Literatura Cronopio

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TEXTOS INTOXICADOS: PANORAMA DE LA LITERATURA Y LAS DROGAS

Por Jesús Sepúlveda*

La tradición literaria de los llamados textos intoxicados es amplia y extensa, aunque su data sólo se remonte a un par de siglos. Hay, sin embargo, autores que abordan tempranamente la intoxicación y la ebriedad como experiencia de vida. Tal es el caso del poeta persa Omar Kheyyam, también conocido como Omar Jayam u Omar Khayyám, (1048-1131), quien escribió bajo el embrujo de las huríes y el vino. En su juventud, Kheyyam fue condiscípulo de Hassan el Sabbah, apodado el «Viejo de la Montaña», y de Nizam al Mulk. Los tres fueron seguidores del sabio imán Novassak en la ciudad de Naishapur donde se instruyeron «en ciencias y sabiduría» (Kheyyam: 14). Finalizada la instrucción, cada uno siguió su propio camino. Nizam al Mulk se hizo secretario del sultán Alp Arlan, mientras que Omar Kheyyam se volvió astrónomo, matemático, filósofo y poeta, desarrollando una vida dedicada al cultivo del placer y del espíritu. Hassan al Sabbah tuvo distinta suerte. Luego de caer en desgracia, se retiró al sur del Caspio donde dirigió un sanguinario ejército: los hassanssines (seguidores de Hassan y fumadores de hachís, y de cuyo nombre proviene la palabra «asesino»).

Es en este contexto de amistad y caminos que se bifurcan que Omar Kheyyam compone uno de los más bellos poemarios de la literatura universal: el Rubaiyat. Escrito en farsi-darí, esta colección de poemas fue traducida del árabe al castellano por José Gibert y Diego Navarro en 1975 y estructurada en cuartetos. En uno de ellos se puede leer:

Un jardín, una jarra de vino y una joven
mi afán y mi amargura. He aquí mi paraíso
y mi infierno. Y no obstante, ¿queréis decirme quién
estuvo en el Edén y quién en el Infierno?

(Kheyyam: 99)

El contrapunto apolíneo y dionisíaco de este cuarteto, que ilustra el espíritu celebratorio del presente frente a la trascendencia religiosa ofrecida por las iglesias organizadas, ha sido uno de los motivos más frecuentes de la intoxicación, aunque no siempre haya sido el único. A lo largo de la historia, la bebida, el placer sensual y la fiesta han sido válvulas de escape frente a la presión ejercida por la pulsión civilizatoria y el control religioso y moralizante. Tanto en las culturas paganas como en las religiosas, el carnaval ha cumplido una función liberadora, siendo una suerte de intoxicación social del espíritu. Para Nietzsche, tal intoxicación se expresa en la embriaguez dionisíaca que funda el sentido trágico del mundo griego y opone su fuerza vital a la ensoñación apolínea, justificando la existencia del mundo como un fenómeno estético (Nietzsche: 40) [1]. Empero, ambas fuentes no están separadas, sino que son potencias artísticas de la naturaleza porque en ella habitan indistintamente el exceso báquico y la mesura onírica. No obstante, es sólo en el exceso de la «auténtica pasión dionisíaca» (Nietzsche: 64) que el velo del mundo se descorre como un acto de redención y transfiguración. La desmesura se muestra entonces como verdadera (Nietzsche: 43), desbordando el conocimiento de sí mismo para que el individuo no sólo sea artista sino que se transforme a sí mismo en obra de arte.

Para el poeta y pintor romántico William Blake (1757-1827) [2], «el camino del exceso» es conducente «al palacio de la sabiduría» (Blake: 59). Es precisamente de este apotegma del que muchos poetas románticos y posrománticos han bebido su dosis de libertad. Pero la intoxicación no es sólo producto de la desmesura epicúrea y dionisíaca, sino que también es gatillada por la carencia. El escritor inglés, Thomas de Quincey (1785-1859), admite en sus Confesiones [3] que en un comienzo se hizo opiómano para paliar el dolor causado por el hambre (Quincey: 6). Algo similar dice en su relato biográfico la sabia y curandera mazateca, María Sabina (1894-1985), en el que cuenta que comió hongos por primera vez entre los cinco y siete años de edad, mientras vagaba con hambre y frío junto a su hermana por los cerros de Huautla de Jiménez en el estado mexicano de Oaxaca, pensando que los hongos alucinógenos le harían «cantar bonito» (Estrada: 44).

