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Aldea

LA ALDEA ENCANTADA

Por: Fernando Cruz Kronfly*

«La modernización de una sociedad puede ser descrita
bajo el punto de vista de una racionalización cultural y social».
(Jürgen Habermas. Teoría de la Acción Comunicativa)

La aldea donde transcurren los hechos en Cien Años de Soledad de García Márquez, es una aldea todavía encantada. Esta afirmación requiere una explicación preliminar. Cuando hablo de aldea encantada, más allá de la eventual belleza formal de la frase y del mundo de fascinación que anuncia, lo que quiero significar es que en el lugar donde ocurren los acontecimientos de la novela que nos ocupa no se ha producido aún lo que Max Weber denomina el desencantamiento de las imágenes del mundo (Max Weber: Economía y sociedad, 1968), rasgo inequívoco que caracteriza la mentalidad y la cultura modernas en Occidente. Todos los estudios sobre el ingreso de Occidente en la modernidad coinciden en que, quizás la característica más notable de la mente moderna, es la secularización y laicización de las operaciones del pensamiento y de la cultura, mediante un agudo y extendido proceso de desencantamiento del mundo, según reglas y normas de tipo racional. En este orden de ideas, si la aldea donde suceden los hechos y las historias de Cien Años de Soledad se encuentra encantada, esto significa que allí no ha ocurrido la secularización de la cultura y que sus personajes y los acontecimientos se deben entender inscritos en una etapa de la historia de la humanidad anclada, en razón de sus mitos, en la pre–modernidad mental y cultural.

Este anclaje en la pre–modernidad no debe, sin embargo, preocupar a la literatura, puesto que en muchas ocasiones se convierte en clave de encanto de ciertas obras que han llegado hasta nosotros en el siglo XX o que han hecho parte significativa de él.

Jürgen Habermas, siguiendo de cerca los pasos de Max Weber (Jürgen Habermas: Teoría de la acción comunicativa, 1989), define la modernidad como la época histórica en que ocurre un agudo proceso de racionalización de todas las esferas de la vida. Esta racionalización se expresa a través de un eje de cálculo racional de medios y de fines que aglutina alrededor suyo la práctica de las artes, la filosofía, la economía, el derecho, la política y todas las demás actividades humanas, entre ellas la ciencia y la técnica en cuanto nuevos escenarios del ejercicio de la razón, según normas, rigores metodológicos y principios predeterminados.

En la modernidad, las artes ya no se perciben como el resultado espontáneo de la simple inspiración y posesión de las musas sobre el creador, sino más bien como el producto calculado de medios idóneos y de técnicas racionalmente elegidas para producir un resultado intencional. Leonardo Da Vinci estudia la anatomía humana con el detenimiento de un relojero y la pintura, en general, ingresa en el mundo de la perspectiva geométrica y en la consecuente matematización del espacio pictórico. Descartes somete la filosofía al imperio de la razón y desde entonces el «amor a la sabiduría» de los griegos debió pasar por la duda metódica y la construcción racional de sus presupuestos. La economía, en manos de los mercaderes y de la burguesía emergente, pasó a convertirse en una actividad sometida al cálculo económico del tiempo eficaz, tal como describe con exactitud Alfred Von Martin en sus estudios sobre el Renacimiento en Florencia (Alfred Von Martin: Sociología del Renacimiento, 1980). Las normas jurídicas ya no fueron el resultado del capricho del gobernante de turno sino que debieron plegarse a las exigencias de la racionalidad, en cuanto normas–medio, eficaces para generar y consolidar como un fin el orden social. Y hasta la política, con Maquiavelo, fue concebida como una práctica humana, demasiado humana, sometida a las leyes del cálculo racional y de los métodos eficaces para producir resultados prácticos, quedando de este modo inscrita en una lógica mundana según la cual el fin justifica los medios. Finalmente, la astronomía, una de las aventuras científicas más notables y apasionantes de la época, debió con Copérnico atreverse a matematizar el espacio, antes denominado Cielo, para derivar conclusiones fuertes, capaces por sí mismas de empezar a configurar lo que algunos pensadores, como Thomas Kuhn, denominan con propiedad la Revolución Copernicana (Thomas Kuhn: La revolución copernicana, 1981).

‘Copernizar’ la mirada pasó a significar, desde entonces, el ingreso de la humanidad occidental en un nuevo paradigma, mediante una profunda ruptura en la cosmovisión tradicional del mundo, conducente a una obligada resignificación en los términos de lo que ya estaba dicho de otro modo, en fin, volver a barajar en condiciones racionales todo el universo de la cultura. Se trata ahora del ingreso de Occidente en la modernidad mental, sometida a exigencias de racionalidad que antes no existían. Una racionalidad que ahora formula leyes, elabora teorías, exige pruebas, diseña experimentos y demanda rigor de método y consensos rigurosos en los procedimientos de la mente.

