SOHO
Por Joaquín Botero*
La presente es una crónica policial sobre una experiencia real del autor, quien se desempeñó como cronista de asuntos policiales y judiciales en los estrados de Nueva York para el Diario NY, en 2016, que pronto hará parte de un libro a cargo de la Fundación Gabriel García Márquez y la Editorial EAFIT.
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La mañana del 25 de mayo de 1979 Etan Patz, de seis años, convenció a su madre para que lo dejara caminar solo hasta la parada del bus escolar, ubicada a cuatro calles de su apartamento en el barrio SoHo, al sur de Manhattan. Una vecinita tres años mayor fue vista por la madre de Etan salir del edificio hacia el mismo destino en ese momento, y aquello, sumado a la insistencia del menor, la convenció. Etan desapareció y no se pudieron encontrar rastros del menor ni sospechosos. La policía investigó con ahínco, sobre todo en una bodega situada en el camino a la parada, pero nunca logró un arresto. La cara de Etan salió en las cajas de leche, el primer rostro de un menor que se publicaba por este medio. Una imagen muy de thriller «americano», tipo años ochenta.
En 2012, José López, excuñado de un puertorriqueño llamado Pedro Hernández, llamó a la policía y declaró que este último le contó muchos años atrás en medio de un retiro cristiano que él había sido quien mató al niño cuando tenía 18 años y trabajaba como auxiliar de una bodega en SoHo. Tras el arresto en Candem, Nueva Jersey, en un interrogatorio de diez horas en Nueva York que tuvo algunas irregularidades de método porque no se grabó en su totalidad, Hernández confesó su responsabilidad en el crimen. El empleado de una factoría selló su destino pues desde entonces está tras las rejas. Diversos equipos de la policía rompieron paredes y calles en la zona, a pesar de que varias secciones estaban siendo reconstruidas en aquella época, tratando de encontrar los restos, pero no hallaron nada.
El muy esperado juicio sin pruebas ni testigos directos ocurrió entre enero y mayo de 2015, basado en la confesión y en los testimonios de ex familiares y ex compañeros de los grupos cristianos a los que en distintas épocas Hernández les confesó lo mismo en medio del éxtasis espiritual: contó que había atraído al niño con una bebida dulce hasta el sótano, había intentado violarlo y luego por sus gritos lo ahogó, metió su cuerpo en una caja de cartón y la abandonó en un callejón oscuro alrededor de la esquina del negocio. En la vivienda de los Hernández no fue encontrada evidencia alguna, ni tampoco pruebas incriminatorias o notas escritas a mano, ni siquiera un recorte de prensa.
Harvey Fishbein, el abogado de Hernández, basó su defensa en que la confesión había sido coaccionada, pues varias horas no fueron grabadas, y dijo además que su cliente poseía un bajo coeficiente intelectual. El defensor de alguna notoriedad ha representado a clientes de alto perfil que lo han enriquecido, pero tomó el caso pro bono por el reto que le significaba y la complejidad del mismo y no porque la familia pudiera pagarle. Muchos abogados están obligados a representar a acusados sin dinero. No todos son defensores públicos de oficio.
La estrategia de la Fiscalía de Manhattan se basó en una docena de testimonios de personas que declararon sobre las rarezas individuales y las torpezas sociales del hombre de origen puertorriqueño. Además del ex cuñado, aparecieron otros dos testigos que dijeron haber escuchado confesiones similares en reuniones religiosas, pero que nunca lo habían compartido con otras personas ni con las autoridades. La Fiscalía de Manhattan pagó los tiquetes y el hospedaje de testigos que vivían en Puerto Rico, con el único fin de hablar de las conductas extrañas del acusado. También testificaron los envejecidos ex policías que investigaron el caso.
