas, 42 minutos y 12 segundos. Están en octubre 2 de 1988.

Para no especular al hacer memoria, Daniel Johnston solía grabar en cintas de audio las confesiones de lo que sentía en sus momentos más deprimentes, verbi gratia: leí en la Biblia que Daniel tenía visiones e interpretaba los sueños. Muchas de las cosas se me aparecen como visiones.

A la mañana siguiente, Donnie despierta en el campo de golf; regresa a casa, pero la propiedad está acordonada por la policía. La turbina de un jumbo jet 747 se desprendió en pleno vuelo y fue a parar a la habitación de Donnie, poniendo a prueba, de paso, la estructura de toda la casa.

Daniel Johnston siempre ha vivido en el sótano de la casa de sus padres. Inicialmente, en el de una casa cualquiera a las afueras de New Cuberland, dividiéndolo en dos partes, cuarto y taller. En Waller, donde vive ahora, ha hecho construir una réplica exacta de ese sótano.

Ahora, después del milagro, o gracias a su amuleto de la suerte, Donnie es una especie de celebridad local. Se vive el síndrome de Donnie, algo así como una versión invertida del síndrome de Estocolmo, en donde el secuestrador, la comunidad que lo ha sometido, desarrolla una relación de complicidad con su víctima superviviente. Un pequeño paso de locura colectiva que convierte a una víctima en un ser venerado. Porque, como dijo Warhol, todo el mundo tiene derecho a quince minutos de fama, y como bien predijo el mismo ícono pop, al menos en este caso, en los años ochenta va a haber cada quince minutos un nuevo futuro. Si se hace una simbiosis lógica de las dos frases, se obtendría la siguiente, vista desde el aquí y ahora: En los ochenta, todo el mundo tenía derecho a cambiar el mundo. Una expresión que, además de darle un nuevo título a Warhol, ícono populista o demagogo, bien podría ser, por ejemplo, el slogan de MTV, o su misión corporativa: MTV tiene derecho a cambiar el mundo.

En 1985, Daniel Johnston hace realidad uno de sus sueños adolescentes, salir en MTV. Lo hizo en el programa The cutting Edge, conducido por el vocalista de The Fleshtones, Peter Zaremba. Este es Daniel Johnston, un músico local, de aquí, de Austin. Me llamo Daniel Johnston y grabé esto en plena crisis nerviosa. Se refería a su álbum Hi, How Are You.

Ambas frases de Warhol se aplican a Daniel esa noche; quien tuvo lo que, figurativamente, se conoce como cuarto de hora de fama, si bien sólo fueron, en tiempo real, dos minutos y seis segundos al aire en MTV. Sin embargo, por el talante futuro de algunos de los desconocidos televidentes que veían desde sus casas una de las mayores ironías de la historia de la cultura pop, Daniel Johnston en MTV, no es descabellado suponer que aquel par de minutos cambió el curso del mainstream o corriente principal de pensamientos, gustos y preferencias estadounidense. Para poner las cosas en perspectiva, quizás habría que hacerle un encabezado, veinticinco años después, a esa declaración de derechos de aquella noche, Daniel reclamando su derecho warholiano a cambiar el mundo: Daniel Johnston, un meandro en el mainstream.

Daniel, con su presentación de esa noche del 25 de agosto de 1985, como si fuera el conejo dantesco providencial para Donnie aquella madrugada del 2 de octubre de 1988, vaticinaría el fin del mainstream de entonces, le daría a uno de esos televidentes desconocidos, un tal Kurt Donald Cobain, el tiempo exacto para esa hora señalada, 6 años, 4 meses y 17 días, lapso que restaba para que, el 11 de enero de 1992, el álbum Nevermind de Nirvana llegara al número uno en ventas, al tope de la revista Billboard desbancando a Michael Jackson, momento en que la corriente alternativa se convirtió en la corriente principal, otra de las grandes ironías de la cultura pop.