El despunte de esta tradición literaria no ocurre sino hasta el siglo XIX, y aunque en los siglos anteriores haya referencias al néctar de los dioses y la planta de cáñamo, la reflexión literaria sobre la intoxicación surgió con el auge de la ciencia moderna que hizo abstracta la relación del ser humano con el universo, privatizando la ebriedad «en una conciencia que —a decir de Walter Benjamin— ya no vive en el seno de ‘las fuerzas del cosmos’ sino más bien de su explotación» (Ocaña: 139). Dicha escisión de la conciencia ha hecho que la ebriedad haya adoptado formas destructivas, realzando el «éxtasis bélico» y la «ceguera irreflexiva» (Ocaña: 140).

En efecto, tanto las referencias al culto de los «Misterios de Baco» como las menciones del hachís no incluyen reflexiones intoxicadas que busquen transportar la conciencia a ambientes mentales acrecentados, sino que polemizan sobre la naturaleza moral de las sustancias ingeridas. Antonio Escohotado ha señalado que las escuelas filosóficas griegas debatían «si el vino había sido otorgado a los humanos para enloquecerles o por su bien», o «si el sabio podía beber sin límite, hasta caer dormido, antes de verse llevado a alguna necedad» (Escohotado: 17). Incluso las iniciaciones tenían un carácter moralizador. Cicerón afirmaba que los Misterios «enseñaron a las sociedades las costumbres y las leyes, [y]…a los hombres a vivir como tales» (Escohotado: 18). Si bien los «Misterios Eleusinos» eran ritos de iniciación en el culto a los dioses en los que se celebraban bacanales dionisíacas, también eran ceremonias de aprendizaje y socialización. Tanto griegos como romanos practicaban tales ceremonias y en ellas la intoxicación no estaba ausente. Por el contrario, tenía una función civilizadora.

 

La planta de cáñamo también ha sido mencionada en la literatura pre-industrialista, aunque de modo tangencial. En 1423, Enrique de Villena (1384-1434) menciona la alhaxixa (hachís), y en 1499, Fernando de Rojas (1470-1541) usa la expresión «yerva paxarera» (cfr. García-Robles: s/p) para referirse a uno de los ungüentos de marihuana que la alcahueta Celestina aplica para aceitar el rostro humano. En el segundo libro de Gargantúa y Pantagruel (1534), François Rabelais (1494-1553) habla de la fibra de cáñamo, y tanto Luis de Góngora (1561-1627) como Francisco de Quevedo (1580-1645) se refieren al cáñamo como material de fabricación marítima.

A pesar de todas estas referencias, las reflexiones literarias sobre las implicaciones de la intoxicación en la conciencia humana no tienen presencia en los textos literarios previos a la entronización del positivismo y el surgimiento del industrialismo. Su corpus sólo se hace presente con la aparición de la alienación moderna, que también da pábulo al inicio de la psicología experimental.

A mediados del siglo XIX, el hachís hizo su irrupción en el mundo europeo. A su regreso en 1840 de un viaje por Egipto, Siria y Asia Menor, el doctor Jean-Jacques Moreau de Tours (1804-1884), autor de un tratado sobre el hachís y la alienación mental (1845), reunió a un grupo de poetas, escritores, artistas y bohemios en el Hotel Pimodan en la isla Saint-Louis de París. Poco a poco estas reuniones se hicieron consuetudinarias, llevándose a cabo una vez por mes entre 1845 y 1849 en el cuarto del pintor Francois Boissard (Boon: 134).

En 1846 Téophile Gautier (1811-1872) publicó Le Club des Haschischins, texto en el que da cuenta de las visiones grotescas y paradisíacas que el hachís le provocaba en las reuniones del Hotel Pimodan. En éste también hace referencia al opio y bautiza dichas veladas como el «Club de los fumadores de hachís», aumentando la nombradía del selecto círculo integrado por Honoré de Balzac, Eugène Delacroix, Honoré Daumier, Víctor Hugo, Alexandre Dumas, Alphonse Karr, Gérard de Nerval y Charles Baudelaire, además del propio Gautier. Cinco años más tarde, Baudelaire (1821-1867) publicó sus célebres Paraísos artificiales (1851). Entre sus muchas divagaciones, se establece en este texto cierta preferencia por el opio antes que por el hachís, indicando que el primero es «un seductor calmo» mientras que el segundo es un «demonio desordenado» cuyos resultados son siempre «funestos» (Baudelaire: 374).

