Literatura Cronopio

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TENGO UN AMIGO

Por Alejandro Mársico*

Tengo un amigo. Cuando nos juntábamos, reíamos por horas entre Bagley surtidas y leche chocolatada. Jugábamos a la Play hasta cansarnos. Luego disfrutábamos del silencio. Unas horas más tarde se iba con prisa a su casa cuando lo llamaba su madre de la cocina. Siempre se llevaba algunas galletas para el camino.

De chico le contaba cómo era la nieve y la arena de mis viajes. De más grande le mostraba mis discos. Le explicaba acerca de las bandas que estuvieron años juntas, del éxito que tuvieron. Todas las conversaciones comenzaban muy largas y se iban acortando hasta sonidos de mmh, hasta la nada. Algunas veces logro que se lleve uno, con la condición de que regrese. En cambio, él se interesó más por los libros, de los cuales cada tanto me recomendaba alguno con escaso éxito. Iba a la biblioteca municipal todas las semanas, se encerraba ahí. Nunca entendí por qué no podía sacar los libros para llevárselos a su casa.

Soñábamos con nuestro futuro en un país lejano, generalmente Inglaterra. Un lugar dónde pudiéramos ser parte del aire que crió a Queen y a Joy Division, a Led Zeppelin y a Pink Floyd.

«Algún día», decíamos y sonreíamos.

Luego de que terminara la escuela, las oportunidades para verlo se hicieron más escasas. Mientras comencé a trabajar en la empresa de mi familia, él trabajaba en un local y estudiaba por las noches. Podían pasar semanas en que no hablamos, luego reconectamos como si no hubiera pasado nada. Eso es un amigo.

A veces nos poníamos de acuerdo después de largas series de planes caídos a último momento. Esos días juntaba cosas para decirle que le puedan interesar, de música, de la televisión, datos, cosas. Las decía como una metralla, una detrás de otra por la emoción de compartirlas. Le contaba todo lo que me había sucedido desde la última vez que nos vimos, con la certeza de que a pesar de la falta de contexto por mis sentimientos cambiantes él me entendería. Aunque no profundizara en nada, el tiempo se pasaba volando. Miraba su reloj para ver cuánto tiempo más podía brindarme. Lo dejo ir. No quiero que se preocupe, no estamos para cursilerías realmente.

Otras veces le pedía vernos más, con la intención de que sea diferente. Me decía que está ocupado, que tiene que estudiar. Lo entiendo. Lo he convenido con varios planes difíciles de rechazar: recitales de Queen con Paul Rodgers, New Order, Robert Plant, Roger Waters o David Gilmour. Íbamos a cada uno y pasábamos el mejor de los días.

Fui al funeral de su padre, ¿quien haría eso si no un gran amigo? El panegírico fue frío y solemne, profesional mejor dicho, todos guardaron su compostura. Nunca llegué a entender bien de qué trabajaba. Sólo sabía algo de una subvención por un problema que tuvo durante la Guerra de Malvinas. Le dije lo bien que me caía, que era un gran tipo, algo imponente. Mi amigo me miraba con ojos húmedos y fijos. Puedo soportarlo. La gente habla, habla, habla y se calla cuando debería hablar.

Pasó un tiempo largo en que no tuvimos contacto después de ese día. Eso es lo que por lo general sucedía cuando dejaba que él me hable. No quería ser siempre yo, qué pesado. Como excusa, he leído un libro horrible que me había prestado, sólo para que nos encontráramos y verlo. Me dijo que me lo quede.

Nunca se olvida de escribirme para mi cumpleaños, de todos modos, siempre atento. Para el suyo recibo una invitación formal, a la que respondo con celeridad. Las más de las veces lo organiza en lugares enormes al aire libre, mesas larguísimas en las que cada invitado se va sentando por orden de llegada.

Por la emoción del reencuentro, hay años en que he llegado tarde y tuve que sentarme bastante apartado, sólo lo suficiente para tener la oportunidad de saludarlo y escuchar a la distancia las conversaciones que tenía con sus conocidos.

