UN COCIDO COMO DIOS MANDA
Por Gustavo Elizalde*
Llegamos a casa de mis padres en el peor día posible. Un día infernalmente caluroso del mes de agosto.
Sara bajó del coche y dio unos golpes en la ardiente puerta de metal.
—¡Mari Fe! ¡visita!
—¡Ya vaaa! respondió mi madre, mientras Monti brincaba y ladraba.
—Esperad que tengo que echar un agua a la puerta. ¡Que quema!
Escuchamos como regaba la puerta con la manguera, subía el seguro y corría el pasador. Después rechinaron los goznes y, finalmente, la puerta se abrió y mi madre vino corriendo con los brazos abiertos.
Abrazó a Sara mientras yo metía el coche en el patio. Monti era un pequeño perro cazador de raza incierta. Sé volvía loco cada vez que llegaba alguien. Mi padre siempre dijo que era un podenco andaluz, pero no sé, no sé…
Bajé del coche y le di un fuerte abrazo a mi madre.
—Que sorpresa majos. Pasad, pasad, ¿Cómo sé os ocurre poneros en carretera con el calor que hace? Aquí estamos muriéndonos con esta calima. Y las moscas no nos dejan descansar. ¿Tenéis sed? ¿Qué queréis beber?
—Hola mamá. Estamos bien. Veníamos fresquitos con el aire acondicionado, dije.
—Sí, en un ratito tomamos algo, dijo Sara —¡Pero que guapa estás!
Paseamos un poco, nos asomamos a ver el huerto, el gallinero, los cerdos y nos refugiamos debajo de la parra. Hacía demasiado calor.
—¿Y papá dónde está?
—Ha bajado al pueblo. En un rato viene.
Nos dijo eso e, inmediatamente, soltó un profundo suspiro mirándonos a la cara, arqueando las cejas y estirando la sonrisa en una mueca.
—¿Os quedáis unos días? ¿habéis traído equipaje?
—Nos quedamos solo esta noche. Después sacamos las cosas del coche. Me muero por una cerveza, dijo Sara.
— Sí, dije. Nos sentamos y nos cuentas a qué viene esa cara. ¿Hay algún problema?
Mi madre salió con tres cervezas y unas aceitunas y nos sentamos alrededor de la mesa debajo de la parra. Era sobre la una de la tarde. Apretaba el calor.
—La verdad es que vuestra visita es muy incómoda. Me alegro mucho de que estéis aquí, pero habéis llegado en el peor día posible.
¿Te acuerdas de Don Mario Luna? preguntó, dirigiéndose a mí.
—Nos han estado llamando él y su hermana, continuó mi madre.
—Don Mario Luna, le cuento a Sara, es un sacerdote que vivía aquí. Yo no tengo recuerdos directos suyos porque era muy pequeño. Fue el primer director del colegio diocesano del pueblo. Mi padre, en esa época era jefe de obras del ayuntamiento y se ocupó de supervisar la construcción del colegio. Los dos tuvieron que colaborar de una manera bastante estrecha, y se hicieron amigos. Incluso jugaban a cartas en el bar con otros feligreses y vecinos.
Mis hermanos sí que lo conocieron y no creo que les gustase saber que ha estado aquí. Corrieron fuertes rumores sobre él. Se decía que entraba en los dormitorios de los alumnos internos del colegio y les tocaba por debajo de las sábanas. Los alumnos internos estaban especialmente desprotegidos. Veían a su familia solo de mes en mes y además el resto de los alumnos los trataban con algo de desprecio. Recuerdo algunos internos que había en mi clase y formaban un grupo aparte.
La gente que vive en pueblos pequeños es, por naturaleza, desconfiada. Cuando era niño y llevaba a otros niños a casa, mis padres les preguntaban,
—¿Y tú de quién eres? De Erce.
— Ah, los de las verduras.
—¿Y tú de quién eres?
—De Montero, de la zapatería.
—¿Y tú de quién eres?
—De los Sánchez, de la farmacia.
Así los padres se quedaban tranquilos. Podían ser más o menos cercanos a sus familias, pero eran conocidos.
Los niños del internado eran niños casi abandonados, en todo caso sus familias eran desconocidas. Mejor no fiarse de ellos. Fumaban desde muy niños, no iban bien aseados. Contaban historias raras o las inventaban…
Creo recordar que, finalmente, el padre de un alumno denunció a Don Mario y se montó un buen jaleo. Acabaron destituyéndolo como director y lo desterraron a una ciudad más grande. Lo de desterrar era una práctica habitual en los colegios que gestionaba la iglesia. Enviaban al cura a otra parte y se acabó el problema. En principio no podría volver al lugar de donde había sido expulsado.