El hachís también fue un leitmotiv para los autores latinoamericanos y españoles finiseculares. En 1875, José Martí (1853-1895) escribió un poema sobre el cannabis, transformándose en «el primer escritor hispanoamericano en dedicarle una poesía al Haschisch» (Herrero Gil, 2007: 21). En 1888 Rubén Darío (1867-1916) publicó el cuento El humo de la pipa (Darío: 181) [4], incorporando el modernismo a la tradición de textos intoxicados. Más tarde, en 1903, Horacio Quiroga (1878-1937) publicó un cuento homónimo al poema martiano, El haschich: cuento realista cuyo motivo es «instruir a quienes no conocen nada sobre la droga y dar su punto de vista a ‘los apologistas de oídas del célebre narcótico’» (Herrero Gil, 2007: 48). Sin embargo, no es sino el peculiar escritor gallego Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) quien mejor alabó el efecto psicoactivo del cannabis en su extraño y lúdico poema de dieciocho claves líricas, La pipa de kif (1919).

¡Verdes venenos! ¡Yerbas letales
De Paraísos Artificiales!

A todos vence la marihuana,
Que da la ciencia de Ramayana.

¡Oh! marihuana, verde neumónica,
Cannabis índica et babilónica.

Abres el sésamo de la alegría,
Cáñamo verde, kif de Turquía.

Yerba del Viejo de la Montaña,
El Santo Oficio te halló en España.

(Valle Inclán: 258)

Además de la planta de cannabis, otras drogas han dejado su estela somnífera en la literatura. La tradición del opio, abierta por Thomas de Quincey en 1821, se cierra con Jean Cocteau (1889-1963), quien publicó en 1930 una bitácora de desintoxicación. El diario de Cocteau, comenzado en 1928 luego de haberse intoxicado «con prudencia y bajo control médico» (Castoldi: 183), relata los síntomas de carencia y reflexiona sobre los efectos de la intoxicación que, según su propio consejo, no se debe considerar «como un hábito» (Cocteau: 70), sino como «un antídoto, un placer [y] una intensa siesta» (Cocteau: 74). Su predilección por el opio es casi baudelaireana. Por ello, estableciendo un parangón entre el alcohol y el opio, Cocteau aseguraba que el primero «provoca arrebatos de locura, [mientras que el segundo] «provoca arrebatos de sensatez» (Cocteau: 93).

Antonio Castoldi, quien ha documentado ampliamente el desarrollo del texto drogado en los siglos XIX y XX, dice que en Cocteau «no hay espíritu de aventura ni de autodestrucción» (Castoldi: 183), sino búsqueda de un estado de paz. De hecho, Cocteau consideraba que el opio generaba un estado de duermevela, que adormece la sensibilidad, «exalta el corazón y alivia el espíritu» (Cocteau: 84). Tal alivio es, al parecer, lo que muchos buscan en la intoxicación y que los autores de textos intoxicados documentan.

Ante la monotonía de la vida mecanizada, las injusticias de la brecha social, la pobreza imaginativa del industrialismo y la desconexión que la vida moderna genera, la intoxicación es, a decir de Aldous Huxley (1894-1963), «una de las principales necesidades espirituales» (Castoldi: 231). Su pulsión es el deseo de evadirse del mundo moderno y el ansia de trascender la mercantilización de la vida, sustituyendo la falta de comunidad por una fiesta psíquica y la desconexión con el medio ambiente por la conciencia del cuerpo.

Uno de los gérmenes de los textos intoxicados es entonces la necesidad evolutiva de la conciencia humana de superponerse a las miserias de la vida práctica. Maldoror, ese ser angélico y monstruoso que canta con la boca «repleta de hojas de belladona» (Lautréamont: 55), no es sino la alegoría decimonónica del ansia de plenitud acorralada por las eternas jornadas laborales y la mecanización de la vida social.

