Escritor del Mes Cronopio

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Bailarina de tropicana

LA BAILARINA DE TROPICANA

Por Umberto Valverde*

«Me voy pa La Habana
Llegué a La Habana
Estoy en La Habana».

Cuando anunciaron que estábamos sobrevolando La Habana, a minutos de aterrizar, me sorprendí porque veíamos una ciudad a oscuras, como si fuera un pueblo, mi corazón latía de emoción, quería ver la luna en el malecón, con el asombro de la primera vez y no con la nostalgia que cantaba Celia Cruz, extraño el sol liviano de tus tardes, las palmas y las playas, y la distancia de un exilio que sería para siempre. A Jaime, como invitado especial, le habían asignado un carro negro, al cual había que ponerle la gasolina. Acompañado de Jorge me esperaba a la salida de emigración. Ya era casi medianoche. Sentí la brisa y la sensualidad de las ciudades que tienen mar.

La segunda noche en La Habana estaba planeada de antemano. Jaime y sus amigos de universidad, que se encontraban invitados para establecer convenios educativos y de apoyos para acrecentar las publicaciones, tanto Jorge como yo, que nos habíamos unido a la visita a una ciudad que se encontraba ligada a nuestra infancia desde que el barrio Obrero de Cali acogió la música cubana y la convirtió en su vida misma, teníamos reservada una mesa en el Cabaret Tropicana.

Antes de salir del hotel bajé al lobby para hablar con los porteros y los de recepción que siempre están bien informados. Uno de ellos me dijo: «Hoy se presenta Van Van en el Palacio de la salsa, llevan más de 8 meses de estar en el extranjero». Eso me quedó sonando porque nunca había escuchado a esta agrupación y se lo comenté a Jaime cuando partimos para Tropicana, ese lugar paradisiaco narrado por Guillermo Cabrera Infante en Tres Tristes Tigres: «¡El trópico en Tropicana! El cabaret más lujoso del mundo», con las deslumbrantes bailarinas de este ensueño del Caribe.
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Éramos un grupo de seis personas y la reserva de mesa incluía la cena. En uno de los acercamientos de los meseros le dije a uno de ellos que cómo se hacía para hacerse amigo de una de las bailarinas. En mi larga experiencia de 15 años viajando por Suramérica sabía que toda la clave para hacer conexiones la tienen los meseros. Con risa cómplice me indicó: «Mira bien la que te guste, en algún momento ella hará un descanso en la coreografía y debes invitarla a estar contigo después del show». Así lo hice y así mismo funcionó. Apenas se terminó el espectáculo vino a la mesa y me saludo: «Yo me llamo Diana».

—Diana, la cazadora.

—Diosa de la luna.

Reímos, así lo decía la mitología.

La invité a una copa, me presenté y le sugerí: «Hoy se presenta Van Van en el Palacio de la Salsa, queremos ir pero tenemos temor que esté muy lleno y no podamos entrar». Diana de inmediato lo aceptó como un reto y una invitación. Me aseguró que ella conseguiría la mesa y atención.

—Déjame eso a mí, la noche habanera es lo mío.

Esperamos como diez minutos en la puerta hasta que Diana nos guió entre un infierno de gente mulata. Había conseguido una mesa a diez metros de la tarima. Cuando salió Van Van, la orquesta de Juan Formell, con una canción que los distingue, Que le den Candela, esas negras habaneras, con esos traseros redondos, se pusieron a bailar tanto en el piso como encima de las mesas. Era como un frenesí y se insinuaban con sus movimientos frente a Pedro Calvo el cantante de Van Van, que decía: «cuando siento los tambores mi cuerpo empieza a vibrar, yo soy normal, natural, ahí na má».

Terminó Van Van, en nuestra mesa no sólo estaba Diana, sino que ella había invitado a otras mulatas para mis amigos. Ellos se cansaron y Jaime se fue con su grupo, además de Jorge. Jaime me preguntó: «Te vas a quedar solo? No es conveniente, ¿tú no conoces La Habana?». Me despedí de todos diciéndoles que no había problema. No conocía pero me sentía seguro, a diferencia de la última vez que visité Río de Janeiro, donde todo el tiempo en el filo de la noche sentía un cuchillo sobre mi espalda.
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Más o menos sobre las tres de la mañana le dije a Diana que nos fuéramos para el hotel Nacional donde estábamos hospedados. Me miro como si fuera algo previsto. Me pidió acercar a una prima hasta su casa, en un taxi pirata que ella había conseguido. Sabía que era una obligación inscribirla en la recepción oficialmente. Todas estas medidas venían de mis continuos viajes por Suramérica y también por Estados Unidos.

Cuando subimos a la habitación, con una vista hermosa sobre el Malecón, abrí la nevera y destapé dos cervezas Heineken. Se la abrí y me acerqué para abrazarla y besarla. La miré a la cara y le dije:

—¿Cómo vamos a arreglar?

Con una falsa indignación me respondió:

—Chico, ¿cómo me puedes decir eso? Lo que yo te he dado en esta noche es amistad y eso no se mide en dólares.

—Con pragmatismo, tranquilo, decidido, inquirí:

—Cómo lo vamos a definir. Todo tiene un precio, es mejor hablar claro para evitar equívocos.

—Bueno, chico, si tú lo llevas a ese terreno, digo que un amigo europeo hace algunos días me regaló 150 dólares, pero 100 tampoco estarían mal.

Había pensado en darle 50 dólares. Había investigado con los meseros los precios y estaba seguro que los aceptaría. Dentro de mí pensé, seré un poco más amplio.

—Diana, son casi las 4 de la mañana y te daré 80 dólares, eso es lo justo en estos casos.
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Diana me miró y me soltó esta frase:

—Tú eres un descarado.

De inmediato, se quitó la ropa, se tomó un sorbo de cerveza y se fue al baño a ducharse. Yo abrí otra cerveza. Cuando salió, cubierta por una toalla, me acerqué a ella, la abracé, le acaricié sus nalgas redondas y macizas, imponentes, y la llevé a la cama. Con voracidad buscó mi miembro. Estaba feliz, primera noche en La Habana en mi vida, con una bailarina de Tropicana, creí que sonaba La glorias eres tú, ese viejo bolero de José Antonio Méndez.

Cuando lo hicimos y quedamos complacidos eran casi las 6 de la mañana. Diana se cubrió con la sábana en actitud de dormirse.

—Diana, tienes que irte. Siempre duermo solo. Fue muy chévere conocerte.

Entre indignada y brava, me dijo: «Quería quedarme. ¿Me vas a hacer esto?».

Me tomé la primera pasta para dormir y destapé otra cerveza.

—Vamos, te acompaño al lobby y arreglamos con el taxista. Ella se vistió y buscamos el ascensor sin musitar una sola palabra.

Apareció un taxista y le pagué por anticipado.

—¿Puedo buscarte mañana en Tropicana al final del show? No me mires con esa carita, mañana la pasaremos mejor y seremos más felices que hoy.

—Tú eres terrible.

Me clavó sus dientes en mi labio inferior, traté de retener sus labios pero se resbaló, con una coquetería inmensa.

De inmediato, me tomé el segundo Somese y me dormí.

Al otro día fuimos a caminar por el centro histórico, cuando pasamos por el hotel Los dos mundos, donde vivió Ernest Hemingway, me quedé paralizado. Escuché una charanga de ancianos en una esquina, una niña de 7 años nos bailó danza clásica en las gradas del Capitolio, un trío cantaba los sones de los Matamoros. Avanzamos hacia la Bodeguita del Medio, donde me tomé el primer mojito y se me inundaron los ojos de lágrimas. Almorzamos una carne desmechada y regresamos al hotel abrumados por el calor y la calentura de dos mojitos en nuestra cabeza.

Adriana, una caleña residenciada en La Habana, a quien le anunciamos nuestra llegada ya nos esperaba acompañada, nada menos que con Estanislao Sureda, Laíto, cantante de la Sonora Matancera, uno de mis propósitos al llegar a La Habana en julio de 1994. Con esta entrevista culminaba un largo trabajo de años, que me permitiría la publicación de mi libro En memoria de la Sonora Matancera, un compendio de conversaciones con treinta cantantes y músicos de la famosa agrupación.
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Con más de 80 años, Laíto era un viejo alto, blanco, de bigote refilado, alterado por la situación económica que afectaba a todo el país, en un momento difícil llamado el Periodo Especial. Cuando lo invitamos a tomar cualquier cosa, pidió café, casi en voz alta para que lo oyera la vigilancia.

—Hace mes y medio que no puedo tomarme un café.

—¿Ahora qué hace?

—Ya me jubilé. La música aquí es un desastre. A veces toco con la Gloria Matancera, pero nada es fácil.

Jaime le ofreció un café con ron. Laíto no se cambiaba por nadie.

—Si no hubieran ocurrido las cosas que pasaron, todavía estaría con la Sonora.

—¿Por qué sales de la Sonora Matancera?

—Te voy a hablar con el corazón. Lamento que hubiera ocurrido por una diferencia económica, con el paso del tiempo, el dinero es basura. En cambio, tocar, estar con ellos, es lo que yo quería. Desgraciadamente todos los hombres tenemos un precio. En ese momento de éxito en las giras, yo sentí que estaba obligado a discutir con Rogelio Martínez. Eso me costó la salida. Yo era como un hermano de todos ellos, desde Lino Frías, Nelson Pinedo y Celia Cruz.

Me senté y grabé a Laíto, ese hombre que cantaba «Celia tú eres guarachera, de la guajira te arranco, Celia, pero tú sabes, caramba, ven y canta lo que quieras, guajira, bonita, no me hagas sufrir». Fue emocionante, Jaime le traía más café y ron. Agotado, lo abracé, lo besé en la mejilla y lloré con él. Le agradecí por la conversación. Me subí a hacer la siesta. Era demasiado.

Por la noche nos fuimos en busca del bar Floridita, en la esquina de Obispo y Monserrate, este lugar histórico fundado en 1817, llamado la Cuna del Daiquiri, el trago preferido de Ernest Hemingway, uno de nuestros maestros más amados de la adolescencia, que me deslumbró a los quince años con El viejo y el mar. Los biógrafos dicen que Hemingway se bebía más de una docena de daiquiris en una tarde, en la esquina donde se hacía, en la primera butaca de la izquierda.
(Continua página 2 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. Buena historia..que bueno conocer la Habana y sus lindas mujeres….vivir una historia algo parecido a lo que viviste.

  2. (H) Umberto… te fuiste a comprar carne a la Habana… despreciando el producto nacional… porque el resto…ni chicha ni limoná

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