Literatura Cronopio

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CORAZÓN QUE NO SIENTE

Por Andrés Amariles*

No me apresuro a llegar temprano porque sé que, como de costumbre, la banca a la que me dirijo está vacía. Hace algún tiempo, que no he calculado con exactitud, la rutina me permitió adueñarme de ella, al punto de llegar a convertirme, quizá, en un objeto más de la cotidianidad de los transeúntes.

Son las nueve de la mañana, el sol roza suavemente los rostros, las palomas hacen su desfile ininterrumpido y prepotente por todo el centro de la ciudad. Se puede escuchar el estridente canto de los buses, el caminar aún lento pero seguro del otro, y en una de las bancas de la carrera Carabobo yo, un anciano ciego, o un ciego anciano (según como quiera mirársele) intentando tocar la guitarra. Esa es la cotidianidad para mí y para ellos, quienes habitan el centro. Tienen tanto miedo al cambio, a la improbabilidad, a la diferencia y a la sorpresa que por eso nadie habita mi banca, ya que saben que cambiar de lugar alguna de las cosas que los rodea es darle más oportunidad al azar. Porque claro, admitámoslo, yo me he convertido para ellos en una cosa más, en una simple constante material que les refuerza la sensación de quietud y estabilidad.

Por pocos soy considerado un ser humano, para algunos soy una atracción, para muchos objeto de lástima y sólo para Amparito, la vendedora «estrella» de tintos del centro, soy un amigo. Amparito, es una gran mujer, quisiera describirla de la forma en la que la mayoría de personas lo haría, pero a ella la conocí después de quedar ciego, así que lo haré como se hacerlo desde entonces. Amparito tiene una voz suave, arrastra la «S» al hablar y tiene un marcado acento paisa. Por la dirección del sonido de su voz, se puede saber que no mide más de un metro con 60 centímetros. Ha trabajado desde pequeña, porque sus manos están rajadas y ásperas. Debajo del aroma del tinto y la loción barata que usa, se puede percibir en ella un olor corporal delicioso y suave, similar al de un tulipán después de una leve lluvia, tiene el pelo corto y poco abundante, porque nunca he sentido en ella el característico sonido que produce el movimiento del cabello.

—Da la impresión de que el mundo se fuera a acabar hoy. ¿O no, Pablito? —Me dice Amparito mientras se acerca intentando poner un tinto en mis manos.

—Eso es tal vez lo que más curiosidad me causa de vos. Sos la única persona que se levanta esperando que cada día sea el último. —Le respondo entre pequeñas risas ahogadas mientras aparto, sutilmente, el asfixiante café.

—Cuando el sentido de la vida se basa en vender café y esperar que el único amigo que tienes algún día te reciba uno por simple cortesía, tienes todas las razones para querer que el destino conspire a tu favor y te condene al olvido.

—Cuando sientas que tu presencia esté próxima a cruzar los límites de la existencia, encontrarás infinitas razones para querer quedarte y permanecer vigente en el tiempo un instante más, sin embargo, será demasiado tarde. Será sólo ahí cuando comprendas que estuviste más ciega de lo que estoy yo y que aquel «sentido» que tanto te empeñaste en buscar permaneció todo el tiempo frente a ti, cegado por una tonta idea de que nunca te pasó algo «extraordinario» cuando, realmente, tu sola presencia hace extraordinario este día, esta calle y esta conversación.

*  *  *

—¿No la has sentido hoy? —Me pregunta ella, intentando cambiar de tema.

—¿Crees que estaría acá, sentado, tocando la guitarra hacia el vacío, percibiendo la presión de las miradas mezquinas y aguantándome el sonido del arrullo de las hediondas palomas, si el poderoso aroma de Elena estuviera por aquí? —Le respondo con tono gracioso, moviendo las manos cual recital y poniendo la dirección de mis inservibles ojos, siempre de frente a los de ella.

—Buena suerte entonces —me dice Amparito, casi corriendo, porque alguien ha solicitado uno de sus horrendos cafés.

Y es verdad, si en estos momentos, el delatador aroma de la presencia de Elena interrumpiera el ciclo normal de la rutina, dejaría a un lado mi papel de ciego inservible y me echaría a correr, justo a donde me lo indique, sin importar la dirección, sin preocuparme por el resultado. Encontrarme de nuevo con su presencia se ha convertido en el objetivo principal de mi existencia.

Hace algunos años, cuando la tormentosa enfermedad comenzó a nublarme el mundo, Elena era la única que estaba para mí. Dejó a un lado su vida para entregarse voluntariamente al cuidado de la mía. Mi respuesta: Un odio injustificado hacia al mundo, rencor y deseos de estar solo.

