Literatura Cronopio

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En lugares

EN LUGARES

Por Aldo Rosales Velázquez*

[x_blockquote cite=»José Revueltas, Los muros de agua» type=»left»]En las tardes de llovizna ligera, cuando llueve con sol —y pagan los avaros, se dice— la tierra comienza a despedir un olor fresco, un olor vegetal de cortezas jóvenes y tallos vigorosos. Entonces los automóviles de la ciudad caminan más despacio, voluptuosamente, y de sus neumáticos surge un ruido favorable, descansado, inactivo y dulce. Es el rumor del agua viajera, sin fango, sin malos propósitos, que baja de las nubes inocentes con el solo fin de dar más luz a la ciudad y acentuar sus tonos claros, sus imposibles cercanías.[/x_blockquote]

[x_blockquote cite=»La ley, Tanta ciudad» type=»left»]Santa ciudad, Suburbia cuando faltas tú. Suburbia, tanta ciudad y me faltas tú. [/x_blockquote]

* * *

Pienso en la relación que un maestro de la carrera —maestra, de hecho: la de literatura hispanoamericana— hizo entre texto y lectura: un texto contiene varias lecturas, casi infinitas, dependiendo quién, cuándo, cómo y por qué lo lea. Lo mismo, creo, con las ciudades. Esa aglomeración de edificios, de calles, de callejones y de personas que han dado por llamar ciudad, contiene infinidad de ciudades, dependiendo quién, cómo, cuándo y por qué la recorra.

Por ejemplo, hace un par de años le pregunté a mi hermano dónde quedaba una dirección, no recuerdo cuál, pero sí me acuerdo de que más o menos ubicaba el lugar; sólo buscaba certeza. Él me dijo el metro más cercano, el nombre de las calles aledañas y un par de referencias más.

—Ah, ya, ahí cerca está el local donde venden tal cosa (yo).

—No seas (inserte aquí las groserías) te estoy diciendo que entre la calle tal y tal, cerca del metro tal (él).

—Sí, eso ya lo entendí, pero ahí también está ese local que te digo.

—Ah, no sabía. Bueno, por ahí. ¿A poco ahí venden eso?

—Sí, te estoy diciendo, pero como eres un (inserte aquí también las groserías, de mayor calibre, de preferencia), no me haces caso. ¿No lo has visto? Atrás del otro local.

—Ah, es que yo siempre paso por ahí, pero en el transporte, nunca me he bajado.

Como la obra infantil de Carballido, donde un grupo de ciegos tocan un elefante y no logran llegar a un acuerdo sobre la fisonomía del animal, porque cada uno tocó una parte diferente. La ciudad es un enorme elefante de piel de smog (que contiene, a su vez, innumerables elefantes blancos).

Una ciudad, distintas ciudades dentro de la misma. Un párrafo enorme de construcciones, de asimetrías, donde yacen mil lecturas, dependiendo, empero, quién, cuándo, cómo y por qué se aventure en ella.

I

Hay, según veo, cuatro opciones cuando se trata de recorrer la ciudad: transporte público, automóvil, bicicleta y por aire —en helicóptero o avión, porque los índices de contaminación han resultado ser peligrosos, incluso mortales, para dragones y pegasos— y cada una de éstas tiene sus características propias y sus ventajas y desventajas. Pensemos en ellas como herramientas: uno no se dispone a cortar metal con un desarmador, ni piensa en pulir madera con un vernier o una regla. Así, pues, cada manera de recorrer la ciudad es única, y se necesita de cada una de ellas en distintos momentos, o para obtener diversas tomas, diversas experiencias, de la ciudad.

Hace años, muchos ya, cuando mi mamá tenía una tienda de abarrotes, una de mis distracciones durante las largas jornadas de venta era platicar con los repartidores. Uno de ellos, el que llevaba los productos de limpieza —no diré la marca porque no llegamos a un acuerdo en cuanto a las tarifas de publicidad— insistía sobre las ventajas del transporte privado sobre el público, mientras que yo, matamoscas en mano, jugaba la férrea parte de la oposición. Era un debate que sosteníamos acaloradamente, aunque de manera inofensiva, de vez en cuando. Entre las ventajas que yo mencionaba se encontraban la posibilidad de dormir en el trayecto, y así recuperar las horas perdidas de sueño. Además, le decía siempre, más de la mitad de frases obscenas de mi repertorio las debía al lenguaje de los choferes o, en su defecto, de los pasajeros; eso sin contar las inscripciones hechas a plumón en las paredes del vehículo. Imagínate esto, le decía, vas por tal avenida y de pronto te encuentras un embotellamiento. Si vas en tu propio carro tendrás que estar ahí hasta que las autoridades satisfagan las demandas de los manifestantes (que siempre piden, según tengo entendido, gases lacrimógenos, agua a presión y golpes, porque en cuanto se les proporcionan estas cosas terminan por irse a sus casas, o a la delegación a agradecer en persona al jefe policial). Si vas en transporte público no tienes que esperar, te bajas y buscas otra ruta, y dejas el camión como las víboras dejan la piel. En fin, que luego de mucho discutirlo acordamos que cada cual tiene sus ventajas y desventajas, y que depende mucho de lo que se necesite hacer. Además, me dijo, yo me meto al carro, subo los vidrios, prendo mi música y me olvido de lo que hay afuera. Entonces no conoces la ciudad, sólo sus calles, pensé en decirle, pero nunca lo hice.