Pero la ingesta de sustancias desestructurantes también se lleva a cabo para ver o conocer, aunque para ello haya que sortear los obstáculos normativos de la sociedad tecno-mesocrática. La búsqueda de visión se contrapone a las prácticas normalizadoras, cuyo espacio de desenvolvimiento está reducido al parámetro de las experiencias conocidas y codificables. El mundo es una experiencia sensible que se interpreta de acuerdo a un marco normativo de recepción cognitiva de la realidad. Tal marco es consensual y limitado, puesto que se reproduce por medio de los procesos de socialización, salvaguardando sus fronteras a través de todas las instituciones sociales que conforman el cuerpo educativo, jurídico, punitivo y cultural. Salir de tal marco de interpretación conlleva a explorar aquella región abandonada de la matriz mental, vislumbrando el llamado misterio: lo desconocido.

Jean Arthur Rimbaud (1854-1891) proponía un estado de videncia para vislumbrar aquella zona amorfa e inefable de la experiencia humana, todavía indeterminada e innominada. Para ello, «el desarreglo de todos los sentidos es necesario, puesto que sólo así es posible llegar a lo desconocido» (Rimbaud: 113). Tal desarreglo es el que producen las sustancias psicotrópicas, desestructurando la personalidad y suspendiendo el ego, fases necesarias del proceso de videncia.

La revolución psiquedélica del siglo XX, orquestada por autores tales como Henri Michaux, Antonin Artaud, William Burroughs, Aldous Huxley, Timothy Leary y Carlos Castaneda, entre otros, fue motivada en gran medida por esta búsqueda de videncia. Pero tal búsqueda no sólo implicaba desarreglar los sentidos sino también alterar los ambientes psíquicos a fin de trasponer la conciencia consensual ordinaria y entrar en estados extáticos y acrecentados de percepción y cognición. Dichos estados acrecentados de conciencia son formas de iluminación.

Walter Benjamin (1892-1940) habla de tres tipos de iluminación: religiosa, intoxicada y profana (Ocaña: 140). La primera, que mediatiza el arrobamiento individual por medio del culto religioso, es superable creativamente a través de una iluminación profana del mundo material; vale decir, a través de «la inspiración antropológica y materialista, a la cual el hachís, el opio o cualquier otra sustancia es capaz de dar una lección introductoria» (Benjamin, 1979: 227). Hay, sin embargo, sustancias que pueden ser letales si no se aplica la dosis perfecta. El tósigo de la intoxicación es, en efecto, un veneno o una medicina. Todo depende de la cantidad ingerida y de los actos realizados durante la ingestión tóxica. Por lo mismo, Henri Michaux (1899-1984) alertaba ante el peligro que ciertas drogas duras ostentan, indicando que éste radica en los actos más que en el pensamiento (67).

Alejandra Pizarnik, cuya obra poética gira en torno a la muerte y el silencio, se suicidó con barbitúricos en 1972 en la ciudad de Buenos Aires a la edad de 36 años. Rodrigo Lira, quien quiso trascender la realidad apagada de la cultura chilena durante la dictadura militar, se suicidó en 1981 a la misma hora de su nacimiento el día de su cumpleaños 32, concluyendo un proyecto poético centrado en la autodestrucción y dejando una serie de textos en los que se aborda su hábito cannábico. Cito:

 

…confieso / que en forma sostenida y continuada / y, a pesar de todo, / hasta ahora no decreciente / procedo a practicarme acupuntura / con agujitas hechas en papel de arroz / en lo posible marca Smoking,… / Pero es preciso hacer notar que la yerba / proviene de las matas de cáñamo / y que las matas de cáñamo no son ANDRÓGINAS / los pitidos o piteadas, o las pipas / son las inflorescencias de las HEMBRAS / los Kogoyoh»

(Lira: 54)

El tono mordaz y directo de esta poesía se condice con su intento de reconstrucción de la matriz simbólica del castellano chileno, que durante toda la dictadura y parte de la transición democrática permaneció comunicando por omisión, o por vía de eufemismos y en forma oblicua, autodomesticando la emisión y coartando la capacidad nominativa del lenguaje. Por lo mismo, la herida suicida de Lira es, en cierto modo, la representación de la lengua trunca de un proceso que aún debe sanar. Prueba de ello es la analogía entre la acupuntura y el hábito de la marihuana, que evidencia una manera de entender la intoxicación en tanto praxis terapéutica.

