Anemoscopio Cronopio

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ALGUNOS REFERENTES TEÓRICOS DE LA ASTROLOGÍA PARA LA LITERATURA MEDIEVAL

Por John Jaime Estrada González*

Afirmó Kant: «Dos cosas llenan siempre mi espíritu de asombro: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí». Era la cúspide de la Ilustración que propendía desterrar de la humanidad, entre otras cosas, la superstición y sus anejos. Situado en los límites de las antinomias de la razón, su mirada se distanciaba del torrente «infantil» y emocional que había solido caracterizar el escrutinio de los cielos desde siempre. Muy a su pesar, su mirada, con una variable legal y racional, mantenía el asombro.

Los ojos que contemplan la bóveda celesta para escrutar el destino, no han dejado de ser un componente de la humanidad. Ese escrutinio, que en la literatura medieval castellana se llamó, «saber de estrelleros,» se denominó indistintamente, astronomía o astrología. Como tal se puede historiar (aunque no haya un comienzo para la historia) paralelamente a la magia y la quiromancia con la ayuda de la literatura y como veremos, de la arqueología. Es por ser algo tan humano que ha sido tema de la literatura. Vale la pena ver en diacronía algunas formulaciones teóricas, (¿filosóficas y teológicas?) que alentaron por igual, a santos cristianos, escritores y poetas.

Para quienes aman el esfuerzo imaginativo de la filogénesis, seduce pensar lo dicho por el filósofo de la religión Daniel Dennett: «Hubo un largo periodo, no muy lejano según los parámetros de la evolución, en los que no hubo religión en el planeta, ahora hay muchas». Piensa en estadios históricos en los que las emociones dieron el paso a las creencias, que al no ser verbalizadas, no eran fuente de conflicto. Pues bien, es muy valioso que en la etimología castellana de religión esté el vocablo latino religio, derivación léxica de religare, volver a crear vínculos. ¿Qué había desligado a los seres humanos? ¿Cómo el nombrar originario encontró en el religare la topología léxica de otra vinculación? ¿En qué momento el instinto gregario fue inferior a la posibilidad de defenestrar a alguien de una comunidad? La etimología, privilegia de manera clara el conjunto de creencias que integran socialmente la religión.

Por otra parte, la antropología ha estudiado que las acciones de prevenir, buscar detrás del horizonte y confrontar el miedo, van de la mano con los orígenes del hombre; es decir, evidencian el total desamparo y el sobresfuerzo que produce lo ignoto. En consecuencia, es viable pensar que desde muy temprano se necesitaron ayudas con poder de defender la vida de la muerte.

De tal manera que en la literatura, la luz y la oscuridad, «el poder mítico de la noche», siguen siendo imágenes traslaticias del Sol, la Luna y las estrellas; lexicalizadas en «la muerte de todas las noches que llamamos sueño». Es comprensible por tanto, que los llamados astros en su función astrológica, sigan desempeñando un papel frente a lo que se espera para adelantarlo y lo que se teme para evitarlo.

No sorprende que las huellas más antiguas que conocemos de ese religare se encuentran en el culto funerario. Oscuridad y límite de todo lo humano; «se pueden alcanzar los más íntimos deseos, pero al final siempre vencerá la muerte». En la literatura occidental el rapsoda pedía darle un lugar en el mundo al muerto y Homero se lo da en la sepultura. De allí que podemos rastrear entre los griegos el temor que significó la muerte insepulta. Quien muere ya no es tenido, sino re-tenido por otros. En esa variable, un texto del Eclesiastés hizo carrera a lo largo de la edad media: «Los vivos saben al menos que han de morir, pero los muertos no saben nada, porque su memoria yace en el olvido. Perecieron sus amores, sus odios, sus envidias; jamás tomarán parte de cuanto acaece bajo el sol» (Ecl.9; 3-4). ¿Tal vez en pleno siglo XIV en Castilla, La danza general o danza de la muerte? ¿Por qué no pensar posteriormente en Manrique? Así la vida (como el milenario río) corre paralelamente a los poderes invisibles; sus señales visibles las interpreta, sólo quien puede, en los astros que originan los calendarios, la organización de lo sólito y el registro de lo insólito. En esto, nuestras culturas Maya, Azteca e Inca fueron versadas.

Nacidos en un occidente cristiano y bajo la arrogancia con la que se suele hablar del siglo XXI, mirar hacia arriba y consultar los astrólogos continúa siendo algo serio, muy serio y privado (¡más que las encuestas!) para políticos y hasta presidentes. En efecto, la mayor evidencia la podemos constatar en los llamados países ricos. La categoría de popular que hace pensar en los que devengan salario mínimo, halla su carácter nugatorio en las celebridades que pagan altas sumas de dinero por su costosa «carta astral». Las afirmaciones anteriores para nada constituyen un juicio ético, son sólo evidencias de cómo la mal llamada Edad Media no terminó, sino que se reconfiguró en continuidades fundamentales. Que el destino esté en los astros, fue una condición que se incluyó, fácilmente, en las creencias cristianas en particular; y éstas no se eliminan por decreto; muy a pesar de quienes aún lo continúan haciendo. Veamos, grosso modo, ese corredor teórico en la cultura material.

