Escritor del mes Cronopio

1
764

VENEZUELA: TERROR Y DESTRUCCIÓN

Por Alejandro Varderi*

Ana Cristina encendió el celular para hacerle un pedido a su bachaquero de confianza. Con el recrudecimiento de la dictadura, la caída libre de los precios del crudo, una inflación del quinientos por ciento y el nerviosismo ante las sanciones del nuevo gobierno estadounidense contra algunas cabezas del régimen por su supuesta complicidad en el tráfico internacional de estupefacientes, sin la mediación de estos paladines del mercado negro su nevera estaría tan vacía como la de las otras tres cuartas partes del país. «Ellos cumplen ahora el papel que antaño tenía la gente del servicio, pues no tiene sentido enviar a la señora que me trabaja en casa a hacer la compra, porque de seguro encontrará los estantes vacíos cuando le toque el turno en la cola del supermercado».

«Aceite, harina de maíz, azúcar, huevos, pollo, carne, papel higiénico, jabón de lavar… ¿qué más?», se preguntó, antes de enviar el mensaje, no sin cierto azoramiento, dado el cauce por donde se había enrumbado su vida en los últimos meses, arrimándola inseguramente hacia la de la gran mayoría. Porque ya el dinero no bastaba para mantener un buen nivel de vida; era necesario estar directamente involucrado con las cúpulas gubernamentales si se quería obtener aquello a lo cual estaba acostumbrada. «Pues tendré que pasar con menos», razonó. «Todo sea por no deberle nada a este régimen donde tanta cobardía, odio y muerte se ha depositado desde el instante en que el finado líder se apersonó por primera vez ante el Congreso y lo disolvió, sustituyéndolo por una Asamblea hecha a su imagen y semejanza, que su heredero acaba de intervenir al haber perdido el control sobre sus funcionarios».

«La anulación de las competencias de la Asamblea Nacional venezolana, el traspaso de estas al Tribunal Supremo de Justicia —controlado por el chavismo— y la asunción de poderes extraordinarios en materia penal, militar, económica, social, política y civil por parte de Nicolás Maduro supone un mazazo institucional de una gravedad extrema, sin parangón desde que comenzara la crisis institucional en Venezuela. Es un auténtico golpe de Estado para el que no cabe la más mínima matización», leyó entre producto y producto, en un artículo de El País este comienzo de abril de 2017. Un comienzo marcado por el creciente deterioro de una revolución donde tales libertades, había de reconocerse, se habían esfumado en estos dos decenios.

Hasta las estrechas rendijas de normalidad que le habían permitido celebrarle generosamente el cumpleaños a uno de sus nietos hacía unos pocos meses, eran parte del humo alzándose hacia el cielo, junto con el de las bombas lacrimógenas lanzadas cada vez con mayor frecuencia por las fuerzas represivas sobre la población, manifestándose para defender sus derechos, y que hoy buscaría lograr la restitución del llamado hilo constitucional. «Que ya no es sino un girón salpicado por la sangre de las víctimas y los incontables atropellos del mecate dictatorial, donde vivimos amarrados los venezolanos que insistimos en no abandonar el país a la merced de estos hampones», refrendó hastiada Ana Cristina, apretando la tecla de enviar.

Mientras aguardaba respuesta a su mensaje, salió a la terraza que a esta hora todavía conservaba la humedad de la garúa matinal proveniente de la montaña cercana. El Ávila, una vez más, se constituía ahí en la válvula de escape imprescindible al momento de relajar tensiones y aclarar pensamientos. Porque mucho necesitaba despejarse para aceptar los terrores múltiples enquistados a pocas cuadras de su casa.

«La verdad es que quisiera gritar tantos insultos, quisiera decir todo lo que me pasa por la cabeza, pero no vale la pena estar conectada con la energía sádica de todos los que defienden lo indefendible», clamó al paisaje, tras leer algunos mensajes progubernamentales apoyando la represión, con muy mala ortografía por cierto, lo cual resultaba mucho más patético, pues era evidente cómo la ignorancia obnubilaba a los defensores de un sistema donde pocos se habían beneficiado, y casi siempre deshonestamente.