En otros textos, Lira opone a la omnipresencia represiva de la autoridad, la presencia obsesiva del ego, revelando un afán de recuperación de la autoestima fragmentada. Pero a pesar de su deseo de sanación, la pulsión egótica también puede ser un exceso: una conciencia centrada en sí misma. Quizás por ello, Walter Benjamin afirme que «el lector, el pensador, el vago, el flâneur, son tipos de iluminados tal como lo son el opiómano, el soñador y el enfervorizado. Y más profanos. Sin mencionar la droga más horrorosa: nosotros mismos, que tomamos en soledad» (Benjamin, 1979: 237).

Al respecto, es posible argüir que la efectividad verbal del hablante obseso que despliega Lira, y que autosugiere su génesis en la intoxicación profana, es producto de una dialéctica textual que «percibe lo cotidiano como impenetrable y lo impenetrable como cotidiano» (Benjamin, 1979: 237). Esto es, como un modo de escritura que agudiza el hilo articulador del lenguaje para develar el misterio de la realidad. Tal misterio es su impenetrabilidad mientras que el develamiento de la realidad es la función visionaria que Benjamin cree reconocer en aquella tradición de textos intoxicados que se inicia con Baudelaire y continúa hasta Hermann Hesse (Castoldi: 111). Habría que agregar que en tal tradición no sólo participan Rimbaud y Verlaine, sino que también Henri Michaux, Jean Cocteau, Antonin Artaud, Georg Trakl y Ernst Jürger, entre los europeos, y Julián del Casal, Horacio Quiroga, José Asunción Silva y Julio Herrera y Reissig, entre los latinoamericanos.

Aunque cada uno muy distinto y peculiar, una característica común de estos escritores es su deseo de penetrar en el misterio de la realidad. Dicho deseo conlleva a la búsqueda de visión que en unos casos se logra por medio de la ingestión voluntaria de algún tipo de droga (morfina, cocaína, opio, heroína o LSD) o planta enteógena (hachís, hongos mágicos o peyote), y en otros es simplemente consecuencia de la intoxicación terapéutica.

Efectivamente, la intoxicación como medicina puede ser un vehículo numinoso. En tal sentido, Marta Herrero Gil ha señalado que el uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910) comenzó a emplear morfina como medicina en el año 1900 y no la abandonó sino hasta la fecha de su muerte, puesto que para él «las sustancias no eran un paraíso artificial sino [un] oasis» (Herrero Gil, 2014: s/p). Ése sería también el caso de Antonin Artaud (1896-1948), quien encontró en la intoxicación un remanso de tranquilidad ante sus problemas nerviosos y adictivos. En 1936 Artaud realizó un viaje a México, en el que experimentó un doble desplazamiento —geográfico y psicológico— al ser iniciado en el rito del peyote. Por un lado, se aventuró en un viaje sin retorno que desplazó su conciencia hacia una búsqueda mística. Por otro, buscó curarse, salir de la heroína. En ambos casos derivó en una travesía de transformación, una combinación de embrujamiento y desintoxicación: «Lo sobrenatural —escribe— ya no me parece algo tan extraordinario como para que no pueda decir que quedé, en el sentido literal del término: embrujado» (Artaud: 41).

Así como Artaud, Louis Lewin (1850-1929), farmacólogo y clasificador del alcaloide del peyote (mescalina o mezcalina), comentaba en 1886 que «el mundo que el sujeto ve [bajo su efecto], hace que el mundo que veía antes parezca pálido y muerto» (Castoldi: 222). Esto hace suponer que el peyote descorre lo que Nietzsche llamaba «el velo de Maya» (Nietzsche: 23), abriendo las puertas del misterio y mostrando el verdadero rostro de la realidad. En otras palabras, el peyote permitiría penetrar en lo cotidiano como algo impenetrable y en lo impenetrable como algo cotidiano, tal como lo quiso Benjamin.