Donnie sólo disfruta la clase de literatura, en ella está en la siguiente escena: discuten el relato Los destructores, de Graham Greene. Llega el turno de Donnie de responder, la profesora se refiere a él como el hombre que crea y evita los desastres, es el ‘deus ex machina’ del curso, cuando inundan la casa y la despedazan, dicen que la destrucción es un tipo de creación. Por lo tanto, el hecho de que quemen el dinero es irónico. Sólo quieren ver qué pasa cuando destruyen el mundo. Quieren cambiar las cosas.

A primera vista, parece ser una interpretación aceptable la que hace Donnie acerca de Los destructores, pero al entrar más en detalles y con el accionar posterior del mismo Donnie, que será presentado más adelante, se cuenta con una colección de evidencias suficiente para afirmar que Darko no captó el espíritu del relato de Greene. La mejor excusa que podría invocar Donnie al respecto, la más sincera y eficaz, sería decir que no se le puede pedir mucho más a un adolescente, que esa interpretación es lo que tiene para ofrecernos su precocidad intelectual, y a lo mejor esa fue la intención que tuvo en mente su creador, Richard Kelly, para dar a entender que la rebeldía es un asunto de ideas maduras, difícilmente redondas a la edad de Donnie. Si bien ambas hipótesis, lógicamente, no eximen a ninguno de los dos del hecho de no hacerle justicia a Los destructores.

Los destructores fue publicado en 1954, y está ambientado en Londres en ese mismo período posbélico. Cuenta la historia de una pandilla de doce adolescentes, the Wormsley Common gang, que decide demoler una casa de Northwood Terrace que sobrevivió a los bombardeos alemanes, y que es habitada por un constructor y decorador retirado cuyo nombre de pila es Thomas, bautizado por la pandilla como el viejo miseria. El plan demoledor lo fragua Trevor, el protagonista de la historia, y, a partir de esa idea maestra, el nuevo líder de la banda.

Trevor, a quien sus amigos pandilleros prefieren llamar T. a secas, es muy diferente a ellos, pero, a simple vista, muy parecido a Donnie Darko, el primero, sin duda, fue un referente para el segundo en la mente de Richard Kelly. T. proviene de una familia de clase alta para entonces venida a menos, había descendido en su posición social hasta igualar la línea de la llamada clase trabajadora. Su nombre es un distintivo de su procedencia, y, al mismo tiempo, un desafío para sus cofrades por cuanto les recuerda su posición al sur en la escala socio–económica, por eso lo reducen hasta su letra inicial.

Como a Donnie al principio de la película, a T. lo define su silencio meditativo, cualidad que torna misteriosa su personalidad haciéndola percibir como el reflejo de algo que se esfuma, de él se dice que jamás desperdiciaba una palabra, ahorro que, por supuesto, convierte las palabras en acciones, en hechos si y sólo si impredecibles; como el de informarle a la pandilla que la casa del viejo miseria fue construida por Christopher Wren, el mismo arquitecto que se ocupó de la famosísima catedral de St. Paul, entre 1676 y 1710. Es en éste punto del relato donde se llega a entender que, por el efecto dominó del simbolismo, si destruyen la casa del viejo, el daño se extendería, por inercia, a la catedral de St. Paul, y, con ésta, hasta los cimientos mismos de la Inglaterra moderna. Es decir que, como lo interpretó Donnie, la pandilla quiere cambiar el orden de las cosas. Pero, para ello, ¿Querrán destruir el mundo?

La siguiente tarea imprevista de T. es conocida por la pandilla luego de que Blackie, el entonces líder, lo incitara a rendir cuentas por haber llegado tarde a la ceremonia de votación donde se deciden las actividades del día.

—¿Dónde estabas, T.? —preguntó Blackie—. Ahora no puedes votar. Ya conoces las reglas.
—Estaba allí —dijo T. Miró el suelo, como si tuviera ideas que ocultar.
—¿Dónde?
—En lo del Viejo Miseria.
—¿Entraste?
—No. Toqué el timbre.
—¿Y qué dijiste?
—Dije que quería ver la casa.