Otros años fui el primero en llegar. Saboreaba la conversación futura, las historias del pasado que ya le tenía preparadas. Esos fueron los mejores años de mi vida, y si pudiera transmitirle lo buenos que fueron, quizás querría revivirlos. Desafortunadamente, cuando llegaba ya era con un grupo establecido, como un séquito, que se acomodaban en la misma mesa, opuesta a la mía, como si fuera solo un comensal más que estuviera ahí por casualidad. Parte de su grupo lo componía una chica, que estaba todo el tiempo encima de él; reían, hablaban en tándem con los demás, se apartaban del resto para conversar a solas.

Ya la conocía a ella. Cada tanto veo sus historias, parece que están bien juntos, no parece que finjan, ni a ellos ni a los demás. Me presenté y fue muy amable, casi rozando lo condescendiente. Habló de cómo aprecia que vinieran hasta los más antiguos amigos de su pareja, porque de esa manera es como si tomara una clase de historia sobre él, su crecimiento como persona, lo que resultaría útil para algún concurso de parejas al que fueran. Perra.

Antes había aborrecido a todas sus novias y ella no parecía ser excepción más que por el tiempo que llevaban juntos, algo como cinco años a esa altura. En definitiva, debía aceptarla porque su relación no parecía tener final cercano. Las veces que yo le había presentado novias fueron relaciones bastante fugaces. Me daba algo de vergüenza que las conociera. Ellas se daban atribuciones, una posición mucho más alta de la que yo les quería conceder.

Poco de eso importa ya que me enteré hace poco que mi amigo se fue del país. Por mucho tiempo no pude descifrar dónde por las fotos, algún lugar frío y lluvioso, en apariencia triste. Esta es la primera vez en toda nuestra relación que me enojé. No podía creer que se marchara de esa manera sin siquiera despedirse. No le dije nada, no había manera que tuviera la discusión que esperaba a la distancia. Por primera vez, entonces, corté toda comunicación con él.

Hace años que no hablamos. Hoy veo una foto suya en Abbey Road, junto con su novia y dos pequeños en la pose de todas las poses. Le envié un mensaje para recordar viejos tiempos.

Aún no obtuve respuesta.

* * *

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ELLA VA A VENIR

Estoy emocionado porque ella va a venir. En los días comunes no existo, escucho música, veo películas, me río de algunos chistes que hacen mis compañeros, nada fuera de lo usual. Soy sólo un fantasma que espera algo sin saber lo que es. En cambio, los días en que ella promete que viene me transformo. Trato de disfrutar más la vida, sonrío más; utilizo la ducha caliente, luego fría, me exalto y me relajo con igual seguridad de que cada estado pasa; huelo mis perfumes, me concentro en sus fragancias, no lo hago desde que los compré; me preocupo por mi apariencia, elimino los pelos de mi entrecejo, miro mi panza, no en forma despectiva sino práctica, ¿qué puedo hacer con ella en veinte minutos? ¿abdominales, sentadillas, oblicuos? Si nada funciona, lo olvido. Siempre tuve una sonrisa que lo perdonaba todo, de todos modos. Bueno, casi siempre. Todo esto porque ella va a venir, y no viene.

Guardo las esperanzas más de lo necesario, no duermo, corro la hora tras una hora como negociando conmigo mismo, como lo haré la próxima hora. Finalmente me recuesto. Tres horas de no saber dónde estoy. Tomé más pastillas de las recomendadas. El dolor de cabeza no se me va en todo el día. Puedo funcionar lo suficiente para las tareas de rutina, no diferente al resto de los días, pero este es el peor de todos.

Creo que me ilusioné muy pronto, eso es lo que hago. Si hubiera una competencia por quién arruina algo terminaría último y primero. Aún así, es apenas susceptible para mí el error mientras sucede. Y nunca puedo dejar de descartar que es ella quien quizá no pretende nada. Eso es lo más difícil de todo.

Comienzo a comerme las uñas a cada hora. No sé qué prefiero, la ignorancia de las posibilidades o el latigazo infame de las emociones. No quiero tener esperanzas, es todo lo que espero. Cada día, en cambio, soy consciente de las etapas de la rutina. La compra del pasaje de autobús, el primer café con azúcar, el momento en que saludas a la mañana y cuando te dicen buen fin de semana. Eso es esperanza. Ese reconocimiento de la repetición. Está claro lo que prefiero.

