Periodismo Cronopio

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CHINA YA NO ES SOLO UN CUENTO CHINO

Por Eduardo Espina*

I

La noche antes de la partida tuve serios problemas para dormir. La duración del viaje, interminable, me impidió estar de acuerdo con los versos atinados del poeta argentino Alberto Vanasco respecto a que lo más hermoso de los viajes son los preparativos. La ansiedad previa a un viaje largo puede ser devastadora, casi la misma que ha de tener el día antes de la boda una novia cuando no está muy convencida de que quiere casarse, o bien quiere casarse con otro. Ya de solo pensar en el itinerario que tenía por delante quedé agotado apenas desperté, luego de unas breves horas de sueño. Entre Houston y París tenía 11 horas de vuelo. Luego, seis horas de espera en el aeropuerto Charles de Gaulle, y después, otras 11.20 horas entre París y Beijing. Y al llegar, cinco horas más de espera en el aeropuerto de la capital china, antes de pasar otras 3.20 horas encima del avión que me llevó de Beijing a Guiyang, al Sur, pues el destino siempre está al Sur. Y de ahí —porque faltaba aun la posdata del sempiterno viaje—, dos horas y pico en camioneta hasta llegar al destino final, la ciudad de Zunyi. Salí un jueves de Houston a mediodía y llegué un sábado de tarde.

Cuando terminé de hacer las cuentas sobre las horas a transcurrir entre la salida y la llegada al destino final, ya el avión de Air France, excelente aerolínea, volaba brioso en el aire, atravesando nubes y turbulencia, rumbo al lugar que sería otra parte (el comienzo o el fin del mundo, depende). Iba a China invitado por Jidi Majia, el principal poeta chino de la minoría Yi, para participar junto a poetas de Asia, África, Europa y América en el «Foro de Poesía de Guiyang», en la hermosa (fui testigo de su rara belleza sin artificios) y remota región del mismo nombre, donde la vida puede comenzar cada día nueva, sin necesidad de saber lo que pasa en el resto del mundo. Para qué. China es un mundo aparte. Si tuviera 40 años menos me iría a pasar un tiempo largo a ese mundo aparte dentro del mundo, que fue también mi mundo en los años de la adolescencia, cuando las historias fantásticas relatadas por Marco Polo, y otros viajeros y escritores posteriores, se quedaron a residir de manera permanente en mi imaginación, esperando que algún día pudieran ser cotejadas en la realidad. Y ese día había llegado.

Es sábado de mañana. En Beijing amanece. El avión de Air France comienza a descender en un banco de niebla, aunque me doy cuenta enseguida que no es niebla sino contaminación ambiental. Un vaho espeso a la intemperie impide ver a través de la ventanilla el paisaje a la distancia, hasta que el Boeing triple siete desciende aún más y Beijing se muestra como una enorme planicie repleta de opacos rascacielos (si la insipidez se aplicara a la arquitectura, aquí encontraría atinentes ejemplos), hogares de millones de personas que viven entre el hacinamiento y la niebla producida de manera artificial por fábricas y motores de millones de vehículos. Siento una emoción inédita (es el adjetivo correcto para describirla) al pisar por primera vez suelo chino. No sé por qué, pero de pronto me viene a la cabeza un poema de Mao Tse Tung, quien antes de ser líder de millones y enemigo de poetas «burgueses» (a mí me hubiera ejecutado), fue un poeta con algunos poemas fenomenales. El que me viene a la memoria sin haberlo llamado es uno de esos.

Ya estoy en la China, en cuerpo y en imaginación. Tampoco sin saber por qué, siento de pronto un gran amor —no tan instantáneo— por esta nación milenaria que fue protagonista de tantos momentos maravillosos de mi imaginación, en los años cuando la vida creía que todo era posible, porque lo era. La espera para pasar el control de la inmigración china es interminable. Varios vuelos internacionales han llegado casi al mismo tiempo, por lo que la fila es kilométrica. Cuando me toca el turno, el funcionario me hace una pregunta que nunca antes me habían hecho: «¿Por qué está sonriendo en la foto del pasaporte?» Invento una respuesta —estoy en China, de donde vienen los cuentos chinos— y el imperturbable funcionario me obliga a que sonría, para comprobar así —según me dice— que soy la misma persona de la foto. Este es un país diferente, no necesito de mucho para darme cuenta, y eso me hace sentir bien, como cuando leo un poema o un ensayo que me parecen originales.

Un funcionario de aduanas me pregunta si tengo «algo para declarar», le digo que no, que nada, que lo único que traigo en la valija son ejemplares de mis libros para regalar. «¿Libros?», pregunta, y se queda mudo. Me mira serio y en un inglés difícil de comprender me ordena: «Go». Puedo salir. Todos los funcionarios, una cantidad, me miran de adusta manera. Nadie sonríe. Yo, en la foto de mi pasaporte, soy el único que lo hace. Ya estoy «oficialmente» en la China. Como en los vuelos no pude dormir, leí dos libros completos. Aquí vengo a leer un mundo con páginas infinitas que desconozco, aunque mi imaginación cree conocerlo muy bien, y de manera casi acertada, tal como vinimos —mi imaginación y yo— a comprobarlo no muchas horas después.