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II

Si uno quiere andar por el centro, en las calles aledañas a Palacio Nacional (se tome el rumbo que se tome, ya sea a Isabel la Católica, rumbo a Eje Central, dirección a Lagunilla y Tepito) no es muy recomendable andar en carro; como reza el adagio oriental, un carro en dichas zonas (sobre todo en Tepito y Lagunilla, donde los puestos se han robado la banqueta, como las señoras que se guardan sobres de maicena bajo las enaguas en los supermercados), un carro, digo, es como un toro en una cristalería.

Dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, rezan las leyes de la física, aunque en el transporte público a veces esa ley parece no existir. Si se trata de apretujones, de hacinamientos y similares, traslademos ahora el pensamiento, por un segundo, al metro. Quienes saben viajar en metro, los verdaderos expertos, han adoptado una maleabilidad que en mucho se parece al agua. Se colocan a orillas de la puerta, esperan a que bajen los pocos que van a bajar y luego, sin más, dejan el cuerpo laxo, flexible, y permiten que los demás usuarios los arrastren al interior. El verdadero usuario de metro, al que ya no asustan ni las más grandes estampidas ni los bocineros o faquires, ha desarrollado una especie de aikido de transporte público: aprovecha la fuerza del rival en beneficio propio.

Es benéfico también, lo sé, adoptar técnicas de meditación cuando se viaja en metro, y considerar que todos somos uno mismo, que somos pétalos de una misma flor. Si se logra, si se perfecciona esta técnica, los viajes en metro, sobre todo en hora pico —y más en las estaciones del centro— se hacen más llevaderos: uno puede creer que ese sudor en la nuca es el propio y no el del oficinista de atrás, que ese aroma a vísceras herrumbrosas se escapa de la propia boca y no de la del empleado de limpia, o que esa mano en las posaderas es otra de nuestras manos.

Volvamos a las calles, para que se disipe el sentimiento de claustrofobia. Andar por las calles del centro es lo más benéfico, según yo, si se quiere conocer, en verdad conocer, la ciudad. Además de las obvias razones de espacio, recorrer el centro de la ciudad a pie permite conocer los detalles que, desde el transporte público o el auto, son simple y sencillamente invisibles. Que el Pollo ama a Raúl, digamos, o que Mariana privilegia tal o cual posición amatoria, son aforismos de baño público o de banca de la Alameda que uno desconocería si viajara en algún vehículo, terrestre o aéreo (si nadie estuvo ahí para leerlo, la inscripción que dice «Alberto Trejo es pasivo», ¿realmente existió?).

La caminata por la ciudad sería, en lenguaje cinematográfico, el zoom. En ella se aprecian los detalles, los pequeños puntos del tejido de la ciudad. Por ejemplo, si uno camina desde la plancha del Zócalo hasta el Teatro del Pueblo, notará que en una de las calles intermedias hay una vecindad de aspecto viejísimo, sostenida, al parecer, sólo por el polvo. O notará que han remodelado la librería Porrúa. Podrá ver los innumerables negocios que se albergan en edificios que, estoy seguro, violan más de diez reglas de seguridad, atendidos, además, por gente de aspecto torvo; detalles, donde dicen que el diablo está, y uno lo cree cuando siente la mirada de los tatuadores que se hallan en contra esquina de Templo mayor. Esta ciudad, que es la que construimos los que la recorremos a pie, una ciudad entretejida con punto fino, es la que no se aprecia a una velocidad mayor que la de la caminata.

También es posible, y menos engorroso que el auto, recorrer el centro en bicicleta, y ello permite apreciar ciertos detalles que ni el carro ni la caminata dan; ya no es, sin embargo, un método seguro de paseo: quien anda en bicicleta por la ciudad sabe que su llanta delantera y trasera son cargadores de un revolver en el que constantemente se juega a la ruleta rusa. Lo mismo aplica para las motocicletas, y son estos dos vehículos los que normalmente usan los repartidores de comida y servicios para proferir una herida de distancia en el cuerpo de la ciudad. Entonces, si la caminata sirve para recorrer espacios imposibles para el auto, pero no es tan útil si se trata de trasladar mercancías, la motocicleta y la bicicleta son la opción perfecta, un correcto sincretismo entre accesibilidad y la capacidad de recorrer distancias considerables, mercancía a cuestas. Los repartidores, como ya he dicho, los mensajeros y los policías dan fe de que dos ruedas son mejor que cuatro cuando se trata de avanzar en el caótico tránsito de la ciudad. Aunque, justo es decir que, dependiendo de la cantidad y volumen de la mercancía, el automóvil se antoja la única opción; lo mismo con el tipo de mercancía (imaginemos a un hombre que desea la compañía de una dama de las que tantas hay cerca de metro Revolución, que toma su bicicleta y, luego de pagar la cantidad acordada, sube a la mujer a los diablos y pedalea hasta el hotel más cercano: imposible).