«Ellos todavía creen que tienen poder y sí, en cierta forma física lo tienen, ya que controlan las armas. Lo que no se imaginan es que tarde o temprano tanta maldad, tanta porquería, tanta energía negativa y podrida se va a devolver contra ellos y contra su familia completa. Pasará el tiempo y no habrá nada que limpie sus apellidos; y sus descendientes los llevarán con vergüenza y asco, creyendo que el dinero que han obtenido a base de la desgracia de un pueblo entero los hará libres y felices», prosiguió aspirando hondo, cual si quisiera oxigenar también lo viciado de un ambiente donde tan difícil le resultaba encontrar rastros de aquella diafanidad entre la cual creció y, con más o menos suerte, fundó una familia.

«Al ver a esta gente de aquí hablando y escribiendo, poniendo muñequitos y fotitos a fin de burlarse de la oposición, sintiendo una satisfacción única mientras están tras el teclado, creyéndose poderosos mientras tienen la PC prendida, no sé, me da coraje, porque es como si no se dieran cuenta de que cuando salgan a la calle también se encontrarán con un país destruido, sucio, que no consigues lo que te provoque si no lo que haya; que tienes miedo y miras para todos lados, por si acaso alguien te asalta para quitarte los preciados bienes: un carro, un celular, la bolsa del supermercado», continuó, rememorando, no sin cierto escalofrío, el episodio de la rata que le tiraron a la asistenta de su marido dentro del auto para robárselo.

«Y aun observando tanta desgracia, creen los muy zánganos haber construido un mejor país, pero a la final entiendo que son las personas más atormentadas que aquí existen y las más presas de su propia inconciencia, ya que estoy segura de que hasta parte de su propia familia los rechaza y repudia», siguió voceando hacia la mañana, mientras los mensajes y videos denunciando el golpe se sucedían sobre la pantalla del teléfono. Imágenes construidas desde la voluntad de muchos desafiando, con sus cuerpos como único escudo, los chorros de agua de las tanquetas blindadas, y los perdigones y el gas venenoso de las brigadas gubernamentales equipadas con armamento bélico, avanzando incólumes por calles y avenidas donde solo el bullir del tráfico y la gente en vía hacia sus actividades había hollado antaño el asfalto.

«Con el gobernador Henrique Capriles inhabilitado y el líder Leopoldo López preso físicamente, aunque en su alma es libre, está el país. Pero el respeto por la labor como dirigente de uno y la admiración ante su voluntad de no ceder del otro, que sentimos la mayoría de los venezolanos, hará que la Historia los convierta en abanderados del cambio cada vez más inminente. Y eso hace la diferencia», musitó ya más sosegada Ana Cristina, tratando de abarcar con los brazos extendidos la longitud del valle extendiéndose ante ella.

Un valle, titilando con los resplandores solares del día elevándose como una incógnita hacia el firmamento rotundamente azul, lo cual volvía aún más incongruente el ambiente prebélico, que las marchas de venezolanos por la democracia y los dispositivos ideados para reprimirlas, iban organizando en diversos puntos de la ciudad durante las horas por venir. Bravura versus sed de venganza entonces, restallando con el bramido de las autopistas, el aullido de los tubos de escape y el rugir de motores recalentándose en las perennes colas donde se estatizaban todos, independientemente de su filiación y sus intereses; estuvieran preparándose para salir a dar la pelea, entrar a sus lugares de trabajo o, como Ana Cristina, inmovilizados por la desazón, el temor o, también habría de decirse, la indiferencia hacia aquello que no les concerniera directamente.

«¿Pero cómo pretender permanecer al margen si la hecatombe nacional ya no deja a nadie fuera?», se preguntó entrando al apartamento, cuando escuchó el timbre de la puerta sobresaltándose. Porque nunca se sabía quién podía estar del otro lado y menos aún si no habían llamado al intercomunicador de la entrada. La voz de Gonzalito sin embargo la tranquilizó y, al abrir, se lo encontró vestido de bandera con una máscara antigás en la mano.

—¿Y eso?

—La Asamblea ha llamado a una marcha hasta la Defensoría del Pueblo para protestar contra el golpe de Estado del gobierno.

—¿Y de dónde va a salir?

—La convocatoria es para las diez de la mañana en la Plaza Brion de Chacaíto.

—Dios mío, no he pasado por allí desde que iba a la fuente de soda «El Papagayo» y a comprar música en «Don Disco» hace sopotocientos años.