Recuerdo por fotos que Don Mario era un cura gordo y con sotana. Calvo y de edad indefinida. Tenía una cara perpetuamente congestionada y una sonrisa forzada. Según contaban mis hermanos tenía costumbre de levantar la voz y también levantar la mano. Los niños le tenían terror. En esta casa no sé volvió a hablar de él. Se fue, y sé acabó el tema.
La hermana de Don Mario nos ha estado llamando, explicó mi madre. Nos ha contado que el hombre está muy mayor y que tiene mucha ilusión por pasar un día en el pueblo. Que quiere visitar el colegio. Que se acordó de tu padre y pensó en venir a vernos. Como comprenderéis nuestra primera reacción fue poner una excusa para no recibirlo, pero la hermana ha seguido insistiendo con el cuento de que nos tenía mucho afecto y que no sabía a quién más acudir.
En resumen, acabamos aceptando que venga a dar un paseo y a comer con nosotros. Le dijimos que mejor que sea entre semana, así no estaríais ningún hijo y tampoco os enteraríais. Y justo llegáis vosotros. Total, que ahora mismo está papá con Don Mario y su hermana paseando por el colegio y vienen a comer dentro de un rato.
—No te preocupes, al fin y al cabo no le conocí, y tampoco lo voy a ir contando, dije.
Monti rompió a ladrar. Se escuchó un sonido de coche que le resultaba de sobra conocido. Nos levantamos y abrimos la puerta. Mi padre estaba aparcando fuera bajo la sombra de un cerezo. Tenía una furgoneta bastante destartalada de color rojo de dos puertas. Salió y nos miró haciendo una mueca de niño travieso. Abrió la puerta del acompañante y con mucho esfuerzo salió Don Mario. Desplazó el asiento hacia delante, ayudó a salir a la hermana y cerró la puerta. Allí estábamos todos con cara de circunstancias mientras Monti saltaba y corría feliz por tanta visita.
— ¡Que sorpresa! ¿Cuándo habéis llegado? Pero pasemos a charlar y a presentarnos.
Don Mario era ya un viejo. Vestía una estricta sotana hasta los pies que se tensaba a la altura de su tripón. El alzacuellos le estaba demasiado apretado. Su rostro me resultó familiar por las fotos del cole. Lo hubiese reconocido, aunque no me hubiesen dicho quién era.
—¿Sé acuerdan de mi esposa Mari Fe? dijo papá.
—Claro ¿cómo no? Pero estás espléndida. Tal y como te recordaba, respondió don Mario.
—Muchas gracias. Por usted si que no pasa el tiempo. Encantada de conocerle Joaquina.
—Hijos, este hombre es Don Mario Luna. Él puso en marcha y dirigió durante muchos años el colegio de nuestro pueblo. Los que somos de aquí le debemos mucho. Ella es su hermana Joaquina que con tanta entrega y dedicación ha cuidado de él durante todos estos años.
—Y aquí está mi hijo y su compañera Sara. ¿Recuerda usted a mi hijo?
—Por supuesto, perfectamente. Parece que lo estoy viendo. Aunque ahora lleva el pelo más largo que su esposa. Pero qué maravilla de lugar. ¡Sé ve magnífico! repuso el sacerdote.
—Vamos a dar una vuelta y os enseño. Este es el regadío. Aquí todas las parcelas tenemos pozo de agua propio. Estamos muy cerquita del río y sobra el agua. Ahí pegada al muro tenemos una higuera. Pero pasemos, los higos están maduros. Tenga Don Mario y Joaquina, pruébenlos. Están muy ricos. Aquí tenemos un cerezo, pero ya no es tiempo de cerezas. Miren las lechugas, mire qué color, están fresquitas. Los tomates y los pimientos los atamos a unas cañas. Aquí están. Este año los tomates están excepcionales. ¿Les gusta el gazpacho? Aquí los calabacines y allí adelante las acelgas. Cebollas, ajos, zanahorias. Ahora no hay patatas. Las sembraremos la semana que viene y las recogeremos antes de las heladas.
Joaquina y mamá fueron a la cocina y los demás seguimos a papá mientras nos llevaba al corral lleno de orgullo.
—Aquí tenemos 12 gallinas ponedoras y un gallo. El pobre tiene mucho trabajo.
—Ja, ja, se ríe Don Mario.
—Miren esta parejita de cerdos. Ahora pesan unos 40 kilos. Se alimentan de verdura, harina y pasteles. Tengo un amigo que tiene una pastelería y me deja recoger las sobras para ellos. Nos dan jamón, chorizo, morcilla, tocino para todo el año.
—Los hijos dicen que ya estamos mayores para tanto trabajo, pero luego ¡bien que les gusta comer jamón!