III

Me gusta recorrer la ciudad, ya lo he dicho, y disfruto de los callejones y pasillos que nacen entre un edificio y otro en el centro del DF, pero a veces, cuando no se desea la compañía de mucha gente, o se requiere más aire para lograr un sentimiento de holgura, confieso que el sur de la ciudad, cerca de la Colonia Narvarte y zonas aledañas, es mi primera opción. Si se viene del Estado de México (y uno llega por medio del tren suburbano, como es mi caso) hay dos opciones para llegar a dicho lugar: el transporte privado o, para los que no tenemos auto, el metro o el Metrobús (se puede hacer el recorrido en bicicleta o a pie, aunque no es tan fácil como suena). Debo decir que prefiero el segundo, por la simple y sencilla razón de que éste tiene más aire y luz que el primero, y que, además, cuenta con la ventaja de los paisajes (un hombre que ha recorrido durante diez años el DF, siempre en metro, ¿en verdad conoce la ciudad?).

Aunque hay horas en las que se antoja más fácil ver un dodo conduciendo el Metrobús que hacerse de un asiento, a veces es posible sentarse y recorrer la avenida Insurgentes con la mirada en la ventanilla del Metrobús y los pensamientos en otra parte. Después de la zona cercana al centro de la ciudad, hablo de la estación Plaza de la República, viene la Glorieta de Insurgentes, esa enorme araña de luces y piedras de todo tipo, que contiene, a su vez, gente de las más distintas esferas socioeconómicas y adscripciones sexuales y culturales. Aquí la ciudad comienza a abrirse, la aglutinación del centro va quedando en los espejos retrovisores del vehículo en cuestión; el riesgo de infarto de la ciudad se ve ya como algo lejano.

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Se llega a la estación la Bombilla, luego de avanzar por algún tiempo, y entonces, al menos para mí, empieza esta otra ciudad (ya habíamos dicho que una ciudad es muchas ciudades; como cuando llueve, y en cada gota, por un segundo, hay otra ciudad, la misma, aunque distinta), la que permite relajarse, la que es posible recorrer en auto, en bicicleta o a pie, y apreciar distintos detalles en cada una de las tres. A mí me gusta recorrerla a pie, lentamente, con la mirada no horizontal, sino errática, imprevisible; nunca se sabe lo que habrá por ahí. Aunque en realidad, a veces, cuando se recorre una ciudad, o un lugar (al menos en mi caso) lo que se recorre es la vereda interna, las calles de uno mismo: se vuelve al lugar que se añora o que nunca se tuvo; la ciudad, las calles, como lugar liminal, las aves como bisagras de puertas hechas de aire y cosas rotas que llevan, siempre, a otro lugar. A veces voy hacia Miguel Ángel de Quevedo, y entro a las librerías a hojear (ojear) los libros, otras bisagras de otras puertas. O, por el contrario, se puede ir hacia San Ángel, en dirección opuesta a donde quedan las librerías, y llegar a ese pueblo que parece no querer hincar la rodilla frente a la modernidad y se viste con piedras y argamasa, donde las calles son de rocas y no de asfalto (hay un dolor, pequeño pero aun así dolor, al caminar sobre este tipo de calles, más aún si se hace con zapatos de suela delgada; este tipo de detalles son los que escapan a quien recorre la ciudad en auto porque, para mí, recorrer la ciudad en auto, y más a una velocidad considerable, es como tragar sin masticar, sin oler la comida).

Un par de estaciones después de la Bombilla (hablo, por supuesto, de las estaciones del Metrobús) cuando se viaja en dirección al Caminero, viene Ciudad universitaria, una ciudad dentro de otra ciudad; ondas en el agua, una circunferencia más en la telaraña; pequeñas muñecas rusas. Esta ciudad, como la que la contiene, posee sus propias maneras de recorrerse, en auto, a pie o bicicleta. Ciudad universitaria se recorre de otra forma, tiene sus propios ritmos, sus propias pulsaciones y, como ya he dicho, aunque acepta el paseo en carro, la bicicleta y la caminata son las mejores opciones. Quienes han estudiado aquí concuerdan en dos puntos: que es ideal para relajarse pasear por las áreas verdes y que los tacos de canasta son el alimento base de los universitarios; los vendedores de esta especie de tacos (porque hay más variantes de tacos que variantes dialectales en la ciudad, creo), siempre en bicicletas, se pueden percibir a cierta distancia (tanto olfativa como visualmente); recorren CU de la misma forma siempre, en bicicleta. Como ya decía antes, la bicicleta es camaleónica y danza —rueda— con libertad entre los vehículos motorizados y el andar a pie. Me atrevo a decir algo: la ciudad que ellos se han construido, sobre sus bicicletas y con la venta en la mente, es diametralmente opuesta a la que se construyen los estudiantes, a pesar de estar construida con las mismas piezas arquitectónicas y las mismas áreas verdes.
(Continua página 2 – link más abajo)

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