Quiero recordarla físicamente, pero me es imposible. He entendido con el paso del tiempo que los recuerdos no son más que bocetos de la realidad, pequeños rasgos de un mundo exterior que si no son comprobados con los sentidos van a caer al despreciable estado del olvido.

Sin embargo, hay algo de ella que aún permanece vigente en el efímero registro de la finitud de mi recuerdo: Su aroma. Esa es la marca de su existencia, escondida en diferentes capas de olores exteriores, pero siempre potente, mágica y vigente.

Entendí, después de superar el letargo provocado por la ausencia visual, que hay una sola cosa que permanece en el hombre a lo largo de su existencia. Lo descubrí en Elena, lo corroboré con Amparito y he podido verificarlo día tras días con la cantidad de habitantes de la calle que pasan siempre junto a mí. La apariencia física se transforma. El deterioro inevitable del cuerpo confunde la visión y el oído y hace pensar que no hay nada estable en nuestra corta presencia, que somos un constante e inevitable cambio.

Sin embargo, hay una marca, un factor indeleble e inmutable que representa a cada ser humano. He llegado a pensar, también, que es ésta la manifestación sensorial del alma, la única forma que tenemos los hombres de percibirla.

El aroma personal es siempre el mismo, no se transforma y permanece oculto, es casi imperceptible, pero majestuoso. El de Elena, por ejemplo se quedó marcado en mi vida y aunque la alejé de mí, encontrarlo y sentirlo nuevamente es lo que más me motiva a vivir.

Son las doce de la tarde y hace un calor insoportable, de esos que golpea la piel y produce sensación de piquiña, previo a una fuerte llovizna. Es hora de almuerzo y me siento, como de costumbre, a comer con Amparito lo que ella dice ha preparado en la mañana, pero que por el olor que trae y la textura del arroz, puedo asegurar que está hecho desde ayer por la tarde.

Nos sentamos a conversar mientras pasa la hora de la comida. Casi no hay viento golpeando los cuerpos y sólo se siente el opresivo calor. De repente pasa algo que me deja frío, siento estremecerme y pareciera que se detuviera el tiempo. El ambiente se torna diferente, todos los olores, que hasta hace unos segundos estaba percibiendo, desaparecen. Una nueva oscuridad habita mi interior. En estos momentos pareciera no haber nada afuera, no logro captar lo que está cerca de mí. Me siento solo, en el vacío, ausente o, tal vez, muerto. Y luego, un rastro. ¡No lo puedo creer!, sencillamente no lo puedo creer. Una leve sensación del olor de Elena ha llegado hasta mí.

Algo debo demostrar con mi expresión porque siento que Amparito me habla desesperada, sin embargo, no logro entenderle. Lo único que ocupa mi atención es esa revelación divina que ha entrado por mi nariz y ha recorrido toda la extensión de mi frágil cuerpo. Entonces, el juguetón aroma sale de mí y empieza a huir, dejando una huella en el aire que, sin pensarlo, he decidido seguir.

Tomo mi bastón y me levanto de un brinco. Dejo caer todas las cosas que hay en mis pies y busco rápidamente el camino que debo tomar. Todos mis sentidos están más despiertos que nunca. Salgo al principio caminando rápido y luego casi corriendo.

—Pablo, ¿Se enloqueció, qué pasó? Pablito, por favor, ¡Vení!, no intentés hacer cosas que están por encima de lo que sos —Me grita Amparito, con voz ahogada y desesperada, mientras intenta correr tras de mi sin poder alcanzarme.

¡Que no llueva! Es lo único que se repite en mi cabeza. Si llueve, la combinación del olor del agua, la tierra, el polvo y los cuerpos mojados invadirían rápidamente el ambiente, anulando la fragancia que me llevaría a Elena y dejándome perdido en medio del camino hacia mi felicidad.

Siento cómo todas las miradas se posan sobre mí, ya que, misteriosamente, una mirada puede llegar a tener más tacto que una caricia. Me muevo casi automáticamente y aunque en otra ocasión tendría conciencia de dónde estoy, en este momento se me ha perdido la capacidad de la ubicación. No obstante, no me es difícil evitar chocarme con los demás o caerme. Puedo sentir el paso acelerado y calculado de los ladrones, la fragancia exagerada y poco atractiva de las prostitutas, los saltos arrítmicos e impredecibles de los niños, los imparables gritos de los vendedores, el preventivo sonido del motor de los carros y el hipnotizante camino hacia Elena. Todo se configura en mi mente creándome una idea clara de a donde debo ir, por dónde moverme y qué cosas evitar, siendo mis movimientos más exactos y ágiles que los de cualquier otra persona.

He corrido bastante, al punto de pensar que Elena no sea a quien he percibido, pues, es imposible que un aroma pueda esparcirse tanto. Además, ¿Quién me asegura que Elena aún está aquí? Han pasado muchos años y, a parte de su aroma, no he pensado en nada más sobre ella.