Sin embargo, al tiempo que en «el centro» moderno del mundo Occidental estaba ocurriendo este proceso de secularización cada vez más agudo, conducente al desencantamiento de las imágenes del mundo, algunas áreas geográficas y culturales resistían oponiendo su religión y su mitología, su magia y su hechicería. El proceso de globalización económico y cultural que actualmente se impone en el mundo no ha sido el único ni el más importante en la historia.

La cristianización, debe entenderse como un proceso de globalización cultural y de los sentimientos humanos asociados a determinadas creencias religiosas, propuesta que conquistó desde el medio oriente al Occidente europeo y a través suyo a sus colonias de ultramar. De igual manera, la modernidad mental y cultural fue una propuesta que Occidente le hizo al resto de la humanidad, que terminó por seducirla y conquistarla, al menos en el ámbito de las élites intelectuales librepensadoras y escolarizadas, de mente secular. Surgen entonces nuevos modos de pensar y de vivir denominados «civilizados». La propuesta racionalista terminó por imponerse en la educación escolar, primaria y secundaria, así como en la formación superior, arrancadas ahora al dogma y al control de la Iglesia. La disputa que el pensamiento laico y secular le planteó al pensamiento confesional religioso, respecto del aparato escolar y universitario, hace parte de la historia de Occidente y de manera un tanto trágica de nuestra historia nacional. Si algo caracterizó etapas enteras de la historia política e ideológica de este país colombiano, fue el combate que en su momento debieron librar los sectores liberales librepensadores durante los siglos XIX y XX por controlar la educación, en manos de las aristocracias de papel fuertemente conservadoras ligadas al aparato de la Iglesia. Y, todo, porque el proyecto de modernización técnica y de modernidad mental y espiritual, en cuanto un nuevo modo de pensar y de vivir la existencia, debía pasar, ante todo, por el circuito educativo. Si no era a través de la educación formal, parecía imposible proponerse con seriedad un proyecto político y social de modernidad mental y de modernización técnica e instrumental.

Pero, mientras este proceso de modernización se extendía por las ciudades de mayor contacto con los centros modernos, dinámicos y contagiosos, en nuestras aldeas alejadas continuaban vigentes el encantamiento del mundo, la mentalidad mágica y religiosa, los mitos y la hechicería, el poder de los augurios y la causalidad primaria no sometida a las normas y reglas que impone la ciencia.

América Latina, se ha dicho ya de manera suficiente, es un continente culturalmente híbrido y plural. Para el caso colombiano, nuestra conformación étnica y cultural se deriva de tres núcleos básicos. El núcleo hispánico, cristiano católico, no sólo premoderno sino anti–moderno.

El núcleo aborigen, mítico–mágico–hechicero. Y, finalmente, el núcleo africano, mítico–mágico–hechicero, también. ¿Qué tantas cosas y de qué características podrían esperarse de este hibridaje por coexistencia de culturas tradicionales y arcaicas, tan distante de la modernidad prototípica racionalista, qué tantas derivaciones en el terreno de la creatividad y la cultura?

Pero, además, hacia los inicios del siglo XIX, con la revolución de independencia, el comienzo de la vida republicana y las influencias de la Ilustración y del pensamiento filosófico–político revolucionario francés e inglés, nuestro país tuvo un nuevo núcleo cultural de influencia, en este caso moderno, que vino a sumarse al hibridaje anterior, tornándolo más complejo y seductoramente más inédito.

Este nuevo componente de modernización y de modernidad comprende la economía capitalista, dominada por el cálculo y la racionalidad productiva instrumental adecuada a fines y medios eficaces, por la racionalidad política democrática, al menos en sus formas y apariencias, por la agitación intelectual en los colegios y universidades, por el proceso de urbanización y el impacto sobre la sociedad y la cultura del libre pensamiento; todo lo cual impone a la sociedad en su conjunto una nueva dinámica en términos de modernización del aparato productivo y de las instituciones, así como de modernidad desde el punto de vista de una mentalidad secular y laica, desencantada.

Entre tanto, las aldeas que se fueron quedando por fuera de esta lógica social de modernización instrumental y de modernidad mental, terminaron ensimismadas en medio de su aislamiento mítico, mágico, agorero, hechicero y una cierta cuota de religión. Hablo de aldeas mucho más aisladas que solitarias, donde la soledad se expresa fundamentalmente bajo la forma de alejamiento del «epicentro» civilizador y de abandono a su suerte en condiciones culturalmente endogámicas; hablo de marginalidad respecto de los procesos de modernidad y modernización, así como de natural asombro cuando ocurre el contacto esporádico con la civilización y los avances de la técnica que vienen de lejos, en medio de estruendos y conmociones que parecen terremotos. En estas aldeas, la visión de la vida humana permanece anclada en el mito, la magia, los augurios y las premoniciones, la predestinación y el asombro. Se trata, en fin, de aldeas donde no ha ocurrido todavía y quizás no ocurrirá jamás el desencantamiento de las imágenes del mundo.

