ULTRATUMBA
Por Santiago Sierra Vásquez*
Lo bajaron a tumbos del carro y le quitaron las vendas de los ojos. Aún le ardían las laceraciones del rostro y de la espalda. Descubrió entonces la selva húmeda y nocturna que le borró la esperanza de los ojos. Era la víspera del segundo domingo de mayo, y sintió en el bolsillo la virgencita de oro que con ahorro y sacrificio compró, minutos antes de su rapto. Uno de los tres hombres le abalanzó con crudeza una pala, y le dijo que cavara hasta que encontrara el infierno. Al emprender su paso lerdo, volvió a leer las grandes AUC que se anunciaban imperiosas en una de las mangas de cada hombre. Hincó la pala, sin titubeos, en el sitio exacto que le habían indicado, sintiendo la misma que se incrustaba en su vientre hambriento.
Pasó rápidamente la mirada hacia los hombres, repudió sus vestimentas, repudió sus caras que ya no se dignaban a esconder, su hedor a licor, y sus cigarrillos amenazantes. Casi sentía sobre sus hombros los helados y pesados fusiles que reposaban sobre la camioneta. Continuó con su tarea. Mientras iba cavando, iba preguntándose en qué momento su prudencia lo había desamparado. Desde que lo raptaron saliendo de la platería, sus protestas no fueron más allá de alguna queja de dolor o de molestia, en ningún momento habló más de la cuenta, incluso cuando ellos lo exigían. Empezaba a sentir calor en los músculos de los brazos, y ya anhelaba el licor transparente que tanto llegó a detestar. Comprendió ahí que lo único que le quedaba por perder, era su cita con la muerte.
—Oiga, ¿me da un toque? —dijo señalando con una mirada la botella.
Ya ebrio, el hombre que sostenía la botella, se le acercó y le pasó el licor en las manos, diciéndole que se lo merecía. Con la pala aún en una mano, elevó la botella con parsimonia, y dejó caer el aguardiente en su boca. Bebió como si de agua se tratase; tomó varios sorbos inmensos y la devolvió. Inmediatamente, sintió arder su estómago vacío, y pensó que ya se estaba acercando al infierno que le habían mencionado. Convenciéndose de que lo que había bebido era suficiente para sentir el suelo desorientado, siguió expandiendo el hueco en la tierra. Se esforzaba por hacerlo bien delimitado, con buenos acabados, con unas paredes lisas, y con las medidas paralelas; después de todo estaba construyendo su futuro aposento, y se lo tomó con el rigor de un arquitecto apasionado. Sin embargo, el acento burdo de uno de los verdugos, le gritó desde la distancia que debía hacerlo mucho más ancho y largo si quería conocer a satanás. Se resignó entonces a cavar un lecho mortuorio sin precaución alguna; sin buenos acabados, con paredes disparejas y redondeadas, y poco a poco, su obra se iba pareciendo más a una esfera que a un cubo común y corriente. Mientras seguía absorto en su tarea, y ya con el terror difuminado, el hombre de la botella le gritó que dejara la tierra en un solo sitio porque no era él el que iba a tapar ese hueco, que le hiciera el favor.
Ya cuando los hombres vieron que el hueco casi estaba listo, se acercó el de la botella, sin consideración alguna de los demás, y arrojó al hueco una foto que cayó al revés.
—Usté se muere es por comunista. Se dejó coger fácil, malparido. Termine rápido que ahora nos tocar tapar toda esa mierda —Cerró su poema con un fuerte golpe de fusil en la espalda comunista.
El comunista recogió entonces la foto con la espalda adolorida, y al verla, más que la sensación de horror, sintió nostalgia de esa tarde de primero de mayo, donde tenía ya la cara bronceada, el cuerpo cansado, y las convicciones a flor de piel.
No tardó mucho en clavar la pala y sentir una textura diferente, ya endeble, y un hedor terrible. Con excitación y curiosidad, se apresuró por destapar todo el largo del hoyo, y fue descubriendo que en su pena iba a tener una decena de acompañantes. Observó a los verdugos que estaban a carcajadas, disfrutando del olor a muerte de un malparido comunista. Durante las carcajadas estruendosas, uno de los cuerpos que yacían en la fosa, fue abriendo los ojos y observó al nuevo inquilino. Entre susurros, fue despertando a los demás.
