Literatura Cronopio.

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¿TAN BORRACHOS ESTABAN QUE NO SE ACUERDAN?

Por Andrés Felipe Aguilar*

Reinaldo abrió la puerta de su casa con dificultad. Adentro la oscuridad era absoluta. A pesar de que recordaba los espacios por dónde transitar, tropezó más de una vez con los muebles cubiertos de tinieblas, debido a una profusa ingesta de alcohol en las canchas de tejo de don Nelson. Con paso inestable logró subir el primer tramo de escaleras, pero su entorno estaba tan desencajado y confuso que prevaleció el raciocinio y, temiendo por su seguridad, decidió pernoctar en el rellano de las escaleras.

Al día siguiente fue despertado por un soplo de brisa tempranera, seguido por susurros de mujer consternada. Había dormido en la posición más incómoda que un contorsionista pueda imaginarse. Sin embargo, permaneció de esa manera para no llamar la atención.

Advirtió disimuladamente que la recién llegada era la señora de Manuel Fonseca. Tenía a su pequeño hijo en el regazo y se dirigía a su mujer sollozando. «Eso debe ser quel Fonseca se consiguió una mosa o no llegó anoche, porque si hubiera llegado esta infeliz tendría la cara inflamada», dedujo Reinaldo en un intervalo de sus falsos ronquidos.

***

—Anoche la pasamos muy bien —dijo Guillermo en un tono poco emotivo.

—Sí, la verdad sí —respondió Luis con satisfacción.

—Estuvo buena la jugada de tejo, la próxima tenemos que ganarnos el petaco —exclamó Guillermo con menos frialdad.

—A propósito… creo que dejé mi tejo en las canchas. Más tarde paso por él. Ojalá el avivato del Nelson no intente menospreciarme devolviéndome un pedazo de chatarra, el mío está marcadito para no tener problemas —manifestó.

—Yo también dejé el mío —confesó Luis.

—Ya somos tres —remató Omar.

Rieron ante la aparente casualidad y después de un breve silencio habló Omar con templada indignación.

—Lástima que el Fonseca llegó a dañar el rato.

—Sí, claro —replicó Luis.

En ese momento pasó cerca de ellos una muchacha de atributos insoslayables. Guillermo la siguió con la mirada y Luis hizo lo mismo. Omar no los pudo acompañar porque su intuición lo obligó a mirar para otro lado.

—Siento que alguien nos mira —dijo Omar.

—¿Qué? —preguntó Guillermo.

—Vámonos para la panadería, yo invito los tintos —propuso Omar súbitamente.

—Bueno —repuso el condescendiente Luis.

***

El olor a tinto y crema batida calmaron la tensión de Omar. La idea de que alguien los acechaba vacilaba en su cabeza. Consideró su reacción un tanto exagerada y con aire repuesto se dispuso escuchar a Guillermo, quien retomaba la conversación sobre Fonseca.

—Por ahí me contaron que antenoche también se había agarrado con el viejo Nelson.

—¿Quién? —preguntó Luis.

—Pues Fonseca.

—¿Y eso? —preguntó Omar.

—Por lo mismo de anoche, plata.

—Aunque lo de anoche fue porque don Nelson no le quiso fiar cervezas —añadió Luis.

—Cómo le iba a fiar si le debe hasta las palabras con las que lo maldice —comentó Guillermo.

—Y los que llevan del bulto son mi hermana y mi sobrinito —exclamó Omar golpeando la mesa.

—Sí mi chino, tiene toda la razón —afirmó Luis.

—A cada bruto le corresponde una bruta —insinuó Guillermo.

—Sí, cuántas veces no le hemos dicho a su hermana la calamidad que es Fonseca, pero ahí sigue —señaló Luis pausadamente, como tanteando cada palabra para prevenir asperezas.

—Miren quién acaba de entrar —advirtió Guillermo.

—¿Quién es él? —preguntó Omar.

—¿Ninguno se acuerda?, ¿tan borrachos estaban?

—Yo no me acuerdo de todo —respondió Luis.

—Pues yo no había empezado con el güisqui, entonces recuerdo a este joven. Es el taxista que llevó al Fonseca a las canchas de tejo y luego tuvo que seguirlo por una hora para que le pagara la carrera, mientras el Fonseca buscaba acólitos pa’ sonarle los mocos al viejo Nelson. Ninguno de los dos consiguió lo que quería, pero eso sí, el taxista quedó más resentido.

—Menos mal el Fonseca no nos vio —dijo Omar.

—Sí nos vio, lo que pasa es que las deudas le producen ceguera, ya me debe doscientos mil de intereses —aseguró Guillermo.

—A mí también me debe —comentó Luis haciendo un gesto de resignación.

La repentina aparición de Reinaldo interrumpió la tertulia de los tres hombres, quienes observaban pasmados su aproximación misteriosa, realzada por una palidez tétrica y una mirada insulsa, expresión que se antojaba extravagante en el vecino más animado de aquella comunidad de malvivientes.

Luis fue el encargado de ultimar el suspenso.

—¿Qué pasó, mi chino? —preguntó solícitamente.