Este es el universo encantado que gobierna la lógica mental de los personajes que circulan por los corredores de esa gran casa de medio–locos y de chiflados, que es Cien Años de Soledad. La chifladura es, en consecuencia, el tema que se impone y que sigue.

La medio–locura humana, la chifladura y el despiste pueden derivarse en ciertos casos del anacronismo, ya sea por anticipación visionaria del sujeto o por atraso mental o simbólico del mismo respecto de la época que le haya tocado en suerte. En ambos casos nos encontramos delante de un sujeto relativamente desajustado en relación con las coordenadas mentales de su tiempo. Cada época tiene su propio criterio de normalidad. Desde este punto de vista, suele tener consecuencias imprevisibles vivir mentalmente en épocas históricas pasadas que no corresponden a las lógicas del presente, situarse por fuera de la actualidad del mundo, existir un tanto al revés en el tiempo equivocado. Don Quijote es uno de estos buenos ejemplos de anacronismo mental que la literatura nos ofrece. Si el hijo imaginario de Cervantes hubiera existido en el tiempo de la caballería y en medio de su vigencia histórica, no habría sido medio–loco sino por el contrario un gran caballero andante con todos sus pergaminos en regla.

La chifladura de Quijote, lo que equivale a decir sus «quijotadas», derivan principalmente del anacronismo de sus andanzas y sistema de valores, de sus propósitos y proyectos fuera de época, en cuanto vive en un tiempo mental que no le corresponde porque, simplemente, ya no existe. Ya para los días de nuestro personaje, el universo mental y simbólico de la caballería había pasado de moda. Este desajuste de época, por anticipación o por rezago, es una de las señales más significativas que se deben tener en cuenta en el momento de identificar los rasgos mentales decisivos de ciertos personajes en la historia de la literatura universal. Los personajes anacrónicos, que cabalgan con un pie puesto en una época y con el otro en un tiempo diferente, resultan encantadores porque nos permiten situarnos en las coordenadas del tiempo y del espacio con una sonrisa en los labios, pero también con una lágrima en la esquina de los ojos, todo esto al mismo tiempo y en un mismo movimiento. ¿Debo recordar ahora, acaso, a Charles Chaplin? Deseo hacer énfasis, efectivamente, en los sentimientos que despierta el personaje que encarna, su actitud desajustada delante del mundo que le estaba tocando vivir.

Pienso, además, en voz alta y para ustedes, que este es parte del secreto profundo de Franz Kafka y de Federico Nietzsche, cada uno en lo suyo, en momentos en que la modernidad en su carrera faústica (Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire, La experiencia de la modernidad, 1991) estaba dejando atrás el tejido de valores del siglo XIX e imponiendo los rigores del inicio del siglo XX, en cada caso. Pero, sobre todo, es la situación de Shakespeare, en el momento en que el Renacimiento está dando vida a un nuevo tipo de hombre que se busca a sí mismo en la contradicción de su espíritu, que se descubre como consecuencia del principio de individuación y de autonomía del sujeto que la modernidad ha puesto en marcha, tal como lo sugiere Harold Bloom en sus estudios sobre Shakespeare (Harold Bloom: Shakespeare, La invención de lo humano, 2001).

En la aldea encantada que es Cien Años de Soledad, todo resulta anacrónico y, por lo tanto, bastante medio–loco. Decir que un universo real y mental es anacrónico, significa que casi todo lo que allí sucede pertenece a un tiempo que no se corresponde con el tiempo presente. Ni en cuanto al mundo de los objetos cotidianos en uso ni, sobre todo, en cuanto al universo de los procesos mentales, en este caso en desuso por cuenta de la modernización instrumental y de la modernidad racionalista del pensamiento.

Para juzgar un mundo como anacrónico, sin que esto signifique un juicio negativo de valor, hay que situarse en un universo real y mental que esté «actualizado» en el tiempo y en el espacio respecto del mundo que está siendo juzgado y poder de esta manera llevar a cabo la comparación de época. Esta especie de traslape del tiempo bajo la forma de anacronismo, crea un cierto delirio.

La locura de los personajes que deambulan por los corredores, las calles y los patios en esta portentosa novela que es Cien Años de Soledad, es vista como tal a partir de la manera como desde la cultura desencantada que hoy habitamos, juzgamos como extraños y encantadores los acontecimientos y las lógicas que los gobiernan en la aldea encantada. El encantamiento de las imágenes del mundo sólo se percibe y se puede valorar como tal desde «afuera» de él mismo, es decir desde el desencantamiento secular y laico que lleva a cabo la modernidad. El modo como en Macondo es visto y representado el hielo podría ser un buen ejemplo de lo anterior. Que es la misma manera como ocurre la representación mental de la técnica y sus productos a lo largo de la novela. Los avances de la ciencia y de la técnica son vistos en la aldea encantada desde un mundo simbólico premoderno, desde un sistema mental encantado que se asombra y que atrapa y re–inscribe lo nuevo en lo mítico–mágico tradicional. (continua…Página 2)

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