En la sala de espera, donde van a recoger a quienes recién llegan, me espera mi amigo Huang «Hunter» Shaozheng, quien hizo posible mi viaje. Un gran tipo, un tipo noble, de los que en esta vida vale la pena conocer. Tuvo una vida de película y la próxima vez que vaya a China espero que me cuente todos los capítulos que aun desconozco. Me saluda con una sobriedad que será su característica y me dice que me apure, pues debemos recorrer un largo tramo dentro de la terminal 2 del aeropuerto pequinés hasta llegar a la puerta de embarque de donde saldrá el avión de China Southern rumbo a Guizhou. La novelería de estar en China por primera vez me hace olvidar el cansancio del interminable viaje en dirección opuesta a la lógica. Hunter insiste en que nos apuremos, por lo que los dos vamos corriendo en las primeras horas de un sábado de ficción. Me doy cuenta que estoy en mejor estado atlético de lo que creía. Me siento una especie de Forrest Gump recorriendo la gran extensión de un aeropuerto construido para las Olimpiadas de 2008. No voy a ganar la maratón, pero tampoco voy a salir último. El apuro estaba de más. La empleada de China Southern nos informa que todavía falta para que salga el avión, por lo que tenemos tiempo para tomar un café, si queremos. Pero solo yo quiero. Hunter se queda esperándome en la sala donde embarcaremos. En una hermosa cafetería me siento a tomar un té verde. Miro a través de un enorme ventanal y veo a la China, más cerca mío que nunca, tratando de decirme algo. Pero como lo dice en chino, no la entiendo. Por lo tanto, entre hablar y mirar, me quedo con lo segundo. Puedo ver sin la ayuda de nadie. Son las primeras lecciones de un aprendizaje instantáneo.

El avión de China Southern, la aerolínea china más grande, sale en hora y varios de los poetas invitados viajan en él. La vida es un lugar que viaja, aunque no siempre sepamos a dónde va. Nosotros vamos a la región donde la China solo se parece a la China. Ahí comenzó a planearse y ejecutarse la revolución comunista, y sus habitantes han sido a lo largo de los siglos, durante miles de años hasta hoy, guerreros y poetas, habiendo hecho del arte de las armas y del de las palabras una fusión de idénticos. No solo detuvieron a los mongoles; los hicieron puré. Y después dicen que la poesía no sirve para nada. Aquí nadie se animaría a decir eso. Aquí, afortunadamente, no vemos a molestos turistas sacándole fotos a todo lo que encuentran a su paso. En verdad, durante los días que estuve en estas regiones perdidas en el mapa no vi ni un solo turista extranjero, porque ni siquiera nosotros calificábamos para tales. El vuelo fue tranquilo y el servicio a bordo excelente. Las azafatas parecían venir de varios siglos atrás, cuando en el planeta Tierra los buenos modales no eran una costumbre extinta. Llegamos en hora, constatando algo que había leído tiempo atrás: que las aerolíneas chinas —una cantidad— quieren ser las más puntuales del mundo.

El aeropuerto Guizhou es cuatro veces más grande que el de Montevideo, pero está vacío. Una inmensidad desolada puede presentirse apenas uno mira alrededor. En China, hasta los aeropuertos parecen distintos. Así estén saturados de gente, como el de Beijing, o sin nadie, como este, un sentido de irrealidad los define. Saliendo de la zona aeroportuaria, ya camino a Zunyi, en una camioneta Toyota con aire acondicionado, lo primero que veo son enormes rascacielos semi terminados; gigantescas torres con sus techos tocando las nubes, las que han quedado abandonadas, pues el boom de la construcción fue en la China uno demasiado fugaz, por lo que los rascacielos habitacionales esperan ahora un milagro económico para poder terminar su adolescencia y dejar de sentirse tan solos. Por dentro, su soledad debe ser incluso peor. No es uno ni dos, sino montones. Mis ojos tienen la leve sensación de no haber visto nada parecido. Y menos similares a algo son las enormes montañas verdes que comienzan a aparecer apenas los rascacielos van quedando atrás. Tanta belleza original no podría haber sido mejor planeada por Dios, políglota en esto de los paisajes creados. La mirada y el asombro sienten la necesidad de agradecerle. En este lugar lo exótico y lo civilizatorio conviven por decisión divina. En una libreta que me acompaña a cualquier parte, y donde escribo casi todo lo que me viene a la cabeza, anoto: «China no se parece a nada». Y eso que esto recién comienza.
(Continua siguiente página – link más abajo)

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