José Vicente Anaya (México, 1947) describe en su largo poemario Híkuri (1978), la visión que otorga el botón de peyote. Cabe decir que Anaya usa el término híkuri, que en lengua rarárumi significa peyote, para enfatizar la relación entre el lenguaje y las facultades visionarias del cactus. No es sólo su implicancia cultural sino vibratoria: las palabras resuenan y quedan zumbando. Por lo mismo, son irrepetibles. Como dice Heriberto Yépez, la poesía de Anaya es una voz que se vuelve paisaje y visión (Yépez: 11). Pero además es una denuncia de la conciencia petrificada de la civilización moderna y guía que indica el camino de retorno al lugar nuestro: «YO VIVO DONDE MI CUERPO ESTÁ— / Mi domicilio exacto son los sueños y / camino en la dirección en que me inclino» (Anaya: 15). Su viaje alucinado y cósmico lo lleva a cruzar «universos interiores» —como un Altazor huidobriano— donde «la eternidad estalla» (Anaya: 30). Tal travesía ‘empeyotada’ le revela que «el Nombre Verdadero / (no se escribe)» (Anaya: 34), encendiendo la chispa vital apagada por la civilización. Esta dialéctica permite que el individuo se fisione de sí mismo para que pueda «fusionarse con el Cosmos» (Yépez: 10). Así, la intoxicación esboza esa experiencia del ser primitivo que se religa a la matriz viviente de la conciencia cósmica mediante «la ceremonia extática» (Yépez: 10). Algo similar describe Artaud cuando asegura que,

El Peyote conduce al yo hasta sus fuentes auténticas. Al salir de un estado de visión semejante, no se puede volver a confundir, como antes, la mentira con la verdad. Has visto de dónde vienes y quién eres y desaparecen las dudas sobre lo que eres. No existe emoción ni influencia exterior que pueda desviarte de ello.

(Artaud: 26)

Castoldi afirma que la aproximación de Artaud al peyote es una práctica mágica de recuperación de «una religiosidad y una plenitud primigenias» (Castoldi: 232). Éste sería también el caso de Carlos Castaneda (1925-1998), quien en su saga de doce libros describe su aprendizaje con don Juan Matus, un chamán mexicano que lo instruye en el arte del nagualismo y el misterio del punto de encaje: sensor cognitivo de interpretación de las emanaciones externas de luz universal, que don Juan libera mediante cócteles de mescalina, datura y psilocibina. A dichas emanaciones lumínicas el poeta argentino Néstor Perlongher (1949-1992) les llama chorreo de las iluminaciones, porque la luz que irradia el universo durante los estados de comprensión acrecentada imbuidos por la ingestión de ayahuasca es percibida como una catarata de luminiscencias o «un luminar de pétalos» (Perlongher, 1997: 339).

Como integrante de la Iglesia del Santo Daime, Perlongher escribió dos libros de poesía bajo el influjo de la ayahuasca: Aguas aéreas (1991) y El chorreo de las iluminaciones (póstumo, 1992). En ambos, la presencia del poder numinoso de la liana sagrada es predominante, alumbrando el lenguaje de un modo peculiar para dar cuenta de la conciencia cósmica que se revela como experiencia sublime. «ERA EL CRISTAL / LAS MIL FACETAS DEL CRISTAL / LOS BRILLOS RÍTMICOS / LOS HIMNOS CELEBRATORIOS DE UNA ANUNCIACIÓN» (Perlongher, 1991: 25). Esta visión de canto y luz sugiere la iluminación extática que provoca el Santo Daime. Pero en Perlongher también hay una cosmovisión animista en que la interdependencia e interconexión entre los seres vivos ocurre en una suerte de mandala viviente. Por lo mismo, vislumbrar la textura de la realidad conlleva a la aprehensión de una conciencia ‘cósmica’ implícita en el proceso de recuperación de la plenitud primigenia, sanando el espíritu y trascendiendo el ego.

Algo similar le ocurre a Michaux, cuya experimentación con mescalina es, junto a la recuperación de una conciencia unificadora, «un intento de dominar, a través del lenguaje y de la escritura, la pérdida de la personalidad» (Castoldi: 242). Dicha pérdida no es sino la trascendencia del rol social impuesto por la sociedad y el imán egocéntrico que impide desprenderse del yo obsesivo. Comentando Miserable milagro (1957), texto que relata la experiencia de Michaux con el ‘infinito turbulento’ de la mescalina, Octavio Paz se preguntaba si en vez de exploración antropológica, no fue «el poeta Michaux [el] explorado por la mezcalina» (Paz: 158). Y luego agrega:

Gran regalo, don de dioses, la mezcalina es una ventana donde la mirada se desliza infinitamente sin encontrar nada sino su mirada. No hay yo: hay el espacio, la vibración, la vivacidad perpetua.