¿Se casó? ¿Vive ahora en otra ciudad? ¿Tiene hijos? Tal vez la vida de Elena no me interesa en realidad, ahora comprendo que he tomado mi teoría como cierta y lo único que estoy buscando y quiero percibir de ella es su alma.

Descanso un poco y me paro cerca a un árbol para poder pensar. De pronto, siento la mirada de alguien, me giro hacia ella y simulo observar. Es una mujer, huele a rosas marchitas, veladoras, incienso, aguardiente y sexo. Siento cómo me rodea con la mirada y luego la posa sobre mi bastón.

—Impostor —Me grita fuertemente, con voz firme y segura.

En ese instante, el aroma que buscaba se hace más fuerte, más poderoso, rodea el lugar y anula el olor de la ofendida mujer.

Estoy cerca. Tomo nuevamente mi bastón y camino despacio, siento cómo el viento me golpea fuertemente el rostro y unas amenazantes goteras comienzan a deslizarse sobre mi cabello. No me importa, ella está cerca, más cerca de lo que pensaba. Paso cerca a la mujer de múltiples vidas y múltiples olores y le tiro el bastón a los pies.

—Cínica —Le digo al oído y sigo mi caminar lento y pausado. —¿Soy más impostor yo por no actuar como sus ojos dicen que debería, o usted por pasar sin remordimiento de la iglesia a la cantina?

A unos pocos pasos de ahí encuentro finalmente el lugar, el corazón se me acelera, me sudan las manos, se agudiza mi oído y la respiración se me empieza a ahogar. Hay una puerta abierta y siento algunas personas que salen y entran. Decido entrar.

Todos los que están ahí se fijan en mi, siento murmullos de personas preocupadas, voces ahogadas, pasos inseguros e inconstantes y un ligero y casi inexistente olor a tinto. Sin embargo, comienzo a flotar, o por lo menos, siento que lo hiciera. Elena está en todas partes y no está en ninguna. Nunca había sentido ese aroma tan vivo como ahora y, a pesar de eso, no lo logro ubicar. Es como si Elena hubiera desarrollado la capacidad de la omnipresencia y jugara a confundirme. Su marca, su esencia, su alma están presentes en cada rincón del lugar, invaden mi existencia y la de los demás. Permanece como antes, intacta, pero más fuerte, casi arrasadora.

Empiezo a desesperarme, pues se que está ahí pero no logro encontrarla. Es como saber todo sobre nada. Confirmo su existencia pero no encuentro su forma. Su aroma, en el pasado, permanecía quieto, podía, además de percibirlo, consumirlo, saciarme en él, dejarlo recorrer mi cuerpo y recorrerlo yo a su vez. Pero esta vez vuela y me hace volar, vive, pero no se deja encontrar.

La ira y la confusión se apoderan de mí. Me dirijo hacia afuera. Debe haber una explicación. En vez de felicidad siento frustración. Si mi vida se redujo a vivir este instante y este es el resultado, entonces, mi existencia carece de sentido.

En la puerta, antes de dar el último paso, mientras el aroma sigue más vivo e inaccesible que nunca, las miradas se voltean a otra dirección, los murmullos cesan y una voz ahogada y asesina predica lo que es para mí una frase explicativa y destructiva:

—Dale señor el descanso eterno, y brille para ella la luz perpetua.
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* Andrés Amariles tiene 18 años. Actualmente cursa quinto semestre de Comunicación Social en la Universidad EAFIT y primer semestre de Psicología en la Fundación Universitaria Luis Amigó. Escribe para el periódico estudiantil Nexos y la revista Bitácora de la Universidad Eafit.

5 COMENTARIOS

  1. Amariles, me dejaste sin palabras nuevamente, es una historia maravillosa, me gustó mucho. Eres una persona muy talentosa, te admiro muchisimo…(…ahh y me he convertido en una fan tuya jejeje)
    Felicitaciones, y como te dije una vez, me le quito el sombrero.

  2. Excelente cuento, buen retrato de un ser humano y de una manera de sentir. Atrapa y hay que leerlo sin descanso. Felicitaciones, aquí hay un buen escritor, tan joven, con mucho futuro.

  3. Querido Sobrino, leí tu cuento y me ha parecido sencillamente fascinante. Te felicito, tienes muchísimos talentos y los estás cultivando como debe ser. Te quiero mucho.

  4. Es una historia muy buena e interesante, la senti tan real que llegue hasta el punto de buscar aquella banca en donde estaba sentado Pablito, para saber de èl, saber mas a fondo su «historia».
    Te Felicito, y espero sigas escribiendo por que para mi, lo haces excelente.

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