Literatura Cronopio

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¿TIENES DIENTES COMO YO?

Por Inmaculada Linares Sillero*

En una aldea perdida del sur de España en una época en que todo faltaba y de todo se carecía, donde lo único que sobraba era hambre, miseria y enfermedades, vivían Gregorio y Sebastián, dos hermanos de una numerosa familia, humilde y trabajadora que cada día se levantaban a la salida del sol a trabajar en el campo y volvían a casa ya entrada la noche después de haber mojado el gaznate en la taberna de Foro, donde se reunían a la caída del sol para ahogar sus penas en vino peleón y aguardiente.

Gregorio y Sebastián vivían en lo que era conocido por todos como «Las cuevas», una zona apartada del pueblo donde vivían los que aún tenían menos recursos. Cada madrugada para ir al trabajo y a la noche, de vuelta a casa, debían pasar ante el cementerio. Una verja de hierro oxidada y desvencijada con algunos restos de pintura en sus viejos barrotes, que hacían adivinar que hasta para el cementerio eran malos tiempos, abría paso a una larga hilera de cipreses que como fieles guardianes custodiaban a quienes descansaban bajo tierra en tumbas y nichos. A Sebastián, el menor de los hermanos, se le erizaba el vello de la nuca cada vez que tenía que pasar ante el camposanto. Siempre aligeraba el paso agarrado a la roída jarapa de su hermano, tenía pavor por pasar por tan tétrico lugar, lo que provocaba la risa y burla de su hermano mayor.

Una noche tomando el último chato de vino en la taberna, oyeron como uno de sus convecinos contaba que se rumoreaba por el pueblo que habían visto por los alrededores del cementerio un macho cabrío. Serafín, el sepulturero aseguraba haberlo visto en varias ocasiones entre las tumbas. Le describía con una larga y retorcida cornamenta, con cuerpo de cabra y cara de persona. Aseguraba que era el mismísimo Lucifer que había venido desde lo más profundo del infierno a llevarse el alma de quien se atreviese a mirarle a los ojos. Sebastián les escuchaba muerto de miedo sin siquiera imaginar lo que su hermano, que escuchaba la historia a su lado, estaba maquinando.

Esta noche, de vuelta a casa, tenía más miedo que de costumbre. Las piernas empezaron temblarle en cuanto vio a lo lejos las copas de los cipreses que rodeaban el camposanto. Aceleró el paso, como venía haciendo a diario, pero en esta ocasión su hermano lo detuvo en seco. Sin comprender nada, le observaba con los ojos desencajados por el terror. No daba crédito a lo que su hermano le estaba proponiendo; entrar al cementerio, buscar la cabra y llevársela a casa para matarla y asegurarse comida para los próximos días.

—¡Estás loco! Es el diablo. Ya has oído al sepulturero, mata al que es capaz de mirarle a los ojos, para luego llevarle al infierno.

—¡Baj! Tonterías. Esos son cuentos de viejo. Hace unos días oí a Casimiro decir que se le había extraviado una cabra. Seguro que se trata de la misma. Nosotros la llevamos a casa y podremos comer carne fresca…

—¡No podemos! —interrumpió Sebastián temblándole la voz—. Me muero de miedo.

—Y yo de hambre. Si no eres lo suficientemente hombre como para acompañarme vete a casa y dile a madre que vaya preparando una buena lumbre para cuando llegue con la comida.

Sebastián sin ser capaz de convencerle, rogándole que no lo hiciese, vio impotente como su hermano se colaba por la desvencijada puerta de hierro del cementerio, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Pasado un tiempo que Sebastián sería incapaz de calcular, el silencio de la noche lo rompió un grito humano que le heló la sangre. Era la voz de su hermano, estaba seguro. Armándose de valor corrió a socorrerle. Sorteó las tumbas gritando su nombre ¡Gregorio! ¡Hermano! ¿dónde estás? ¡Gregorio! Le resultó imposible dar con él. Gregorio desapareció para siempre. Nunca se encontró su cuerpo ni vivo ni muerto.

La desaparición del joven fue comentada por todos los habitantes del pueblo y alrededores. Había quien aseguraba que Gregorio se había encontrado aquella fatídica noche con el macho cabrío e incluso se atrevían a insinuar sobre lo ocurrido: «El joven avanzó con cautela entre las tumbas buscando la cabra que pensaba extraviada, divisó a lo lejos la silueta del animal tras una de las cruces de una de las tumbas. Se acercó con cautela a ella y con movimiento rápido y certero consiguió agarrarla sin que al animal le diese tiempo a defenderse. Juntando sus patas dos a dos se colocó el animal alrededor del cuello sujetando sus pezuñas. Satisfecho por el trabajo bien hecho pretendía dirigirse a casa con su botín cuando en el silencio de la noche le pareció oír un susurro. Se detuvo en seco temiendo ser descubierto y acusado de robo. Escuchó unos segundos pero el silencio lo envolvía todo por lo que pensando que no era nada más que su imaginación, continuó con su camino. Antes de llegar a la cancela de hierro oyó una voz ronca y profunda cerca de él. El miedo le paralizó. Miró a uno y otro lado pero no había nadie. Él era el único habitante vivo de aquel cementerio. La voz volvió a resonar ahora más fuerte y directa. En un instante supo de donde provenía pero no podía creerlo, era imposible. Como a cámara lenta, giró la cabeza encontrándose de frente con la cara humana del macho cabrío que con una maléfica sonrisa le preguntó: ¿Tienes dientes como yo?»

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* Inmaculada Linares Sillero. Es escritora española residente en Granada. Ha publicado distintas novelas como «El camino de la amistad» y diferentes antologías como «Leyendas de Madrid», o «Leyendas de España». Igualmente en internet ha publicado varias novelas como «Vive la vida» o «Web of lies». También se han publicado sus escritos en revistas españolas, argentinas y venezolanas. Ha participado en concursos literarios tanto a nivel nacional como internacional consiguiendo el primer premio en varios de ellos.

 

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