—Pues para allá voy.

—¿Y solo?

—A menos que tú quieras acompañarme.

—¿Y tu media naranja?

—Alguien tenía que trabajar.

—Está bien. Me visto y salimos.

—Llévate un morral con agua, paños y vinagre por si las bombas lacrimógenas.

—Otro reality check. No me decías lo que necesito meter en el morral desde nuestras excursiones playeras cuando éramos adolescentes. Y entonces lo necesario se resumía al traje de baño, el «Coppertone» y la toalla. ¡Cómo ha cambiado el país!

El viaje hasta Chacaíto tuvo para los hermanos el sabor agridulce de aquellas expediciones, muy lejos ya de ellos, ciertamente, y de la Gran Venezuela donde tantos nacionales e inmigrantes se labraron un porvenir mejor al de sus mayores. Tierra generosa esta; desde los Andes y la selva hasta la costa y las islas caribeñas, que ambos habían recorrido juntos o separadamente, pero siempre con el asombro dibujado en los labios frente al esplendor natural, la calidez de las gentes, lo incandescente de caracteres y afectos cuya pulsación era también parte integral de los movimientos del corazón.

A su compás latían los venezolanos esta mañana de abril, tan cercana ya al 19, cuando se marcó el inicio de la lucha independentista contra el dominio español, que tomaría no obstante otros once años. «Casi el doble hemos estado batallando para desprendernos del látigo de esta dictadura», pensó Ana Cristina, planeando con la vista sobre el congestionamiento propio de la hora.

Finalmente lograron estacionar por los alrededores y siguieron a pie hacia el punto de encuentro donde muchos se habían concentrado ya, en una marea blanca salpicada con los colores patrios sobre banderas, gorras, sombrillas, camisetas, colgantes, pañuelos, cintas para el pelo; mochilas a enarbolar cual estandartes durante el recorrido, o intentar escudarse tras esa frágil mampara, cuando se detonaran las armas de la Guardia Nacional Bolivariana y de los grupos paramilitares equipados por el propio gobierno.

Un enfrentamiento muy desigual, ciertamente, se vislumbraba para las próximas horas, donde los gritos de «¡Calle, calle!» ahogaban el gruñir de las motos, sumándose a la caminata cuando se incorporó a la autopista. «¡Venezuela libertad!» fue voceando el colectivo, hasta ser contenido por una muralla de vehículos de guerra. Efectivamente, las labores de dispersión por parte de las tropas armadas arrancaron tempranas y violentas, pues su objetivo era evitar que la manifestación llegara al destino señalado. Objetos, estandartes y sangre quedaron desparramados entonces, en el trayecto entre Chacaíto y la Avenida Bolívar, a donde no pudieron acceder antes de ser dispersados. Ana Cristina y Gonzalito saltaron la barrera de la autopista hacia la calle, refugiándose en un taller mecánico a la altura de Parque Central, donde muchas veces habían circulado en vía hacia museos y teatros hoy degradados o secuestrados por el régimen.

Terror y destrucción se extendían con el paso de las horas por la geografía nacional, arrasando con la apariencia de normalidad a la cual el grueso de la población se aferró estos años a fin de sobrevivir un día más, mientras se encomendaba a santos y deidades siempre un paso atrás de sus expectativas y esperanzas. Por eso hoy la nación había decidido sacudirse la modorra y, atendiendo al llamado de los líderes de la oposición, lanzarse a las arterias viales en masa; si bien, era de esperar, muchos aprovecharían el caos para sembrar más caos, asesinar o saquear tiendas y comercios.

En eso le entró a Ana Cristina un mensaje de su bachaquero, diciéndole que le haría llegar el mercado a horas de la tarde porque estaba aún atrapado en la marcha. Algo que a ella le sorprendió, al no imaginar a individuos tan poco escrupulosos con tales arranques de solidaridad. «Aunque quizás estoy siendo demasiado recelosa y, en el fondo, estos aprovechados de la economía informal tienen su lado sentimental y patriótico, llevados quizás por intereses muy personales, porque no me extrañaría que ellos también tengan familiares y conocidos pasando hambre, encarcelados o autoexiliados como consecuencia de las circunstancias permitiéndoles a ellos prosperar», barruntó, apoyándose en la mirada del hermano. Este le sonrió con picardía, ya que le había echado el ojo a uno de los muchachos del taller y se disponía a darle conversación. «Hasta a estas circunstancias tan duras Gonzalito les saca partido», prosiguió para sus adentros, y se dispuso a salir a ver si podía encontrar un taxi. «Espérate ya nos vamos», dijo él, ingresando el número del muchacho a la memoria del teléfono.