—No se preocupe. Aquí hay espacio para todos. Cierre los ojos antes de morir y espere a que alguien lo despierte para llevárselo de acá.
Erizado hasta las entrañas, lanzó la pala fuera del hueco, dobló y guardó su foto en el bolsillo donde llevaba la virgencita de oro, y advirtió a gritos que ya estaba listo. Los tres depredadores se acercaron con sus fusiles a revisar el trabajo y lo felicitaron.
De hecho, ninguno de ellos conocía esa fosa; las instrucciones fueron dadas por un comandante y ellos obedecieron como nuestro comunista lo habría hecho mientras cavaba.
Mientras esperaba una lluvia de balazos, el mismo hombre de la botella dio la orden:
—Maten a ese hijueputa de una vez.
A sangre fría, los tres hombres dispararon ametrallando por unos segundos, y asimismo dejaban el nuevo cuerpo yaciendo sobre recuerdos de hombres e ideas, que expedían un olor que solo satanás se aguantaría.
Ya se iban a disponer a tapar la fosa, cuando una voz torturada, dijo mientras los ojos se iban entreabriendo por entre los muertos.
—Tío, ¿es usté? ¡Soy el gordo, huevón!
— ¡Ay marica, este huevón habló! —dijo otro de los asesinos.
El de la botella se acercó al rostro que abría los ojos, sin inmutarse del hedor inmundo. Con el corazón a punto de estallar y la cabeza y la nuca erizadas, preguntó:
— ¿Y usté cómo hijueputas terminó aquí?
Esperando que nadie respondiera, se acercó un poco más. Vio la lentitud de unos labios que se disponían a pronunciar alguna frase, y el terror inminente se apoderó de él.
—Pues me pelaron en combate, huevón. Un mariquita apuntó mal y me peló. Me imagino que me escondió pa’ que usté no se diera cuenta. —dijo con esfuerzo.
— ¿Quién fue el hijueputa, gordo? Diga —preguntó atónito y desesperado.
—Yo qué voy a saber, marica, pero usté’ sí debe conocerlo. Hágame un favor, tío; cuéntele a mi mamá que yo ya me fui, que descanse y que rece pa’ que yo me vaya con diosito.
—Y usté’ todavía cree que alguno de nosotros no se va pa’ abajo, huevón. Yo le digo, no se preocupe.
Los ojos del gordo se cerraron, y la piel ya carcomida, se fue tornando marrón, casi negra, y tomó una superficie áspera, granosa. La nariz se fue agrietando, luego le siguieron los párpados, luego la boca, y luego lo que en algún momento había sido el gordo, ahora era un montón de tierra desplomándose mientras los cuerpos que yacían encima iban ocupando su lugar.
El cuerpo de lo que antes había sido un malparido comunista, perforado y ya sin dolor, había escuchado la conversación. Sintió compasión por sí mismo, y esperó a que taparan rápidamente esa fosa, con la esperanza de que algún día su madre lo encontrara, y le pudiera entregar la foto doblada y la virgencita de oro, que iba a entregar el segundo domingo de un mes de mayo.
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* Santiago Sierra Vásquez es un escritor y músico, nacido en Cali, Colombia en 1998, donde tuvo una educación francesa desde los 4 años de edad. Ya en el 2014 empieza a hacer algunas traducciones, y en el mismo año participa en la última producción cinematográfica de Jean-François Brient, «La route du sud-ouest», donde también tiene una pequeña aparición literaria. En 2015 inicia cátedras con la escritora Jenny Valencia Alzate, acercándose así al género urbano. Desde el 2016 reside en Nancy, Francia, donde actualmente realiza sus estudios en Musicología en la universidad de Lorraine, y música en el Conservatoire Régional du Grand Nancy. En 2017 se adhiere a la organización Gauche Révolutionaire, y en el 2018 funda la revista literaria francesa «La Sibylle», mientras continúa en la investigación del proyecto «El jazz como banda sonora de un pueblo en resistencia».
Desgarrador…desgarrador. La tragedia que hemos vivido millones de colombianos y latinoamericanos.
Jaime Sierra Delgadillo