El cura asentía y sonreía y por lo que vimos un rato después, estaba criando un voraz apetito.
—Y aquí tenemos la tinaja de barro, llena de vino. ¡Todo natural! Desde que me jubilé somos casi autosuficientes. Este vino lo hago con la uva de la parra. Tengo para beber y regalar todo el año.
Y con el orujo que sobra hago aguardiente. Compré un alambique a unos portugueses y hago unas cuantas botellas. Luego lo probamos.
—Magnífico, dijo Don Mario.
—Pero vamos a sentarnos al patio, sugirió papá.
El patio tenía, azulejos azules y blancos en las paredes y una gran parra que hacía de cubierta. Solo uno de los lados del patio estaba completamente abierto. Esto ayudaba a que corriese la brisa.
Por el patio se accedía a la vivienda. Pequeña, rustica, humilde. Con chimenea. Al lado del fuego humeaban unas perolas de barro y olía muy bien.
—Estamos preparando un aperitivo. Todo de la casa. Bueno menos el pan. ¿Pepe compraste pan? dijo mi madre.
—Si. Está en el coche. Hijo, ¿vas por él?
—Si, claro. Y salí al coche a por el pan. Aproveché para fumar un cigarrillo. En mi casa siempre estuvo muy mal visto fumar. Y aunque yo apenas fumaba y me iba acercando a la treintena lo seguía haciendo medio a escondidas.
Al volver, a la mesa había un plato de jamón, uno de chorizo y morcilla, aceitunas, vasos y una botella fresquita de vino. Sara cortó el pan y lo puso en la mesa.
Hice los honores, abrí la botella y serví con generosidad las copas de vino.
—¡Salud! ¡Salud a todos!
El vino era un poco turbio y un poco ácido. Tenía más sabor a mosto que a vino. Fresco, natural, una delicia.
Y comenzamos a charlar y a beber. Don Mario comenzó a interrogarnos.
—Y vosotros ¿Tenéis hijos? ¿Estáis casados?
— Sí. Yo tengo un hijo. Sé ha quedado unos días en casa de mis padres. Y no, no estamos casados. Todavía sigo casada con mi anterior pareja. Pero nosotros ya llevamos juntos diez años, respondió Sara.
Sí ahora las cosas son distintas. Todo mucho más informal. Os sirvo un poco de vino.
Ir comiendo jamón. Es del nuestro. Está en su punto, anotó papá.
Bueno, pero primero hay que bendecir la mesa. Y abriendo los brazos, agachando la cabeza y apretando los ojos, bendijo la mesa.
Y seguimos bebiendo y comiendo. Luego mi madre sacó una jarra bien fría de gazpacho. Gazpacho como lo hacía mi madre. Con tomates pelados, pepino, pimiento verde, miga de pan, un poquito de ajo, sal, vinagre de nuestro vino y un buen chorro de aceite de oliva. Todos repetimos. La incomodidad inicial iba pasando a golpe de vino. Don Mario comía con gula. Y su vaso siempre era el primero en quedarse vacío. Estaba disfrutando el hombre.
Don Mario y papá rememoraban anécdotas de los primeros años del colegio. El cura parecía hasta buena persona y desde luego le encantaba escucharse. Hablaba en idioma cura. Yo supongo que será en el seminario donde les enseñan a hablar con ese engolamiento, esa pedantería, esa solemnidad y ese amaneramiento que hace que, con los ojos cerrados, sepamos si alguien es cura con solo escucharlo.
Sara y yo nos levantamos a cambiar los platos. Estábamos en la cocina cuando vino mi madre. Nos cruzamos unas miradas y unos gestos. Mi madre no había abierto la boca en toda la comida. Creo que de todos era la que más incómoda estaba. Levantó los hombros mostrando cara de resignación.
Salimos con platos limpios. Los distribuimos para cada comensal y reagrupamos los cubiertos.
Mi madre puso en el centro de la mesa el plato principal. Un cocido como Dios manda. El cura y su hermana soltaron grititos de placer. Parece que unas buenas viandas bien regadas eran, para ellos, uno de los mayores placeres de la vida.
El cocido estaba distribuido en tres recipientes. En primer lugar, la sopa de fideos. Al lado las verduras con predominio de garbanzos. Y finalmente las carnes. El cocido tiene profundas raíces históricas. Se cree que tiene origen en el siglo IX, cuando los judíos que huían de Salomón, llegaron hasta donde el mar terminaba, remontaron el río Guadalquivir y fueron asentándose en distintos lugares de la península ibérica. Cuando llegaron los árabes, el cerdo del cocido fue sustituido por cordero, pero unos siglos después todo volvió a la normalidad.