Frente al antiguo hotel Caracas Hilton, hoy propiedad de la revolución, encontraron uno que se acababa de vaciar y se pusieron en marcha hacia donde habían estacionado, atravesando por lugares extrañamente con poco tráfico a pesar de la hora; como si la ciudad hubiese querido apoyar a los manifestantes, acallando progresivamente la cotidianeidad de sus avenidas. Un silenciamiento distinto al forzoso, todavía asaltándolos desde el hedor del humo que las brisas del valle no habían logrado llevarse todavía.

Cansancio, desánimo, frustración, impotencia pero también resolución de seguir en la calle eran las aspiraciones de quienes desandaban ahora el camino recorrido esta mañana, a fin de reponer fuerzas para retomarlo en los días por venir. Días que vendrían marcados por oscuros presagios, en vista de lo sucedido hoy, cuando no parecía posible hallar una solución pacífica a la crisis institucional.

—¿Y si el gobierno no renuncia?

—Continuaremos marchando hasta lograr arrancarnos a esta dictadura del sistema.

—Muy convencido te veo Gonzalito, de que esto finalmente se va a acabar.

—O se acaba o nos acaban. Después de experimentar la violencia con la cual aplastaron hoy nuestro derecho a manifestar, a la injuria del cataclismo nacional se ha añadido el insulto contra quienes exigimos un país democrático, progresista y económicamente solvente para acabar con el desabastecimiento, la corrupción y el crimen desatados.

—Dios te oiga, pues los personeros del régimen van a hacerse los sordos a todo aquello que no sea su perpetuación en el poder. De hecho, ya los veo inhabilitando y encarcelando a los líderes de la oposición en pleno, con la excusa de haber fomentado la rebelión contra el orden democrático, cuando han sido ellos quienes han propiciado el alzamiento a lo largo del país justamente para conseguir restablecerlo.

—Es el mismo juego del gato y el ratón que han esgrimido durante estas casi dos décadas de destrucción y despilfarro, y se ha ido tornando más y más agresivo, en tanto los personeros del Estado siguen apretándonos las tuercas; además de involucrarse en la lucha guerrillera colombiana, el tráfico internacional de drogas, el financiamiento de grupos revolucionarios en otras partes del continente y paro de contar porque voy a explotar.

Entre decires y lamentaciones llegaron a donde habían dejado el auto y se dispusieron a regresar a casa, no sin antes pasar por el centro comercial Chacaíto, a ver si encontraban algún lugar abierto para tomarse un jugo de parchita. Los locales, sin embargo, aparecían cerrados y a oscuras, cuando no tapiados y cubiertos de grafiti, las rampas y escaleras de acceso encharcadas y la iluminación exterior deteriorada.

—Muy atrás ha quedado aquel centro comercial que hace medio siglo se publicitaba como el Piccadilly londinense en Caracas.

—Me acuerdo de tiendas como «John Michael», «King’s Road», «Le Drugstore», «Vogue», «London W1» que la generación gogo-yeyé…

—Querrás decir la nuestra.

—Sí, la nuestra Gonzalito, frecuentaba en aquella urbe expandiéndose a toda prisa para no perderse nada de la modernidad más puntual y arriesgada.

—Quizás ese fue nuestro error como país: el crecimiento aluvional sin planificación ni tasa, dejando cada vez más atrás a quienes no podían seguir ese ritmo.

—Ello, unido a la inmigración masiva desde las zonas rurales, no solo nuestras sino del continente, sin estudios ni herramientas para ascender en la pirámide social.

—Lo cual no se lograba aquí sin las credenciales adecuados.

—Pero aun así, mediante el trabajo y esfuerzo se podía prosperar con mayor facilidad que en otras naciones latinoamericanas, porque teníamos una economía próspera gracias al petróleo, y el carácter del venezolano siempre fue abierto e inclusivo.

—También fiestero, perezoso y poco dado a sacrificarse hoy para disfrutar mañana, pues el gozo siempre tiene que ser rápido e instantáneo.