(Paz: 158)

Al contrario de la mescalina o la ayahuasca, que permiten sentir la ‘vivacidad perpetua’ de la naturaleza, ciertas drogas duras como la heroína fortalecen la obsesión del ego consigo mismo. Decía el poeta español Leopoldo María Panero (1948-2014): «La aguja dibuja lenta / algún ciervo entre mis venas / cuando el veneno entra en sangre / mi cerebro es una rosa» (Panero: 35), quien luego de repetidos ingresos a centros psiquiátricos, permaneció recluido voluntariamente en hospitales mentales por más de tres décadas hasta la fecha de su muerte. En este sentido, la descomposición que las toxinas sintéticas provocan se condice con los paraísos artificiales que la sociedad moderna crea, no como un modo de trascendencia del solipsismo, sino como un escapismo alienante.

Esta intoxicación desintegradora es opuesta a la intoxicación desestructurante, puesto que sumerge al individuo en la autoaniquilación. Para Roberto Bolaño (1953-2003) es como un «enorme sol negro y silencioso» (Bolaño: 244), aunque siempre presente. Para Rosario Castellanos (1925-1974) es la píldora del válium que «condensa, / químicamente pura, la ordenación del mundo» (Castellanos: 297), aunque luego las cosas estén a punto de estallar. Ese mismo estallido aparece en «Baladita del crack» de Reinaldo García Ramos (Cuba, 1944) , quien relata el descenso al infierno y la muerte de su amigo Jimmy en los confines del paraíso metropolitano de Nueva York. Pero Leopoldo María Panero es claro y consciente de la descomposición que la intoxicación de laboratorio produce. Uno de sus versos de Heroína y otros poemas (1992) dice: «la aguja muerde y hace daño / tengo cactus en los brazos» (Panero: 29). Su modo de alteración de los sentidos no persigue la sanación; más bien parece un acto de abandono al estado poético, o sea, a esa «suerte de confusión mágica donde —a decir del poeta franco–uruguayo Jules Supervielle (1884-1960)— las ideas y las imágenes parecen estar vivas» (Broome y Chesters: 59).

De igual modo, Benjamin reconoce que «los adictos chupan, por decirlo así, unos a otros los materiales malos de su existencia; [y] operan entre sí catárticamente» (Benjamin, 1984: 43). Hay entonces un aspecto catártico en la adicción: extraer los materiales nocivos de la vida. Quizás por ello Artaud haya admitido años después de su experiencia en México con los tarahumaras que su propósito no era entrar en un mundo nuevo sino dejar atrás el mundo falso de la civilización (Ocaña: 106). Benjamin quiere ir incluso más allá al proponer ganar las fuerzas de la embriaguez para la revolución (Benjamin: 140-41), señalando que el misticismo, el hachís y la mescalina son pasos necesarios para entrar en una profunda iluminación profana.

Sin lugar a dudas, hay textos intoxicados reveladores que iluminan la mente y el espíritu del lector. Pero dichos textos no pueden reproducir la experiencia de la intoxicación; o sea, ese sentimiento provocado por la ingestión voluntaria de sustancias psicoactivas sintéticas o naturales para experimentar reacciones químicas en el cuerpo que puedan brindar placer, otorgar visiones o estimular la recuperación corporal, cuando no conducir a la autodestrucción y la muerte. «Podemos extraer información de las experiencias –dice Aldous Huxley- pero nunca las experiencias en sí mismas» (Huxley: 3).

Los textos intoxicados dan testimonio de la experiencia narcótica, la comentan o la subliman en obras de gran belleza. Pero no logran suplantar la función catártica de la intoxicación ni sus resultados antagónicos: drogadicción o sanación. A veces son obras literarias que se refieren al proceso voluntario de búsqueda místico-extática mediante la exploración y la experimentación con el cuerpo y la mente. Pero ni entonces logran sustituir el éxtasis de la intoxicación.

