Periodismo Cronopio

0
235

Estoy en China, país del dragón, del unicornio y de las perlas. Aquí Dios está en las cosas diarias sin haber pasado antes por la razón. Para qué. Aquí las mil y una noches son dos mil. La China y su magia que no pasa de moda. Las sopas con fideos gruesos de arroz son espectaculares, por el gusto y el espectáculo que dan en el plato hondo. Son tallarines amplios como un boulevard cuyo sabor es particularmente extraordinario, diferente a las mismas sopas que tomé en restaurantes chinos de Nueva York o París. No necesito decirlo en voz alta para darme cuenta; esta es la auténtica comida china de la China. Los fideos son un ejemplo de personalidad. Cada uno flota entre las verduras sin perder la individualidad. Entre lo simple, han sabido cómo evitar la simplificación, rodeados en el agua hirviendo por vegetales que nunca había visto antes y cuyo sabor me lleva a donde tampoco nunca estuve. Pregunto por sus nombres, pero como la respuesta es en chino, siguen siendo una realidad sin definición. Ahora, además de un sabor, son una pronunciación. No sabré cómo se llaman, pero se cómo se dicen.

Termino de comer. Los sabores nuevos han inventado una experiencia. Salgo a la puerta del hotel Shuanghe Inn, construido en un recoveco de la montaña que hasta hace un año atrás era ninguna parte habitada del mundo. Hasta el aire quiere ser distinto. Su invisibilidad no pasa desapercibida. La naturaleza nocturna lo secunda. Lo mejor de la vida es aprender a vivir sin tener que imponer la necesidad de nombrar todo lo que existe alrededor. Veo un enorme insecto cuyo tamaño lo convierte en casi murciélago. Parece un drone enviado por la naturaleza. La brisa, los ruidos mínimos, hasta la humedad, todo es como si fuera la primera vez de algo, sin dejar de ser todavía la vez anterior. No debe haber ningún otro sitio en el planeta en donde el futuro sea tan fiel al inclasificable pasado de donde proviene. En esta China tan saciada de tiempo milenario en todas las direcciones, la duración aprendió a parecerse a la eternidad.

La tarde —¿la del lunes o la del día siguiente?, ya perdí la noción del tiempo— concluye con la visita a Dafengdong Gran Viento, la caverna más larga del mundo; en total, más de 150 kilómetros bajo tierra, aunque el tramo que los visitantes pueden recorrer es de un 1,5 kilómetros, la única parte iluminada; el resto es piedra y oscuridad interminables. No puedo dejar de pensar en todo lo misterioso y aun por conocer que debe haber dentro de ese tenebroso mundo subterráneo. A mitad de camino, cuando el cuerpo debe esforzarse para poder pasar por un pequeño boquete y la penumbra se transforma en espesa oscuridad, se hace fácil padecer varias fobias a la vez, la claustrofobia una de ellas. Las cataratas interiores y los murciélagos vigilando su territorio son los solitarios ruidos que vienen a interrumpir el silencio que de profano no tiene nada. Esa misma noche, en el bellísimo hotel, conozco a un espeleólogo francés quien desde hace tiempo está haciendo investigaciones en las cavernas. Es el único extranjero que el gobierno chino ha autorizado. Me dice que bien dentro, en la profundidad más honda, ha encontrado restos humanos, de no menos de mil años de antigüedad, y también fósiles de osos pandas, lo cual demostraría que el animal emblema de China vivió en esta región subtropical antes de mudarse al norte, a zonas frías. Las noticias más interesantes vienen siempre de hace mucho. Me dice también, mientras cenamos, que encontró los primeros huesos de unicornio que se han hallado. ¿Existen unicornios?, le pregunto incrédulo. «Existieron, de eso no hay dudas». Los temas de la conversación son todos de miles de años atrás. Recorremos un infinito laberinto de acertijos, alguno de los cuales el espeleólogo busca de persistente manera responder. Ya bien decían los chinos que es más difícil adivinar el pasado que el futuro.

IV

El avión de Air France está parado en la pista desde hace una hora cuarenta minutos. Lo azota una de las peores tormentas que ha llegado a Beijing en lo que va del año. Debería haber salido rumbo a París a la una de la madrugada, pero el mal tiempo postergó el despegue. La lluvia es torrencial, sopla un viento fuerte que mueve toda la estructura del flamante Boeing 777. Afuera se oyen truenos y rayos. Con el paso de los minutos, el viento amaina, la lluvia no. La punta del ala apenas puede verse. El piloto anuncia que la torre de control le ha dado la autorización para despegar. Hay en el interior de la nave un silencio generalizado y más que silencio, una pregunta que parece unir a todos en su nerviosismo: ¿Cómo semejante mole, cargada de gente nerviosa y valijas, podrá despegar en medio de una tormenta así? A pesar de las circunstancias, estoy tranquilo; confío por completo en la tecnología aeronáutica estadounidense; además, el avión es nuevito y los pilotos de Air France, están entre los mejores del mundo. La mujer a mi lado, una joven y muy amable africana, de Níger, reza. La vida tiene cosas raras. En lugar de pensar y recordar todo lo vivido en estos días únicos y admirables en China, pienso en los hermanos Wilbur y Orville Wright y su extraordinario invento. La inteligencia humana es capaz de crear realidades que parecían inconcebibles. Me voy de la China con su historia milenaria y pensando en cómo el pasado nos ha puesto en el umbral del futuro y ahí vamos. Aunque llueva y truene, lo haremos. No hay clima capaz de doblegar a la inteligencia humana cuando actúa de común acuerdo con la imaginación. Entre turbulencia y resplandores de rayos violentos a la distancia, el Boeing se impone majestuoso, como diciéndole algo a la enardecida naturaleza.