—Nunca fuimos un país industrioso, con la excepción del aporte hecho por aquellos inmigrantes llegados a lo largo del pasado siglo huyendo de guerras, genocidios y dictaduras.

—Somos el producto de una naturaleza exuberante y desatada.

—Como nuestras pasiones.

Aquí decidieron dar media vuelta y volver al automóvil, con la preocupación de llegar y encontrarlo desaparecido o desvalijado. Pero nada le había sucedido, tal vez porque también ciertos amigos de lo ajeno participaron en la protesta y estaban ahora recuperándose de la lucha, igual que ellos.

Efectivamente, mucho se encontraba convulsionado y vuelto del revés tras esta primera jornada de desobediencia cívica masiva, como no se había visto desde los disturbios de 2014, cuando los estudiantes lideraron las manifestaciones antigubernamentales, siendo reprimidos y sus dirigentes encarcelados. El panorama lucía ahí muy similar al de dictaduras anteriores, aunque de signo ideológico opuesto, con lo cual si se lograba el cambio de régimen ni siquiera quedarían las importantes obras urbanas y de infraestructura propias del guzmanismo, el castrismo, el gomecismo o el pérezjimenismo. «Únicamente miseria y destrucción constituirán el aporte de estos largos años signados por el odio y los enfrentamientos», pensó Ana Cristina, recuperando con la memoria la ubicación de aquellas tiendas imaginativas del moderno centro comercial, ahora degradado, donde tantas tardes juveniles había pasado comprando ropa y accesorios, al ritmo de los Beatles y los Rolling Stones.

—¿Dónde te fuiste con esta mirada soñadora? Imagino que no será por haberte quedado prendada de la pauperización del centro comercial.

—En parte sí, Gonzalito. Porque en mi memoria todavía puedo verme allí con un mini vestido verde de poliéster y unas maxi botas blancas esperando a que Pablo Luis me recogiera en su Camaro amarillo.

—Todo un cuadro del pop tropical urbano caraqueño.

—Del cual tú no formaste parte pues todavía eras demasiado pequeño.

—Aunque sí llegué a tiempo para comerme un metro de perrocaliente con la noviecita de turno en el «Drugstore» o un banana split con los panas en el «OVNI».

—Nombres de nombres que se me transforman en una montaña de recuerdos difícil de escalar, especialmente ahora cuando tan arduo es el día a día y tan escasos los instantes de dicha.

—Y hablando de dicha, ¿qué tal te va con Troy?

—Justo estaba por llamarlo cuando tú llegaste esta mañana y, como dicen los españoles, se me fue el santo al cielo y no lo hice. Pero hasta ahora no me puedo quejar; lo pasamos bien juntos y nuestra última escapada a Nueva York, poco antes de las fiestas decembrinas, nos hizo mucho bien a ambos, porque nos permitió apartarnos de la rutina y actuar como dos enamorados despreocupados disfrutando sin pensar en el mañana.

—Aunque él no sea husband material.

—Para nada.

—¿Y no te inquieta?

—Más bien me tranquiliza, porque sé que no tengo necesidad de planear un futuro con él. Y eso, a estas alturas, es muy reconfortante, al menos para mí.

—Te entiendo. Aunque yo estoy en lo contrario: me encanta sentirme casado.

—Algún día podrás estarlo por todas las de la ley, como en otros países de Latinoamérica y Europa.

—No tengo muchas esperanzas en ese sentido, Ana Cristina, porque Venezuela ni en dictadura ni en democracia tendrá nunca el temple para reconocer nuestros derechos. Es parte del machismo caribeño, que acepta e incluso participa de la sexualidad con nosotros, pero siempre y cuando ello no se haga público ni se verbalice abiertamente.

—Todo sea por guardar las apariencias.

—De lo cual tanto tu marido como Troy también son culpables.

—Cierto querido. Y ello para no herir a los hijos, cuando sería mucho más honesto enfrentar la realidad, divorciarnos todos e iniciar una nueva vida con la pareja deseada.

—Pero el miedo a las consecuencias siempre es muy poderoso, especialmente desde el punto de vista social, pues las familias suelen ponerse nerviosas cuando alguien de otra especie se mete en su hábitat. Fíjate lo que me costó a mí aceptarme, y eso después de la muerte de nuestro padre para quien enterarse de mi condición hubiera sido la mayor vergüenza.