Como es usual, el día de la apertura la corte estaba llena. Había medios hasta de Japón. Pero luego apenas los medios locales siguieron el día a día y solo volvió la expectativa mundial cuando el jurado deliberó. El proceso fue lento, milimétrico en los argumentos de ambas partes y en los interrogatorios, todo tan distinto a la celeridad y la distorsión con la que se muestran los juicios en el programa de televisión Law & Order.
Oí a testigos que hablaban de éxtasis religiosos en encuentros cristianos y describían momentos en los que Hernández hablaba «en lenguas», lleno de la Divinidad y luego en susurros confesaba el crimen con detalles vagos que ellos no podían interpretar ni daban por ciertos, y que por eso, no se habían animado a hablar del asunto con otros ni con las autoridades. O a testigos que daban testimonios «hearsay» (de oídas), relatados por personas que ya habían fallecido o que no estuvieron en la corte. Por ejemplo: «Fulano me dijo que estaba en la ciudad» opuesto a «vi a Fulano en la ciudad». O del tipo: «mengano me dijo que esa mañana fue lluviosa», sin ser testigos del hecho.
Con gran habilidad el abogado defensor restaba credibilidad al hablar en «lenguas» y destacaba las deficiencias sociales y psicológicas de su defendido. Repetía con frecuencia que su coeficiente intelectual era de 67 y que sufría de esquizofrenia y alucinaciones.
Fishbein recalcó la imborrable sospecha contra José Ramos, un violador convicto que había sido amigo de una niñera de Etan Patz, y quien tras las rejas por otro caso sexual, en los ochenta le contó a un compañero de celda su responsabilidad en la desaparición. Tal testimonio nunca pudo ser usado en su contra, y la confesión de Hernández en 2012 llevó a que los focos de la duda se alejaran de Ramos. Cada aniversario del nacimiento y la desaparición de Etan, Stan Patz, su padre, le envía a Ramos una copia del afiche del desaparecido con la frase escrita en la parte de atrás: «What did you do to my little boy?»
Cada día del juicio los fotógrafos y camarógrafos centellaban con sus equipos a ambas familias atravesadas por el dolor: los Patz, alrededor de los setenta años y con una hija en silla de ruedas, mayor que Etan. Una familia infeliz que creía haber encontrado un epílogo para su largo drama. La otra, las Hernández, compuesta por la esposa de cerca de cincuenta años y la hija de más de veinte que de repente encontraron en medio de un sonado crimen y con policías y periodistas detrás de ellas. A casi todas las sesiones asistieron ambos grupos y se sentaban en lados opuestos. Siempre se les veía cabizbajos, cansados. Nunca logré ver una sola sonrisa ni entre ellos en las muchas horas y días que estuvieron ahí sentados escuchando y escuchando y viendo desfilar testigos, periodistas y espectadores. El abogado defensor recalcó los problemas de la esposa de Hernández y de la hija que debieron abandonar trabajos y estudios para acompañar a Pedro. El mismo acusado nunca fue llevado por su defensor a la silla de los interrogados para reforzar la teoría de su incapacidad mental ni tampoco Fishbein aceptó que la fiscalía llamara a su cliente a declarar junto al juez. Se dijo que consumía cocaína, que había enfrentado denuncias por abuso doméstico tanto a su esposa anterior como a la actual y que había intentado forzar sexualmente a una pariente.
Los doce testigos siempre eran escoltados a la entrada y a la salida de la corte en el 100 de la calle Centre en el Bajo Manhattan, para distanciarlos de los flashes. Hombres y mujeres que por todos esos meses dejaron de trabajar para dedicarse a escuchar esta historia. «Espero que descansen este fin de semana, eviten leer reportes sobre el caso y no comenten con nadie sobre lo hablado acá», les decía el juez Maxwell Wiley de la Corte Suprema Estatal.