El poeta colombiano Jotamario Arbeláez, quien ha sido compañero sabio en estos días con luces y sombras chinescas, me aporta un dato que desconocía: «El número actual de cristianos en China supera a los afiliados al Partido Comunista. Para 2030 habrá 247 millones de cristianos de ojos rasgados, convirtiéndose en la cristiandad más grande del mundo, por encima de USA, Brasil, México y Rusia». En 1989 casi vengo a China por un año, como parte de un intercambio universitario, para enseñar literatura, pero debido a lo ocurrido durante las protestas en la plaza de Tiananmen, el programa fue cancelado. La China de ese entonces era, quiero suponer, diferente a la de hoy en día, de la misma forma que la de 2030 será distinta o muy diferente a la que vine a conocer en 2016. Sin embargo, aunque a través de los siglos pasó de la cultura del burro montañés a la de los trenes superbala, China mira una y otra vez a su pasado tan anterior, cargado de ancestralidades diversas, por más que las nuevas generaciones no parezcan conscientes de ser parte de una suma de tradiciones antiquísimas donde el espíritu nunca ha quedado exiliado y pudo sobrevivir incluso los embates de la fratricida revolución cultural contra los «burgueses», entre los cuales figuraban artistas, poetas y gente común, es decir, medio país. El espíritu chino, lo mismo que las cucarachas y los virus, es capaz de resistir una catástrofe nuclear. Si antes no lo sabía, ahora estoy seguro.

Me voy de China con la imaginación y la memoria llenas de ideas y vivencias. Viene al caso para definir el lugar de donde salgo una historia referida a Confucio. Tras un largo paseo sin destino fijo en compañía de uno de sus discípulos, este, a punto de perder la paciencia por sentir que no iban a ninguna parte, preguntó: «Maestro, ¿adónde vamos?» Confucio respondió: «Ya estamos». En este país, el forastero siente que el futuro de la China está teniendo lugar en el instante mismo mientras sucede; el destino es el hoy a donde hay que llegar. Su destino es «ir». China reconoce su imagen en el espejo del presente y parece decir, «yo me adelanté a mi propia imagen futura». Es como el gallo que oí en Zunyi días atrás, avisando, aun en la penumbra de la madrugada, que el sol estaba por salir. El gallo chino no le tiene que pedir permiso a Occidente para cantar.

Así pues, a la salida de este país con tantas zoologías propias, siento que por unos días fui uno de los personajes —actor de reparto— de una película a la que le falta mucho por terminar. Con sus historias que han convertido lo ocurrido en un acto voluntario del azar, y con sus complejos idiomas que hablan de la vida para poder así hablar de sí mismos, China es un conglomerado de realidades que hasta ahora para mí solo habían sido reales en el vocabulario. Salgo de China apabullado por la belleza desconocida que hasta la semana pasada me había perdido; por su gente, en algunas partes colmo de la amabilidad, con la cual siento como que un vidrio transparente separa dos distintas visiones culturales de la realidad. Me parece oír el diálogo entre Lawrence Walsh (Joe Mantell) y Jake Gittes (Jack Nicholson) al final de Chinatown, cuando el primero le dice: «Forget it, Jake, it’s Chinatown». Debo olvidarme. Esto es China y no hay forma de encontrar una respuesta basada en la lógica occidental para intentar entender de qué se trata este país, el cual es más bien una película con final abierto, mejor dicho, una que nunca tendrá final. Me voy sin ser el mismo que había llegado. El haber podido estar por donde pasó tanta historia me hace sentir parte del que fui. Salgo con ganas de volver, a estos mismos sonidos, sabores, gentes, y paisajes, que en vivo y en directo fueron menos incompletos que en postales. Me cuesta sacarme de la cabeza la gozosa bacanal que incluyó preparaciones diferentes de pato, cerdo, vaca, pollo, tortuga, rana, mariscos. Los chinos podrían ser uruguayos; se comen todo lo que camina, vuela o nada, pues también hubo pescados. Feos, pero sabrosos. China es un país ideal para practicar el más valioso de los siete pecados capitales: la gula. La confabulación de ricos sabores de la comida china hace imposible defender cualquier forma de paganismo.

En medio de montañas encriptadas [sic] entre la vegetación y cuyos picos parecen animarse a seguir creciendo, pude ver hacia lo alto inmenso, donde el verde toca lo celeste. El cielo chino no es un cielo cualquiera. Ha estado ahí desde el primer día. Bajo su manto conviven la pureza y la contaminación. En China todos fuman y fuman en todos lados. Como si el humo de las fábricas y de los vehículos no fuera suficiente, también está el de los cigarrillos. Sin embargo, los beneficios de la industrialización han obligado a replantear la relación que los chinos tienen con la naturaleza, la cual está en una situación similar a la de los dinosaurios antes de su extinción. China, con sus 56 minorías dispersas en una extensión territorial de 9.596.961 km, piensa en el futuro a partir de un pasado cargado de siglos, uno tras de otro, imaginando en las pizcas de futuridad del presente —trenes que viajan a 450 kilómetros por hora, túneles que atraviesan kilométricas montañas— cómo será lo próximo por venir sin que deje de ser lo previo. China vive entre el futuro y pasado mañana, con mucho ancestral en medio. China, donde el asombro hace uso de todos sus recursos, y donde las figuras del habla son una pronunciación aproximada, ha logrado revitalizarse sin perder su identidad.
(Continua siguiente página – link más abajo)

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.