—La verdad, yo creo que lo sabía, aun cuando no quería admitirlo, ni siquiera a sí mismo. Recuerda cómo mamá no se sorprendió cuando llegaste con tu marido, pues para mí ya lo es, a su casa la primera vez e inmediatamente lo atendió cual si siempre hubiera estado allí. Incluso con más cariño que a Pablo Luis en nuestra mejor época.

—Posiblemente porque ya se había, perdón nos habíamos, liberado de la tiranía del padre, quien siempre administró su castillo cual si hubiera sido un señor feudal. También yo recuerdo la última vez que te puso la mano encima.

—Sí. Estaba por cumplir los dieciocho años y se enteró, por un conocido suyo, de que yo andaba ya con Pablo Luis, porque el hombre nos vio salir de un motel en el Rosal.

—Me pregunto igualmente cómo los vio.

—Porque ese señor andaba en ese mismo motel con una querida, aunque luego nos lo encontráramos los domingos con la esposa y los hijos en la iglesia de Campo Alegre donde…

—(…)

—(…)

—¿Y?

—Disculpa. Me quedé cavilando acerca de esa iglesia. Ha estado sobrevolándome el pensamiento desde hace meses. Iba manejando por allí hace unos meses y, de repente, me acordé de la primera pregunta que me hizo Pablo Luis al conocernos.

—¿Cuál pregunta?

—«¿A qué misa vas tú?»

—¡Ja, ja, ja!

—¿y por qué te causa tanta risa?

—Porque esa pregunta pone punto final a lo arcaico de unos modos de relacionarse marcados por las convenciones que, por suerte, a mí ya no me tocaron; aunque los veía desde la modesta altura de mis años infantiles cual si hubieran sido imposibles de alcanzar, pues aún tenían la aureola misteriosa donde permanecía encapsulada la existencia adulta.

 

El tráfico empezó a densificarse en tanto fueron acercándose a su destino, quedando el auto detenido entre dos calles, donde otros recuerdos y episodios del vivir permanecían suspendidos para ambos a la sombra de árboles y edificaciones. En una bordeada de jabillos Gonzalito recuperó el edificio en el cual residió su primer amante o, mejor dicho, el primero que lo llevó a su casa, cuando él no había articulado claramente aún las directrices de su deseo apuntando, no obstante, en esa dirección desde la infancia. Pero no era nada fácil proponérselo o aceptarlo; especialmente teniendo al cancerbero del padre olisqueando por todos lados a ver si «le hacía agua la canoa», como le gustaba al hombre metaforizar cuando tocaba, siempre muy tangencialmente, el tema si se cruzaba con algún sospechoso de serlo.

En la otra, donde se alineaban algunos samanes, Ana Cristina puso rumbo a las tardes de música, whisky y cigarrillos, que una amiga del colegio organizaba aprovechando las frecuentes ausencias de sus progenitores. De hecho, fue allí, en la terraza de un penthouse ahora visible desde su lugar en el tráfico, donde Pablo Luis le hizo la susodicha pregunta, sellando el destino de ambos hasta el sol y, podría decirse, los nubarrones de hoy.

* * *

El presente relato es un fragmento de la novela inédita «De aquí y de allá»..

_________

*Alejandro Varderi es un narrador y ensayista venezolano. Sus novela incluyen: «Para repetir una mujer» (1987), «Amantes y reverentes» (1999-2009), «Viaje de vuelta» (2008) «Bajo fuego» (2013) y «El mundo después» (2017). Entre sus libros de ensayos figuran: «Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: del barroco al kitsch» (1996), «Anatomía de una seducción: reescrituras de lo femenino» (1996, 2008), «A New York State of Mind» (2008), «Los vaivenes del lenguaje: literatura en movimiento» (2011), «De lo sublime a lo grotesco: kitsch y cultura popular en el mundo hispánico» (2015) y «La pasión de ver: imágenes de la literatura y las artes» (2018). Es profesor de Estudios Hispánicos en City University of New York.

 

1 COMENTARIO

  1. Prosa fluida, diálogos ágiles, frescos pero que al mismo tiempo aportan información y crean ambiente.
    Otra vez más, un regalazo leer a Alejandro Varderi.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.