El juez Wiley era amable con todas las personas, no imponía con tono duro su supremacía. Aun cuando daba lugar a la formulación de algún argumento, lo hacía con suavidad. Una que otra vez se permitió alguna broma sobre el clima o sobre sí mismo, nada políticamente incorrecto. Asumí que no me identificó en las bancas y alguna vez me lo crucé en la calle junto a las cortes y noté su pronunciada cojera. «Perdón, ¿conoce usted un buen restaurante por esa zona, además barato?», le dije como el que detiene a un desconocido a preguntar por una dirección. Señaló y nombró a Nha Trang One, el extraordinario restaurante vietnamita con las tres bes, que frecuento desde 2001: bueno, bonito y barato.
Los reporteros que cubrieron el juicio se convirtieron en mis compañeros de marcha. Muchas veces me aclaraban asuntos o si llegaban tarde yo los ponía al tanto mediante conversaciones susurradas. Algunos de los periodistas eran de publicaciones especializadas en derecho o de la misma Fiscalía de Manhattan que registraban los hechos para contradecir alguna tergiversación o inexactitud que saliera en los medios. Había reporteros de las cortes que se movían con gran facilidad y desentrañaban cualquier caso. Había un par de reporteras muy atractivas que miraban mucho de reojo y que extrañaría al final del juicio: una canosa de cuerpo con bajo nivel de grasa corporal, pero carnes duras y torneadas y otra rubia, muy blanca, del Daily News que quizás notó mis miradas y un día me saludó con simpatía en español. «¿Qué pasa, El Diario?» De los medios hispanos yo era el que asistía con mayor regularidad, excepto los lunes que tenía libre y a veces mi colega Cristina Loboguerrero cubría el caso.
El jurado deliberó por varios días sin lograr un veredicto. Entonces, la expectativa fue alta y la sala se llenó de periodistas ansiosos. El día de la decisión fui a cubrir el entierro del patrullero Brian Moore en Long Island y me perdí el momento en el que el jurado doce no logró una decisión unánime porque un hombre no se movió de la posición y de mantener que tenía dudas, que nada era concluyente, que no podía dar su voz para encarcelar el resto de su vida a un hombre que podía ser inocente. El juicio fue anulado sin veredicto ante la sorpresa de todos los asistentes y Pedro Hernández volvió al punto de 2012: encarcelado y a la espera de un nuevo juicio. Los jurados entonces dieron la cara y el grupo de once habló de su frustración por no poder convencer al renegado y su certeza en la culpabilidad de Hernández. El individuo con calma defendió su posición.
Nunca olvidaré los pocos segundos en los que Pedro Hernández entraba esposado a la corte y antes de sentarse miraba a su esposa y a su hija, quienes casi siempre lo acompañaban. Mostraba una pequeña sonrisa o una mirada triste. Era un hombre ordinario del que quizás nunca se sepa si cometió un acto diabólico un día o si fue víctima de sus propias torpezas por su enfermedad mental. El caso es un horrible enigma del que posiblemente nunca se tengan todas las respuestas. La cara angelical de Patz, retratada por su padre fotógrafo, ha quedado por ahora en los largos anales que albergan casos sin cerrar.
Actualización: Tras un segundo juicio de cinco meses; con el mismo juez, mismos fiscales y abogados defensores, un nuevo jurado de doce miembros declaró a Hernández culpable el 14 de febrero de 2017. «La familia Patz ha esperado mucho tiempo, pero finalmente hemos encontrado algo de justicia para nuestro pequeño y maravilloso niño», dijo Stan Patz. El 18 de abril de 2017 Pedro Hernández fue sentenciado a cadena perpetua con la posibilidad de libertad condicional después de cumplir al menos 25 años.
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* Joaquín Botero vive en Nueva York desde hace 23 años, donde ha realizado numerosos oficios en paralelo a la escritura y la traducción. Publicó El jardín en Chelsea, Memorias de un delivery y De Montenegro a Morristown; otras de sus historias de inmigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos fueron incluidas en las antologías El gringo a través del espejo y Sam no es mi tío. Fue becario de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez.