Literatura Cronopio

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Jugando en la universidad videojuegos y academia

JUGANDO EN LA UNIVERSIDAD: VIDEOJUEGOS Y ACADEMIA

Por Gabriel Saldías Rossel*

Hace un tiempo le comenté a un colega académico que las mejores novelas que he leído en los últimos años las he jugado. Me miró con escepticismo. Cuando le aclaré que pensaba que los mayores logros narrativos del último tiempo estaban en los videojuegos, al menos de forma potencial, esa estupefacción inicial se volvió condescendencia. «Dices eso porque no has leído a X o a Y», fue la respuesta de alguien que actualmente termina su tesis de doctorado en comics.

Y es que aparentemente las «novelas gráficas», polémico epíteto que es y ha sido discutido en varias ocasiones, gozan de más prestigio académico que los videojuegos. No se trata de un suceso extraño; después de todo los comics comparten el mismo medio físico de los libros y la forma de acceder a estos, al menos en un nivel extraliterario, es similar. Esto explica que sea posible encontrar departamentos y programas universitarios para pregraduados y postgraduados que se centran exclusivamente en el análisis de cómics, como el ofrecido por la universidad de Dundee en el Reino Unido o el Cartoon Studies Centre en Vermont. ¿Por qué resulta tan complicado encontrar una visión analítica similar desde las humanidades hacia los videojuegos? Las causas son múltiples y, aunque han sido examinadas ya por parte de académicos angloparlantes, la difusión de sus conclusiones ha tenido poco espacio en el mundo hispánico, por lo que nos avocaremos a ello en este breve ensayo.

El primer problema para el estudio sistemático de los videojuegos es su «juventud». Los juegos, per sé, así como la actividad de «jugar» y lo que esto implica para los seres humanos, han sido estudiados largamente por las ciencias sociales durante todo el siglo XX. Los videojuegos, como medio capaz de expresar sentidos y significados más allá de la simple experiencia del «disfrute», solo a partir de finales de los 90 comenzó a despertar interés en el público académico de las Humanidades.

Si trazáramos la línea cronológica de los videojuegos esta comenzaría en 1958 con el primer programa computacional recreativo (Tennis for Two), pero para hablar propiamente del producto «videojuego», tal como lo entiende la lógica del mercado capitalista que lo vio nacer, debemos marcar el inicio en 1972 con el nacimiento de la Magnavox Odyssey, Atari y el famosísimo Pong.

A partir de aquí, la historia de los videojuegos, si bien breve, se vuelve intensa y vertiginosa. Renovaciones, quiebras, estafas, proyectos fracasados e ideas millonarias se agolpan y suceden unas a otras en un brevísimo lapso de apenas 40 años. El análisis de esta historia revela los movimientos intempestivos y cada vez más explícitos de un mercado que durante las décadas siguientes no haría más que crecer y crecer. Así, estamos entrando recién en el momento histórico en que los videojuegos se han socializado lo suficiente como para despertar interés más allá del de los consumidores habituales y los productores de la industria.

Trabajos como los de Aespen Aerseth, el ludólogo Jesper Juul, y los pioneros Janet Murray y Henry Jenkins, han ayudado a resaltar la capacidad mediática de los videojuegos para transmitir contenidos y estructuras formales y temáticas relevantes para las humanidades, lo que sin duda ha llevado a interesantes debates dentro del área. El más importante, denominado el debate entre ludología, («ciencia del juego») y narrativa, busca determinar hasta qué punto los videojuegos son capaces de reproducir o inventar sistemas narrativos propios y complejos, y en qué medida funcionan (o simplemente se limitan a funcionar) como productos de entretenimiento.

Esta discusión, que básicamente gira en torno a los límites del nuevo medio y a la definición de sus capacidades intrínsecas, muestra el apenas larvario estado de la cuestión académica en relación a los videojuegos. Si bien los trabajos de Murray en torno a la realidad virtual (1997) y la teoría de la transmedialidad de Jenkins (2003) han servido para otorgar unas luces iniciales respecto a las posibles capacidades del medio, aún no existen verdaderos consensos que permitan hablar de una teoría unificada como sí sucede con el teatro, el cine o, incluso, los cómics. Ni siquiera existen convenciones adecuadas para denominar «tipos» de juegos y la mayoría aún no distinguen las sutiles diferencias que el mercado, mucho más atento a la hora de marcar sus productos, ha ya estampado en la industria.
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Un segundo problema, derivado del anterior, tiene que ver con la forma en que los videojuegos son percibidos socialmente. Muchos estigmas y prejuicios sociales, principalmente ligados a la violencia o a la exposición de temas sensibles a audiencias infantiles, han resultado frecuentemente en diversos tipos de censura alrededor del mundo (la franquicia Grand Theft Auto de Rockstar es prácticamente un mito en Australia). La academia también se ha resistido a aceptar las capacidades del nuevo medio para para producir material literario de importancia.

Dado, quizás, a que se trata de un medio audiovisual y que gracias a los avances de la tecnología los videojuegos han podido crear obras cada vez más complejas en lo que a gráficos y sonido se refiere. Casi todo al que se le pregunte admitirá que existe potencial en el medio para representar obras de calidad estética o artística importante. ¿Por qué no pensar lo mismo de lo literario? A mi parecer la raíz del problema está en la absoluta lentitud de la academia humanista para superar los prejuicios de su plataforma lecto–escritural (salvo por los incipientes pero aún minoritarios esfuerzos de los especialistas en literatura digital). Se trata de un conflicto que tiene dos aristas: primero, y a nivel general, la que se refiere a la forma en que el mercado y los consumidores han «determinado» la producción de videojuegos y, segundo, el problema de la interactividad o el acceso al medio.

El explosivo crecimiento de la industria de los videojuegos a partir de la década de los 80 clavó en la memoria colectiva los prejuicios mercantiles que han determinado, en gran parte, la dificultad de apertura del medio en las corrientes académicas. Los videojuegos aún son pensados como productos exclusivamente diseñados para niños o audiencias infantiles y muchos piensan que a raíz de esto es imposible que exista una verdadera profundidad narrativa o incluso estética en sus propuestas.

Esta crítica, además de tremendamente ignorante tanto del medio como de su historia, parte desde un problema terminológico: aún si admitiésemos ese falso «determinismo de mercado», que aparentemente cristaliza los medios en su peor y más básica función posible, tendríamos que señalar que se trataría de una enfermedad propia no del medio, si no de aquellos que lo utilizan y consumen. En otras palabras, se trata de un problema cultural, no mediático.

El principal objetivo de los videojuegos es y siempre ha sido, efectivamente, entretener. Sin embargo, a medida que el tiempo ha pasado y la industria se ha diversificado, el concepto de «entretención» también se ha ampliado. Juegos como Dear Esther (2008), Kentucky Route Zero (2013), To The Moon (2011), Papers, Please (2013), Gone Home (2013), solo por nombrar unos pocos títulos recientes, se alejan enormemente de lo que el público profano entiende como «entretención» y muestran claramente cómo el descubrimiento interactivo de la narración puede, en sí mismo, ser un proceso placentero, lo que abre las puertas a un sinnúmero de inter–narraciones posibles que solo pueden existir en un medio como este.

Como contrargumento se ha señalado que esto es solo característico de una minoría de juegos, generalmente independientes, mientras que la mayoría continúan priorizando la acción sin sentido por sobre cualquier tipo de expresión literaria o artística. Hoy por hoy en que la audiencia general se ha vuelto tan familiarizada, crítica y exigente con los productos en el mercado es casi un requisito que todo juego tenga al menos algún tinte de historia tras su jugabilidad, lo que ha obligado a los desarrolladores a trabajar con tropos y estructuras narrativas que, a su vez, no hacen más que ampliarse con el tiempo.
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Un ejemplo notable lo podemos ver en la evolución del género RPG. En un inicio se trataba de aventuras lineales, generalmente ambientadas en espacios de fantasía, en donde un personaje debía superar una serie de obstáculos para volverse más fuerte y lograr un cometido heroico (Ultima [1980], Wizardry, [1981]). Esta convención occidental fue luego ampliada por los RPG provenientes de Japón (JRPG) que integraron no solo nuevos elementos estructurales a las ya conocidas fórmulas, sino que en muchos casos ayudaron también a actualizar la jugabilidad —el paso de luchas por turnos a acciones en tiempo real es un ejemplo clásico de esto— (Final Fantasy [1987], Dragon Quest [1986]).

Una nueva reforma volverían a ver los RPG occidentales a principios y mediados de los 90 de la mano de la idea del «sandbox» o «caja de arena», que como su nombre sugiere, buscaba otorgar a los jugadores múltiples posibilidades narrativas de acceder a la historia principal de acuerdo a sus propios deseos, otorgando más elementos interactivos además de la historia principal. La saga Mass Effect (2007 – 2012) y The Elder Scrolls (1994 – 2014) son claros ejemplos de este último modelo que aún hoy sigue vigente. Por último llegamos al modelo de los RPG masivos online (MMORPG) que siguen el principio del sandbox, pero en espacios virtuales de interacción humana. Aquí las posibilidades de evolución narrativa son literalmente infinitas, pues es la propia interactividad la que va fraguando el destino del mundo virtual en que todos los personajes habitan.

Superados los prejuicios propios de la ignorancia sobre las facultades del nuevo medio, queda un último y muy interesante problema que revela todas las potencialidades aún por descubrir de los videojuegos: el problema de la interactividad o el acceso al producto. Aerseth llama a este tipo de textualidad, «literatura ergodica», es decir, literatura que requiere participación por parte del lector para ser efectiva. El debate entre ludología y narratividad ha atendido a esta discusión desde el punto de vista del producto, intentando descifrar si estamos exclusivamente ante un juguete, un libro, una película o algo en medio.

A mi juicio ambas visiones pecan de no reconocer al medio la independencia que, paradójicamente, le reclaman. Ni las reglas narrativas ni las reglas ludológicas son absolutas para los videojuegos, pues estos resultan demasiado vastos y mutables como para ser generalizados. Cada nuevo avance en la tecnología abre nuevas puertas que tanto la jugabilidad como la narratividad exploran igualmente y que modifican lo hasta entonces conocido. Considerando que la vida útil de una consola de videojuegos en la actualidad rara vez supera los 5 años, los estudiosos de los videojuegos deben estar siempre muy despiertos y al corriente de lo que sucede en la industria para no volverse anacrónicos. Esta es la principal causa de que muchos artículos, en torno a los videojuegos, se vuelvan obsoletos en cuanto ven la luz, pues el medio es tan mutable y veloz que no bien se ha declarado una convención, ya se ve derogada con la siguiente generación de tecnológica.
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Hacer teoría de videojuegos es aceptar la transitividad del medio y su eterna renovación, a veces incluso contradictoria (la fatal incursión de Nintendo en la realidad virtual se convirtió en una parábola de cuidado para todo el que quisiera intentar un proyecto semejante en el futuro) e indudablemente ceñida al modelo de mercado capitalista. Actualmente, por ejemplo, se ha popularizado el modelo de entrega «por capítulos» de diferentes franquicias. Antaño esto funcionaba bajo el modelo de las secuelas, por lo que cada componente físico (disquete, casete, CD, etc…) equivalía a un producto narrativamente cerrado, es decir, incapaz de seguir evolucionando más allá de sus propios límites programados. Terminada la historia se terminaba el juego, algo que se transmitía perfectamente en la expresión juvenil de «darse vuelta» un determinado juego.

Bajo el modelo de entregas por capítulo, potenciado también por el afán mercantil del DLC (dowloadable content), las narrativas presentes en los videojuegos se vuelven extensiones discursivas potencialmente infinitas, no atadas ya a ningún constreñimiento físico. Ya no es posible «darse vuelta» juegos que no terminan, sino que continúan ad aeternum hasta que el mercado ha decidido que ya nada más se les puede exprimir. Esto es solo más explícito en productos pensados para ser jugados en línea, pues en ese caso el contenido está siempre siendo renovado, lo que da al mundo ficcional un dinamismo cada vez más grande y difícil de capturar por las simples técnicas narratológicas. Así, para afrontar productos como los desarrollados por Telltale Games, The Walking Dead (2012) y The Wolf Among Us (2013), los teóricos debemos estar muy despiertos a las formas en que el mercado condiciona y la tecnología amplía las experiencias narrativas que como jugadores estamos viviendo.
(Continua página 2 – link más abajo)

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