T. detalla que la casa tiene una escalera de doscientos años de antigüedad, en forma de sacacorchos, cuya estructura no está sostenida por nada. Habla de paneles que han ornamentado las habitaciones durante el mismo tiempo, y concluye exclamando que es una casa hermosa. Calificativo que no cayó bien a sus amigos pandilleros por cuanto, aclara el narrador, pertenecía al mundo de una clase que todavía podía verse parodiada en el Wormsley Common Empire por un hombre que llevaba un sombrero alto y un monóculo, y hablaba con un acento vacilante. Con esto la pandilla apunta a borrar la tradición, así como cualquier indicio de ella, incluyendo todas sus deformaciones. Su contraataque es una posición tan radical que incluso rechaza las parodias más cercanas hechas a la tradición, por considerarlas en algún punto todavía solemnes; lo que en teoría tiende a vulgarizar lo ideal, a materializar lo noble a través de detalles grotescos como un sombrero alto y un monóculo, no tiene el efecto deseado en este caso particular, tal es la fuerza del statu quo inglés a la que estaban sometidos los destructores. Por eso para ellos la tradición, como la escalera de doscientos años, no está sostenida por nada, sólo está hecha para sustentarse a sí misma, igual que, diría Ravel, la personalidad de los imbéciles.

—Si hubieras entrado por la fuerza —dijo Blackie con tristeza…— eso sí hubiera sido una actividad digna de la pandilla.
—Esto era mejor —dijo T.—. Averigüé cosas.
—¿Qué cosas?
—El Viejo Miseria va a estar fuera todo el día de mañana y el feriado bancario.

La pandilla vota y decide por unanimidad seguir el plan maestro de T.: destruir la casa del viejo miseria durante domingo y lunes. Como la idea y su ejecución iban más allá del alcance de Blackie, allí mismo cede su liderazgo a T., quien expone el proyecto, dice el narrador, como si hubiera estado en su cabeza durante toda su vida, analizado a través de las estaciones.

El plan se ejecuta de manera sistemática, como si fuera una rutina laboral alimentada con las destrezas propias de la división del trabajo. Una vez finalizada la primera jornada de destrucción (creación), no bien se han ido los demás, T. y Blackie sostienen el diálogo referido por Donnie en su interpretación.

—¿Encontraste algo especial? —preguntó Blackie.

T. asintió. De ambos bolsillos sacó montones de billetes de una libra.

—Los ahorros del Viejo Miseria —dijo.
—¿Qué vas a hacer con ellos? ¿Compartirlos?
—No somos ladrones —dijo T. —. Nadie va a robar nada de esta casa. Éstos los guardé para ti y para mí; una celebración.
—Vamos a quemarlos —dijo— uno por uno.

El hecho de que quemen el dinero, al contrario de lo que expresa Donnie, no es una ironía, sino más bien una aserción. T. no quiere destruir el mundo, lo que hace al reducir a cenizas el dinero es despojarlo de su función como medida del valor de cambio de las cosas, ceñirlas exclusivamente a su valor de uso, esto es, a la aptitud que tienen para satisfacer necesidades humanas. Es una forma si se quiere artística de resolver la paradoja del valor que hiciera famosa el también inglés Adam Smith: ¿Por qué si el agua es más útil que los diamantes, estos tienen un valor de mercado infinitamente mayor? Al artista sólo le interesa el valor de uso de las cosas, para él y para su arte tanto el agua como las piedras preciosas o cualquier otro objeto son, en potencia, igualmente útiles. El artista auténtico es, pues, esencialmente un artesano, el primero es inherente al segundo, y lo útil, por lo tanto, inherente a lo bello. T. es un artista y la demolida casa del viejo miseria es su instalación. Puntualmente, un vanguardista cuya tarea no es otra que, como ha quedado registrada en el cuaderno de tareas o manifiesto de toda vanguardia, negar lo establecido, quebrantar las normas dispuestas por una larga tradición. Él no tiene ninguna intención de echar por tierra el mundo, sólo lo está perfeccionando en plan de reafirmar su realidad de verdad.

Daniel toma su cámara de video nuevamente y nos deja ver su desorbitado ojo izquierdo, mientras canta su canción Urge: agarrarte a una roca en movimiento hará que te aplaste, es mejor quedarse en casa y ver cómo se va el agua por el sanitario.

Urge (primera estrofa):
Get attached to a rolling stone
And yr libel to get crushed.
Yr better off to sit at home
And watch the toilet flush.

Estrofa que deja en claro su posición artística, más extrema aún que la de T., algo más vertical que una vanguardia. Aunque, no hay que olvidar que, como cualquier vanguardista rindiéndole honores a su bandera de procedencia avant–garde, Daniel se dispuso en primera línea de combate contra el establecimiento cultural estadounidense, valiéndose de MTV, en un intento suicida a tres acordes por romper los estereotipos que, paradójicamente, crea MTV como fenómeno de masas. Daniel compuso una canción exclusivamente para esa ocasión especial, una que no ha grabado hasta ahora en ninguno de sus álbumes, en las dos primeras estrofas de I Live My Broken Dreams, no sólo reafirma su posición como artista, sino que, además, define su posición como sujeto: Hace un año que me fui de san marcos, seguro que me hubieran ingresado a un psiquiátrico. Recogí todas mis pertenencias en una bolsa y las arrojé al mundo por el que vago. Mis esperanzas se disipan como un espejo hecho añicos. Me contemplo a mi mismo y me veo desperdigado. Pero yo vivía mi sueño roto.

I Live My Broken Dreams (primera y segunda estrofa):
When I was out in San Marcos a year ago today
They probably would’ve put me in a home
But I threw all my belongings into a garbage bag
And out into the worldness I did roam.

My hopes lay shattered like a mirror on the floor
I see myself and I look really scattered
But I lived my broken dreams.

Daniel es un artista underground y un sujeto periférico, un outsider que, al mejor estilo de vida extremo de personajes como Wakefield, vive esa bipolaridad en un espacio en el que no corre ningún riesgo de perder su lugar. Porque, a diferencia de T., que pelea desde adentro del sistema al que se ajustan con tanta perfección los estereotipos, Daniel lo hace dando un paso al costado, lanzándose al vacío, desde el punto de vista destructor del irremplazable.

A propósito, ¿Dónde queda el vacío? Hay que encontrarlo siguiendo las pistas de un crimen perfecto; porque, como dijo Frank Zappa, la cultura oficial sale a tu encuentro, pero al underground tienes que ir tú.
(Continua página 2 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. Genial. Esto es lo que se llama pensamiento complejo o de orden superior, pequeñas micro-relaciones que, en su interacción, crean un fenómeno emergente. No sé cuántas cosas relaciona Juan Fernando en este ensayo o texto híbrido o inclasificable: dos pelis, dos personajes, uno ficticio y uno real, un cuento, unas imágenes reveladoras, unas canciones, una columna lingüística y unas citas muy pertinentes. ¡Vaya trabajo de fondo! Pero el trabajo visible es mejor o por lo menos está a la par, el texto (más las imágenes) nos va creando con maestría el referente de algo que para la mayoría (el mainstream) es invisible, el underground. Primero nos hace creer que asistimos a los paralelismos tan trillados del posmodernismo, pero luego una de las líneas se empieza a retorcer para interceptar a la otra, que siempre permanece recta, son dos metáforas, la primera, la corrupción del mercado, y la segunda, la ausencia de corrupción en el arte clandestino. La segunda, a mi modo de ver, también representa a Juan Fernando, y este increíble artículo, por lo tanto, es una especie de manifiesto suyo. Anticipo la explosión literaria de Juan Fernando, la espero con ansias, porque, como dice el texto, será un esfuerzo por diversificar la cultura. Felicitaciones a la Revista Cronopio por dar cabida al underground, a lo mejor del underground que se está cocinando ahora.

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