Reinaldo guardó un silencio decoroso y acto seguido dio a sus amigos la noticia de que Manuel Fonseca había sido encontrado muerto en la madrugada, relativamente cerca de las canchas de tejo de don Nelson. También supieron que aquel baldado de agua fría les fue despachado a expensas de Patricia, esposa de Fonseca y hermana de Omar.

—Yo escuché sin que se dieran cuenta. En buena parte porque Patricia lloraba desconsolada mientras mi mujer buscaba el modo de calmarla —señaló Reinaldo.

—¿Si? —preguntó Guillermo con entonación escéptica.

—Manuel Fonseca no era tan malo como pensábamos —declaró Reinaldo percibiendo la intención de Guillermo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Guillermo sin variar de tono.

Los ojos de Reinaldo se tornaron brillantes. Sostuvo la mirada de Guillermo sin pretensiones desafiantes. Lo que sus ojos revelaban era la gravedad del alma concientizada. Sintió la expectación de sus oyentes, en especial la de Omar, como la señal de aprobación para explayarse.

—También escuché decir a Patricia quel’ Luquitas es hijo de otro hombre, quel’ Fonseca lo tenía claro pero de todas maneras se había endeudado para todo lo que tiene que ver con la comida y el estudio del chinito, porque entre nos es consabido quel’ Manuel estaba desocupao —Reinaldo arrimó un paréntesis a la charla, preconcebido sin intención dramática, pues desde que había llegado precisaba un vaso con agua, al que ahora no tuvo acceso porque en estos tiempos no se otorgan semejantes dádivas, así que tuvo que comprar una botellita de agua mineral. Bebió el líquido con un deleite parsimonioso, digno de la publicidad más sugestiva y tras un sonoro chasquido volvió a sus informes.

—Bueno —dijo distraídamente, mirando sus dedos embelesados con la tapa de la botella—, también escuché quel’ Fonseca no era el que le pegaba a Patricia. Ella misma se pegaba para recibir esos subsidios que les dan a las mujeres maltratadas. Doña Lurdes, la presidenta de la junta, fue la que le dijo cómo se hacen esas vueltas y además la aconsejó para que denunciara al Fonseca, así como hicimos muchos, pero ya sabemos por qué nunca lo hizo —levantó la cabeza no para observar las reacciones sino para hacer frente a su testimonio.

—Vea pues —comentó Guillermo con sincero asombro.

Omar miraba las colillas de cigarrillo aplanadas por sus pies, mientras Luis permanecía en silencio, rehuyendo las miradas persistentes del joven taxista. En ese momento una patrulla de la policía se estacionó frente a la puerta de la panadería. Tres agentes en extraordinaria forma se dirigieron directo a la mesa del joven taxista. Luego de un corto vaivén de palabras imperceptibles, el joven señaló con la cabeza hacia el rincón donde se hallaban los cuatro amigos.

—Estamos buscando a Guillermo Salcedo, Luis Vidal y a Omar Moreno —anunció el agente al mando.

—¿Podemos saber para qué, señor agente? —preguntó Guillermo con deferencia.

—¿Quiénes son? —insistió el agente.

—Nosotros —indicó Omar con el dedo.

—Quedan arrestados por el asesinato de Manuel Emilio Fonseca Pachón —comunicó el uniformado con cierto automatismo, sustituyendo el nombre de Pedro Vásquez o el de Catalina Pérez por el de este Fonseca.

—¿Co… cómo así, qué pruebas hay? —atinó a preguntar el aterrorizado Luis.

—¿Tan borrachos estaban que no se acuerdan? —echó en cara burlonamente el detective estatal.

—Tienen que estar más pendientes de lo que dicen —continuó la autoridad—. No hay que andar diciendo a los cuatro vientos que van a matar a alguien porque les cae mal, porque les debe plata o porque le maltrata a la hermana. Los muros tienen oídos.

—Querrá decir los taxistas —murmuró Guillermo.

—¡Ah! ¿Ya está haciendo memoria? ¿Se la refresco de una vez por todas? —interrogó el uniformado.

—Celeita, alcánceme las armas del delito —ordenó.

El ayudante le tendió una bolsa hermética transparente que contenía tres tejos untados de sangre y arcilla, uno de ellos tenía tallada toscamente la letra g mayúscula. Evidencia impactante. Un repentino aturdimiento les congeló la sangre. Las fisonomías lívidas expresaban la evocación nauseabunda del mortal acto. Tan idénticas reacciones eran la premisa de un mismo pensamiento, de tres seres unívocos, de un criminal simultáneo. El agente Muñoz mandó apresarlos. Mientras eran conducidos a la patrulla policíaca, Omar manifestó la necesidad imperiosa de hacer una petición.

—Hágala rápido —gruñó Muñoz.

Con la mano que le habían dejado libre extrajo del bolsillo de su pantalón un billete demasiado arrugado que ofreció a Reinaldo.

—Reinaldo —dijo inexpresivamente— esto es para que me haga el favor y le compre una corona de flores a Fonseca… no le vaya a decir a nadie que son de mi parte… y… también dígale a mi hermana que ni se le ocurra ir a visitarme a la cárcel —exhaló una amarga sonrisa y bajando la cabeza se alejó hacia su impensado destino.

___________

* Andrés Felipe Aguilar es técnico laboral en comunicación social y periodismo.

 

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