De este modo, los escritores que asumen el camino de la intoxicación como proyecto de escritura para navegar en la conciencia también pueden ser considerados psiconautas [5]. Uno de los escritores emblemáticos de esta navegación psíquica es William Burroughs. En su novela Yonqui (1953), Burroughs termina anunciando un viaje a la selva colombiana adonde se dispone a ir para probar yagé. Su objetivo es hallar en el brebaje de la ayahuasca lo que no ha podido encontrar ni «en la heroína, la yerba ni la coca» (Burroughs, 1980: 156). Esta travesía tendrá también consecuencias literarias, puesto que iniciará su correspondencia con Allen Ginsberg. En Las cartas del yagé (1963), Burroughs y Ginsberg intercambian misivas relatando y comentando sus respectivas experiencias con la liana visionaria. Así, en la penúltima carta, fechada el 21 de junio de 1960 y dedicada a Hassan Sabbath, Burroughs le confirmaba a Ginsberg que no hay nada que temer. Sin embargo, y con su habitual escepticismo, agrega inmediatamente en la postdata de la misma que nadie en su sano juicio debería confiar en el universo (Burroughs, 1975: 61).

Esta actitud contradictoria y lúcida a la vez pareciera ser una constante de los textos intoxicados en tanto obras de búsqueda y exploración. No hay absolutamente nada que sepamos con certeza. Y es, por lo mismo, tal incertidumbre la que impulsa a algunos escritores a experimentar con el cuerpo a fin de conocer la propia interioridad. No es coincidencia entonces que la irrupción de la tradición de textos intoxicados en el mundo literario haya emergido justo en el momento en que se formaba el campo de los estudios psicológicos en el siglo XIX y comenzaban los procesos modernos de alienación industrial, abriendo las puertas a la exploración subjetiva del ser y a la experimentación psíquico–vital. Cabe decir, además, que las drogas en tanto temática literaria o como vehículo de intoxicación ocurrió, en un principio, por exceso, carencia, dolor o, simplemente, por curiosidad y tedio. Pero poco a poco su uso se volvió numinoso y las sustancias psicotrópicas se aplicaron para sortear las imperfecciones de la realidad y trascender la jaula obsesiva del ego. En este sentido, hay una dimensión política en su utilización. Es precisamente este derrotero el que puede leerse en la tradición de textos intoxicados que inaugura Thomas de Quincey y que continúa hasta hoy a través de diversas voces que exploran la psique humana desde el cuerpo y la poesía.

En la actual etapa de los textos intoxicados es posible entrever que la conciencia continúa expandiéndose y el individuo sigue explorando las cavernas oníricas de su subjetividad, ampliando los marcos de interpretación de los fenómenos que constituyen la realidad en pos de la formación psíquica de un sujeto post–civilizatorio que, quizás en un futuro no tan lejano, pueda fusionarse al cosmos y logre conectarse nuevamente con el cuerpo vibrante de la naturaleza.

* * *

Texto publicado en La prohibición de las drogas. Análisis y perspectivas multidisciplinares en torno al control de sustancias narcóticas, estupefacientes y psicotrópicas. Domingo Schievenini, César Tarello y Ramón del Llano (coords.). México: Universidad Autónoma de Querétaro, 2015: 319-332.

NOTAS

[1] Friedrich Nietzsche, Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik, 1872.

[2] William Blake, The Marriage of Heaven and Hell, 1793.

[3] Thomas de Quincey, Confessions of an English Opium-Eater, 1821.

[4] Este cuento fue publicado originalmente en el periódico La libertad electoral, 19 de octubre de 1888, Santiago de Chile.

[5] Término acuñado por Ernst Jürger en su obra Drogen und Rausch (Drogas y ebriedad, 1970).

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* Jesús Sepúlveda (Santiago de Chile, 1967). Autor de Lugar de origen, poemario generacional escrito a mediados de los años 80; Reinos del príncipe caído (Beca Fundación Pablo Neruda, 1989); Hotel Marconi (1998), colección de poemas llevada al cine en 2009 y traducida al inglés y francés; Correo Negro (Primer Premio de Poesía, revista argentina Perro Negro, 2000); y Escrivania (México, 2003). Su ensayo eco—anarquista El jardín de las peculiaridades (Buenos Aires, 2002) ha sido traducido al inglés, francés, italiano y portugués. Es además coautor de la antología de ensayos Rebeldes y terrestres (Santiago de Chile, 2008). En la década del 90 dirigió la revista Piel de Leopardo y codirigió el periódico bilingüe Helicóptero. Actualmente reside en Eugene, Oregón (noroeste de Estados Unidos), donde ejerce la docencia universitaria.

 

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