Tomemos para iluminar el caso, el descubrimiento arqueológico llevado a cabo por el profesor Eleazar L. Sukenik en 1929; una sinagoga casi intacta que databa de la época del emperador Justiniano. Sukenik, junto a su equipo de la Universidad de Jerusalén, dirigió las excavaciones en un pequeño Kibbut en Beth Alfa, al pie de las colinas de Gilboa, en el Valle de Jezreel, distante unos 30 kilómetros del conocido mar de Galilea. Con todo el valor político que encarnó este descubrimiento, destaco para nuestros propósitos, el hallazgo de un enorme mosaico multicolor en el piso, precisamente en todo el centro de la sinagoga. Refieren que su mayor sorpresa fue ver que se conservaba intacto. Era un zodiaco en el centro, enmarcado en los ángulos por representaciones de las cuatro estaciones. Usualmente la construcción, por su potencia visiva, carga con toda la importancia. Propongo que pensemos en el horizonte arqueológico del hallazgo, es decir, en algo que se esparce cada vez más en una amplia región. Este llega a ser común y cotidiano en las culturas, se expande porque los conjuntos humanos lo consumen y disfrutan. Por tanto no se impone, es exigido. Ese horizonte lo situamos en los mosaicos que representan el zodiaco, porque en excavaciones posteriores, se encontraron sinagogas similares.

No podemos ser ligeros y pensar que fueron los rabinos los que crearon y difundieron en occidente los conocimientos astrológicos; es más diceinte comprender que educaron en estos saberes. Para el caso, los cristianos siríacos eran también versados en esas prácticas. La astrología de variable judeo-cristiana, se fundamentó en el libro del Génesis: «Haya lumbreras en el firmamento celeste para separar el día de la noche, y hagan de señales para las solemnidades, para los días y para los años» (Gen. 1; 14). Esas dos líneas dieron pábulo para la bienvenida de la astrología a lo largo de la mal llamada Edad Media.

En otro lado, el factor político fue el Imperio Romano (que abarcó mucho más que la cultura semita) y con él la lengua, el latín. Ilustremos la impronta lingüística a partir de algunos ejemplos. En el año 335, el senador romano Firmicius Maternus, antes de su conversión al cristianismo, escribió una enciclopedia de astrología. Asimismo, el poeta, también romano, Manilus, durante los periodos de Augusto y Tiberio; escribió hexámetros pedagógicos para enseñar astrología a los jóvenes de la nobleza romana. Este sería sólo un dato de vana erudición, de no haber sido por la amplia difusión que alcanzaron a lo largo de la Europa que leía latín. Aun más leído que ellos fue De divinatione, de Cicerón. Al parecer de los expertos, no tuvo mucha recepción entre sus coetáneos, pero fue leída por Minucio Félex, Arnobio, Lactancio, Macrobio, S. Jerónimo, S. Agustín, Prisciano y Boecio, etc. En la Península Ibérica este tratado circuló paralelamente a sus otros escritos, con otros textos sobre astrología que gozaron de alta estima entre los nobles europeos.

Para San Agustín, es sólo el hombre, no todo bajo el cielo, lo que está sujeto a la influencia de los astros. Se preguntaba: «¿por qué sólo unos días son los escogidos para plantar la vid y para sembrar los granos; otros para domesticar las bestias y aparearlas?» Se trata simplemente de ciclos naturales fijos que nada tenían que ver con los astros. Para él «son los hombres los que se dejan llevar por falsos espíritus y caen en la superstición de los astros.» Su prueba reina fue el libre albedrío, puesto que no es material, los astros no podrían tener sobre él poder alguno. De él en adelante podemos postular como regla que un autor hablará más o menos de astrología según sean sus conocimientos de ella.

En otra vertiente, los trabajos de Aristóteles sobre los meteoros y los cielos fueron llevados a la Península Ibérica por los astrólogos musulmanes. Su distribución produjo un fuerte impacto en la mentalidad de los clérigos de la corte y los maestros. Con mayor influencia, como es lógico, en las élites económicas de aquellos siglos. La astrología encontró puntales de mayor consolidación y muy pronto fue materia de consecutivas disputas entre los llamados intelectuales de la época; no era, ni fue, sólo del interés de los más pobres, como despectivamente se continúa diciendo. El caso más notable en Castilla lo tenemos en Alfonso X, el «rey sabio», cultor de la astrología.

Santo Tomás de Aquino (discípulo de San Alberto Magno, quien practicó la magia y fue astrólogo), más desapercibido en su época, dijo: «el intelecto, el alma y el libre albedrío, al no ser materiales, escapan a cualquier influjo de los astros». Con lo cual continuó la línea de S. Agustín. En consecuencia, la astrología para los cristianos abarca todo el espectro de lo material y así no ha dejado de ser. Al final del siglo XX una columna de Daniel Samper Pizano, «El horror de los horóscopos», lo constata.

Todos sabemos que Chaucer empleó la astrología con propósitos poéticos y en esto lleva la batuta entre los escritores medievales. Las ponencias al respecto no cesan en los congresos internacionales. ¿Qué decir de la literatura medieval castellana? Terminemos, sólo por ahora, citando al arcipreste en el Libro de buen amor: «Yo creo los astrólogos verdad naturalmente; / pero Dios, que crió natura y accidente, / puédelos de mudar e fazer otramente: / segund la fe católica yo d’esto só creyente» (140 a-d). Edición de Blecua.

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Sobre Anemoscopio Cronopio: Esta columna busca tratar temas en el eje histórico, sin que sobrepasen el mal llamado «siglo de oro» español. Las reflexiones se moverán en las relaciones filosofía, teología y literatura.

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente assistant professor de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el Islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».

 

 

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