Periodismo Cronopio

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II

El deslumbramiento puede tener sinónimos varios. La llegada a Zunyi fue uno de ellos. Me advierten sobre el tamaño de la ciudad, cuyo nombre parece el sobrenombre de una mujer amada: «es pequeña, tiene solo 1.600.000 habitantes». Es más grande que Montevideo, pero en un país con una población de 1.376.049.000 una ciudad situada a 3.20 horas en avión de la capital, y con esa cantidad de habitantes, bien puede calificar para pueblo de provincia. No lo es. Si bien de cosmopolita y turística tiene poco, su historia es impresionante y su presente respira posibilidades. Además, uno respira bien. Aquí no hay contaminación. Por el contrario, es un polo «eco amigable». Los chinos, que podrán ser tercamente empeñosos, pero que de tontos no tienen nada, se dieron cuenta que esta región al final del mapa no podía ser réplica de tantas otras en que la salvaje y proliferante industrialización arrasó con la naturaleza, por lo que convirtieron a parte de la provincia de Suiyang en zona de preservación ecológica, con un rabioso follaje que va del verdor de las montañas hasta las verdes arboledas urbanas, en donde cantan pájaros que nunca antes había visto ni oído. ¿Será alguno de ellos de la familia del que cantaba en el poema chino que leí cuando tenía dieciseis años y que siempre recuerdo cuando veo a un pájaro desconocido trinar? Aquí todo es posible, incluso que los pájaros vengan a traer mensajes de sus antepasados. Los que mi mirada encuentra al paso son torrenteros chicos (también llamados enicurinos chicos), negros con cuello blanco. Para deslumbrar, su belleza no depende del día ni de la hora que sea. Durante el viaje vi casi un montón, siempre de a dos, como Romeos y Julietas que prefirieron seguir vivos.

El hotel donde nos vamos a quedar no es tal cual lo imaginaba, un tres estrellas (con una de ellas impuesta a la fuerza), sino uno «seis estrellas», según me informa el poeta Denis Mair, que desde hace años reside en China, donde trabaja como traductor de libros de arte. Y lo es. Ninguna de sus estrellas está de más, aunque algo está de menos: ni uno solo de los empleados sabe hablar inglés. Pero el resto, habla por sí solo. Todo en la habitación es digital, la luz, el televisor, hasta el teléfono. Me siento, y casi con orgullo, un tercermundista iletrado —en muchas cosas lo soy, honoris causa— cuando debo pedir ayuda a una de las asistentes del festival —una bella muchacha trilingüe— para que me explique cómo prender y apagar la luz del baño, cómo encender el televisor, cómo hacer funcionar el aire acondicionado. Tras media hora de aprendizaje intensivo, siento que puedo pasar los próximos dos días en una habitación tan amplia que, de no estar en un hotel, podría ser considerado un gimnasio privado. Me afeito por primera vez en China y disfruto el agua de la ducha como si Confucio hubiera venido a repetir la idea de Heráclito respecto a que no nos bañamos dos veces en las mismas aguas. Poco debió pasar para sentirme diferente al que era horas atrás cuando el avión de Air France aterrizó en Beijing. Es la primera vez que me baño en un agua milenaria, con tanta historia que ha corrido con ella, por lo que a partir de ahora ya no habrá más primera vez, no al menos como esta. Ya la hubo, y hago el intento para que dure más.

La cena en el restaurante del hotel fue opípara. Hubo no menos de 30 platos diferentes entre los cuales lo único que pude reconocer con la mirada —porque la intervención del gusto vino después— fue el arroz blanco, preparado a la perfección, esto es, logrando que cada grano mantuviera su individualidad, su independencia. Podría calificar a la sopa con fideos gruesos de arroz, especialidad de la región, como espectacular. El comensal puede prepararla a discreción: sin o con picante —un ají rojo considerado el más picante del mundo—, y agregarle todo tipo de exóticas verduras o animales que hasta un día antes habían estado vivos. China es un país donde los animales tienen serios problemas para mantenerse crudos. Para los amantes de las carnes y los mariscos puede ser el paraíso. Solo es cuestión de dar con el cocinero apropiado, y aquí buenos los hay a montones. Conozco cuatro tipo de estilos culinarios chinos —debe haber más pero los que llegaron a Occidente triunfales fueron estos— Sichuan, Mandarín, Hunan y Cantonés; me informa el chef que su especialidad es Hunan. Son sabores efusivos y fusionados con una dinastía detrás, miles de años de intentar la combinación perfecta hasta que salieron varias. Hoy han decidido reunirse sobre la longitud de esta mesa.