Si sigo perdiendo el cabello, mi visión, mi dolor de espalda no me deja mantenerme erguido, o aumento el número de manchas hepáticas, ella no me verá tan atractivo. Por eso también necesito que venga ahora.

«Más tarde», me dice. Como un operador de cable. «Más tarde», la escucho. Con un rango de visita que ocupa toda una extensión imposible para quien tiene una vida. Dejo mi trabajo para maximizar las posibilidades de que nunca me diga que vino y yo no estaba. Dejo de escuchar música, de ver películas, por si el sonido me distrae de atender el timbre.

Miro la pared en un punto fijo, como tratando de ver a través de ella, a dónde estaría ella. Me acerco a la puerta para escuchar sus pasos de una manera que bloquearía su paso de venir. La puerta se abre para adentro. Cuando me dispongo a dormir, dura poco, despierto ahogado por mi propio vómito. Hubiera sido cómico que ese fuera el momento en que viniera.

Todas sus excusas están al borde de lo increíble, nunca lo suficiente para llamarle la atención por ello, porque hacerlo sería la certeza absoluta de que no vendrá. Tengo una ligera tentación por escucharlas todas, solo que el tiempo pasa muy lento y muy rápido para el caso. Escucho una, esta es la segunda, viene otra que es algo confusa. Ahora, ¿cómo podré recibirla? ¿qué puedo hacer con todo el odio que le tengo? No, no permitiré que suceda de nuevo. Bajo ninguna circunstancia, no. ¿Va a venir, o qué? Va a venir o… ¿qué? Y aun así, no puedo hacer nada para que venga. Nada respetable. Ya es suficiente condena por esto, no más. Todo lo que pido es que venga, no le voy a hacer nada que no le hayan hecho antes, billones antes.

Espero en mi cama, la puerta está abierta. Ella va a venir, lo sé. Lo planeamos bien, es el día. Hubo anticipación, está prometido. Ella va a venir y tendremos la noche de nuestras vidas, de la mía al menos. Canto en la ducha. Duermo bien, con excitación y contento. Descanso. Me he preparado. Está todo listo. No hay excusa ahora, no hay excusa. Si no viene significa que es por mí, si no viene, algo habré hecho. Son la forma en que hablo o lo que quiero, lo que le he pedido. No me arrepiento, ella debería poder hacerlo al comando, parte de su arsenal. Está claro que prefiere estar con otro, que le da más de algo que yo. El problema es que no lo sabe, ella solo asume. Aunque puede ser verdad. Quisiera que no, pero bien puede serlo.

Todavía es hora de que pueda venir, no me molesta la espera. Esto es lo que conozco. Porque si me molestara no estaría esperando nada, y esperando nada más por hacer. Escucho la puerta. Cuando alcanzo a abrirla, no hay nadie. No sé si alguna vez lo hubo. Así que, con suerte, una hora más.

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*Alejandro Mársico es licenciado y profesor en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Fue editor (2008 – 2011) de Carrera de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad. Ha publicado cuentos, relatos y poemas en Revista Morpheus Sudestada, El Creacionista, Resonancia, entre otros. Escribió  el prefacio para el libro De mala raza, de José Echegaray «Del darwinismo y el qué dirán», en Pierre Turcotte Editor. Su cuento «La mujer de la rosa blanca» fue seleccionado por Editorial Rubin para formar parte de la antología 39 cuentos del mundo. Reconocimientos: 2022: 2do premio en el Concurso de Ediciones Choripán por «Basura». 2021: Finalista del V Concurso de Microrrelato Ilustrado de la Universidad de Jaén con «Un hombre espera». 2021: 3er premio en el I Concurso de Relatos Cortos «Villa de Aubixech» con «Mi diálogo con Borges». 2020: Finalista en la 1ra edición del Concurso Cabezas Parlantes con el monólogo «Haiku». 2020: Finalista de la 10ma edición del Premio Itaú de Cuento Digital con «Filtro». 2020: Finalista de la 4ta edición del Premio Leamos de crónica breve con «La paciencia de no ser yo». 2020: Ganador del Concurso Nacional de Dramaturgia 10.000 Caracteres con «El inmortal».

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