Un cocido como Dios manda. La combinación de su gran cantidad de ingredientes es fascinante. Pero da sed, mucha sed y los garbanzos son pesados. Es muy fácil encontrarse con que uno ha comido demasiado cocido. Entonces una copa de aguardiente y una siesta son la única cura posible.
Don Mario nos contó que cuando su misión de levantar y dirigir el colegio finalizó, el obispo le recompensó por su dedicación. Por un lado, le adjudicó una pequeña vivienda de forma vitalicia donde podría vivir con su hermana. Además, le puso como tarea dar misa y orientación espiritual en un asilo de ancianos. Finalmente, también le dio apoyo para montar un pequeño negocio de abastecimiento de comida a colegios de la diócesis. Don Mario estaba encantado con esta actividad, pues podía estar en contacto con los colegios que era algo que le apasionaba, además de ser un negocio que les dejaba jugosos ingresos.
Y Don Mario seguía comiendo. Y mi madre no soltaba palabra. Pero, eso sí, llenaba el plato del cura que comía como si no hubiese mañana.
Y llegó el momento del postre. Buñuelos rellenos de manzana.
—Si es demasiada comida, os la puedo poner en una cajita y os la lleváis para mañana, dijo mi madre. Pero ni Don Mario ni su hermana escucharon la sugerencia y se abalanzaron sobre los buñuelos relamiéndose los dedos.
—¿Y se podría probar ese aguardiente que con tanto amor hacéis en casa? preguntó Don Mario.
—Por supuesto. Y mi madre sirvió también generosamente el destilado en las copitas. Don Mario bebió y repitió.
Sorprendí a mi madre mirando cómo bebía.
Ya debían ser las cuatro de la tarde. Joaquina comentó que tenían billete para el autobús de vuelta a las cinco de la tarde.
—¿No sería más conveniente que descansen un rato antes de subir al autobús? preguntó papá.
—No gracias. Tenemos un compromiso más tarde y podemos descansar en el trayecto, respondió Don Mario.
Sara y yo les acercamos en el coche de papá. El volante quemaba. Los asientos se pegaban al cuerpo. Los dejamos enfrente de la estación, con la excusa de que no había donde aparcar y que íbamos muy justos de tiempo. Nos despedimos agitadamente y con urgencia. No me apetecía que nadie se fijase en nuestro grupo. Caminaron firmes y derechos a la estación y entraron por la puerta del terminal.
Era una tarde de agosto en la que rozaríamos los 40 grados. No había brisa.
Estuvimos hablando de Don Mario. No sé hasta donde llegaron sus abusos ni hasta donde los repitió. Años más tarde un compañero de trabajo me contó que su madre había trabajado durante años como cocinera en el catering de Don Mario y su hermana. Contaba que fue un infierno, que el cura destilaba crueldad y tiranía.
—Bueno, creo que la experiencia ha sido interesante. No todos los días se puede compartir la mesa con un auténtico depredador, dije.
Mi padre se comportó como seguro lo hizo en su momento, mirando para otro lado. Presumió de su huerto, sus cochinos y su manera de vivir. Don Mario y su hermana eran meros espectadores de su puesta en escena. Mi madre sí estuvo afectada. La vi sufriendo, incómoda teniendo que mantener una sonrisa que no le nacía. Incluso se tomó un par de copitas de aguardiente, cosa que prácticamente solo hacía en Navidad. Yo creo que sentía que su espacio había sido violado. Y eso duele. Paseamos por la alameda, cruzamos por el puente de azulejos sobre el lago. El leve movimiento del aire todavía no llegaba a ser brisa.
Volvíamos hacia el huerto cuando vimos el autobús de línea orillado en la carretera. A su lado se habían detenido una ambulancia y varios coches. Los pasajeros habían bajado del bus y había cierto tumulto. Bajé del coche y me acerqué a preguntar. Sara no quiso bajar. Le parecía morboso.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Han tenido un accidente?
—No, que va. Un cura que se ha muerto.
—¿Como dice? ¿Un cura?
—Si. Un cura con sotana de pies a cabeza con el calor que hace. Se puso malo, muy malo, llamaron a una ambulancia, pero para cuando llegó ya no había nada que hacer.
—¿Sabe usted si viajaba con una mujer?
—Si, creo que la han llevado en otra ambulancia.
—Vale gracias. Buenas tardes.
Y así con cara de tontos pusimos el coche rumbo al huerto donde mi padre estaba echando una profunda siesta y mi madre fregaba pensativa los cacharros de la cocina.
—Hola mamá.
—Hola chicos. ¿Ya se fueron?
—Si ya se fueron.
Y sin poder evitar un amago de risa le dije a mi madre
—Mamá, ¿A que no te imaginas qué ha pasado?
___________
*Gustavo Elizalde
Reseña pendiente