Necesitaría una semana (y en cuarentena absoluta) para poder hacer la digestión, pero no tengo tiempo. En un país con tanto tiempo acumulado detrás, esta vez el tiempo es lo que más falta. Apelo a un salvoconducto de la curiosidad, y salgo a conocer Zunyi. Nadie quiere acompañarme pues mañana debemos levantarnos temprano. Es de noche, pero las luces de los comercios la iluminan como el sol de medianoche a Alaska. Camino por una larga calle que me recuerda a la montevideana Avenida 8 de Octubre los días previos a la Navidad. Entro en lo que parece ser un bar y restaurante. Todos son chinos. Raro, nadie me mira. Quizá de haber pasado tanto tiempo en el aire me he hecho invisible. Un hombre me trae el menú. No entiendo nada, algo que ya sabía antes de entrar. Nadie habla inglés ni español. Y yo no hablo mandarín. Vengo a darme cuenta que nunca lo he estudiado. En la adolescencia —época de la vida cuando es tanto y hasta casi todo lo que uno no sabe— debería haber imaginado que algún día llegaría la oportunidad de practicarlo. Puedo imaginar al veneciano Marco Polo en situación similar, intentando darse a entender por señas. Veo que a los parroquianos les sirven una bebida blanca y hago un gesto para que me sirvan lo mismo. Es una especie de caña de la región, de olor pungente. Apenas la pruebo me quema los labios. Hago el intento, pero fracaso. Lo intento otra vez. La graduación de 60 por ciento alcohol la convierte en un incendio líquido. Quedo liquidado. Pago con los pocos yuanes que llevo y regreso al hotel a cumplir con una misión que se había hecho imposible: dormir tras haber estado 48 horas despierto. El cansancio ha encontrado en la caña china a una aliada mejor que el Valium 10. Son las 11 de la noche y desde el séptimo piso del hotel veo gente caminando por la calle, llevando de un lado a otro la impaciencia de sus ratos libres. Si Nueva York nunca duerme, China es insomne.

Duermo, aunque no mucho. A las 4.16 de la mañana despierto como consecuencia del brutal cambio de horario. El cuerpo no se acostumbra tan fácilmente. Puesto que dormí con la ventana abierta (una temperatura ideal invitó a hacerlo) oigo a la distancia cantar a un gallo entre medio de los rascacielos, signo vivo de una realidad llena de contrastes, en la cual conviven el mundo de pasado mañana con uno proveniente de miles de siglos atrás; lo rudimentario y lo híper tecnológico. El gallo a la distancia cuenta su historia cantando, pero tampoco a él lo entiendo. Constato, en el mejor momento, que en China no es necesario entender para sentirse bien. Aunque solo dormí cinco horas, me siento bien. En el mundo occidental le damos demasiada importancia al hecho de ser o no feliz, lo convertimos en drama, cuando en verdad la felicidad no es más que una efímera ilusión y lo que en verdad importa es sentirse bien, o casi bien, ocupar estados anímicos de modesta grandeza y carentes de denominación. En la primera mañana del día después de ya estar ahí, en la China a la cual tantos años me ha costado poder llegar, me siento bien. Es la principal certeza que tengo, además de que a las seis empiezan a servir el desayuno, tan chino en su variedad de platillos como el almuerzo y la cena. Otra nada frugal comida espera con su rimbombante exotismo a la vista.

Después de haber visto este mundo nuevo con microscopio, en cada segundo y minuto vivido desde la llegada, toca por fin la hora de la inauguración del festival literario al que vine invitado, el Twinrivers International Poetry Week Suiyang. En la plaza principal de Zunyi, llamada Plaza de la Ciudad Poética, debe haber 60 mil personas sentadas o de pie. El escenario, con enorme pantalla al fondo, es fenomenal. Todo en China lo hacen con grandiosidad, y si no fuera porque a veces esta se hace repetitiva, los resultados podrían considerarse grandiosos. Con bailarines, malabaristas, cantantes, varios narradores, y escenas muy bien ensayadas de teatro tradicional y teatro moderno, cuentan durante tres horas la historia de China. Tal cual sucedió en la inauguración y en la clausura de las Olimpiadas de 2008, los visitantes quedan asombrados, preguntando cómo lo hicieron —con todo ese malabarismo gimnástico superior al de Cirque du Soleil—, y más aún cuando al final del espectáculo cientos de personas se acercan a los poetas invitados buscando un autógrafo o sacarse una foto con ellos, incluso los policías, que no han venido a encarcelar a ninguna metáfora. La amabilidad de la gente de esta región, que contradice a la brusquedad de modales de los pequineses, da lecciones de tolerancia. El espíritu y la tecnología conviven en inaudito concubinato, aunque en verdad se trate tal vez de un matrimonio perfecto. En este tan peculiar país, lo más seguro es que no se sabe. Me acostumbro pronto al desconcierto generado por una realidad sin punto alguno de comparación con otras —al menos las que existen en este mundo— y celebro la realidad que vine a conocer en Zunyi, en esta China tan al Sur de todo, donde la vida perfectamente sabe existir sin decir cómo lo hace.

III

Cuando era chico, mi finada madre, para referirse a cualquier lugar que quedaba lejos, decía que era como ir a la China. En lo alto muy empinado del sur profundo, tras haber recorrido cuatro horas en una camioneta a través de sinuosos caminos que suben y bajan como montaña rusa absolutamente real, compruebo que China queda más lejos que los lejanos lugares de los que hablaba mi madre. Más que en China, me siento en la Conchinchina. Y me siento bien, como aquel que no sabe si está feliz, pero que tampoco tiene tiempo para definir lo que siente. Tengo la sensación, certidumbre más bien, de estar en un lugar perdido, en un anexo de la realidad, donde la imaginación encuentra sentido nuevo a todo. Mientras vamos camino a Shuanhe —la nada en medio de la nada—, la camioneta asciende por estrechos senderos bituminosos que permiten ver debajo un abismo enorme que paraliza el corazón cada vez que las ruedas muerden el borde —cada año en estas montañas hay decenas de accidentes, me dirá un lugareño horas después—, pues la profundidad es inmensa y abajo ríos y arrojos lucen como tenues hilos de agua, venas minúsculas de un paisaje colosal. La mirada intenta comprender, pero pronto se da cuenta que es mejor seguir viviendo y viendo sin hacerlo; no sé qué sería de mí si no fuera yo quien lo está intentando. El entendimiento y el raciocinio están de más. China, siento y presiento, es uno de los pocos lugares en los que todavía es posible no ser occidental. Aquí se puede existir sin necesitar de los artificios de la inmediatez.

Las horas en las temibles alturas transcurren rodeadas de inmensas topografías que nos ven mientras las vemos. Todo está animado, como en los poemas de tantos poetas chinos. Comienza a caer una garúa tenue. También ella vino a darse a conocer. Evoco los versos de Tu Fu: «La benigna lluvia conoce su propia temporada / y llega justamente en la primavera». Es primavera y si no lo es, hace todo por parecerlo. Entre enormes pájaros blancos con sus propios efectos especiales —parecen gaviotas que cambiaron el mar por la escarpada orografía— y la lentitud de las montañas que parece seguirnos, compruebo con qué poco y con qué mucho lo local puede hacerse universal. La naturaleza intervenida por el hombre no ha dejado de ser ella. Viene a dejar en claro que la unión de la montaña y la altura celestial es una que no se mide en metros. El paisaje convertido en usina de metáforas emerge invicto entre aquello que vemos y lo que aún permanece ahí: entre la realidad empírica y lo que solo puede ser accedido mediante la experiencia individual de cada uno. A este paisaje, me doy cuenta, ya lo conozco de memoria sin haberlo visto antes, aunque infinidad de veces lo vi escrito en la poesía china, que ha sido fuente de deslumbramiento desde que tengo memoria. ¿Desde cuándo? Ahora tengo una respuesta más para usar cuando algún ignorante, de los que abundan, me pregunte para qué sirve la poesía. Sirve para ver mejor a la China, antes incluso de haberla visto.

Con orgullo y conocimiento de causa, Huang «Hunter» Shaozheng me informa que los únicos visitantes que pueden entrar en esta zona son aquellos que fueron invitados por las autoridades o vienen en plan de eco turismo. Por lo que veo, por el momento vienen pocos. Somos los únicos en estos alrededores perdidos en el mapa, pero encontrados una y otra vez en el asombro, incluso cuando alguno de los escritores saca su cabeza por la ventana para sacarse una selfie, extraña forma de expresar que no es la naturaleza, sino que somos nosotros en ella. Al anotar un par de frases en la libreta de apuntes que llevo conmigo —la única cámara que cargo— me doy cuenta que no es tanto cómo escribir sobre la exótica naturaleza que ha nacido con el mundo, sino cómo ser en ella diferente. Aquí hasta el silencio lo es; diferente y distinto. La China toda entera puede caber en los sonidos ausentes, que son un montón. Al unísono y en simultáneo, varias versiones de lo extra mundano se cumplen con todos sus sinónimos; lo sensacional, lo maravilloso, y lo encantatorio. Y el deslumbramiento, por decisión propia.

De pronto, como esas películas de suspenso en las cuales el final —el comienzo de la sorpresa, mejor dicho—, llega de manera inesperada, el paisaje insólito y agreste, con picos altos y verdes, se abre de forma repentina y una enorme extensión líquida logra imponerse en la amplitud panorámica que deja al visitante boquiabierto, como si de pronto una montaña que parecía infinita se acabara justo donde el mar comienza. No es un mar, pero si se lo propusiera podría serlo sin demasiado esfuerzo. Es el lago Qingxihu, gigantesco a lo ancho y a lo largo, al cual el adjetivo «inmenso» le queda chico. «¿Quieren dar una vuelta?» Pregunta Hunter, y antes de poder darle una respuesta ya estamos encima de las lanchas que nos llevarán hasta la otra punta. Tras más de una hora yendo hacia delante en aguas calmas, rodeados de montañas y vegetación innombrable, aparece la segunda pregunta de la mañana: «¿Seguimos o damos vuelta?» Otra vez, antes de que el grupo pueda responder, el barco da la vuelta. En China, me doy cuenta —otra cosa nueva que aprendo— las respuestas pueden ser en forma de pregunta.
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