Invitado Cronopio

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Puerta

LA PUERTA DEL INFIERNO

Por Ricardo Cano Gaviria*

—Rolando, ¡Rolando Dupuy!… —exclamó el hombre rubio y flaco al verlo aparecer en la esquina del boulevard Pasteur, rumbo al Service Catholique des Funérailles, sesenta y seis rue Falguière, abriendo de par en par sus flacos brazos de espantapájaros—. ¿De dónde sales, carajo? ¿Y qué haces aquí?
Por un momento todo se tambaleó a su alrededor, pero al fin algo que tenía que ver con su instinto de supervivencia, y se avenía mal con el horrible edificio del Service Catholique, parcialmente iluminado allá al fondo por una titubeante racha de sol, lo hizo reaccionar. «¿Que qué hago aquí? —repitió para darse tiempo, sintiendo que debía pronunciar una palabra mágica, alguna especie de abracadabra—. Pues venir a verte, Héctor Ugliano, pedazo de…» —dijo al fin, todavía inseguro. «¿De pendejo?, ¿de güevón?», caviló, ligeramente aturdido por el tráfico del boulevard, «¿pero cuánto hace que no uso esa palabra?» Luego, animado por los grandes bigotes que le sonreían sin sombra de recelo, giró la cabeza hacia un lado y, con un leve estremecimiento, se hundió en el abrazo del aparecido. Fue así como, en un tris, los dos amigos se encontraron en medio de la acera discutiendo sobre qué rumbo tomar para celebrar el encuentro, ante el regocijo y espanto de los peatones —alcanzó él a pensar—, los cuales se giraban al pasar junto a ellos, asombrados por esos dos tipos algo pintorescos —el uno con su chaqueta roja de verano, que llevaba puesta, pues a esa hora la mañana seguía nublada, el otro con su camisa verde a rayas y su alborotada melena—, que se exhortaban y tironeaban el uno al otro, avanzando cuatro pasos en un sentido para luego retroceder cinco en el opuesto.

«Como un baile regional: cumbia, pasodoble… o tal vez bolero: ¿el bolero de los adioses?», observó, con una risita nerviosa, pero justo entonces, reaccionando con decisión, Héctor Ugliano puso simplemente rumbo al boulevard. Mientras lo seguía, sobreponiéndose al brusco desmadejamiento de las piernas, se preguntó si alguna benéfica deidad, ¿la que amparaba tal vez a los amigos que no se ven más que de tiempo en tiempo, cada dos o tres lustros, a raíz de algún encuentro fortuito en una gran urbe, o —por qué no decirlo— de algún hecho fuera de lo normal relacionado con la vida y la muerte?, había decidido protegerlos, y fue así como, inesperadamente compenetrados, minutos más tarde estaban ya charlando de forma muy animada en un café restaurant de la rue de Rennes. Allí, arrullado por el blablablá del hombre de los grandes bigotes, repasó con distracción los carteles pegados a la pared, uno de los cuales, el más nuevo, recomendaba: Viaje a Grecia este verano, junto a otro muy arrugado en el que alcanzó a leer: Côte Nord de l’Espagne. La côte de la Mort… mais c’est le paradis…, y reparó en el denso olor que venía de la cocina. Allí, una mujer grande y ágil maniobraba muy sofocada entre platos y sartenes, con un ir y venir de fiera enjaulada, ¿no se parecía una barbaridad a aquella gorda jovial que una noche, cuando no eran más que dos jóvenes trasnochadores sudamericanos de juerga en París, los congratuló con dos peces horribles por haberle ayudado a descargar su mercancía?… «¿No te acuerdas de ella? Nos regaló tres bagres enormes que no pudimos cocinar porque empezaban ya a podrirse», rememoró con entusiasmo, volviendo casi a sentir el alegre miasma a flores, verduras, carne y pescado fresco del desaparecido Les Halles, tan semejante al de los mercados de las muy lejanas barriadas bogotanas, aunque privado del olor intenso de ciertas frutas tropicales.

—Sí, empezaban a podrirse, pero no eran bagres sino truchas de río… —precisó Ugliano, inesperadamente quisquilloso, y le reprochó—: ¡es increíble que todavía no sepas que el bagre es un pez tropical! Como si nunca hubieras probado el viudo de bagre…

—En Honda fue, pendejo. Pero hace tanto que ni me acuerdo…

—Pues de las cosas de comer yo me acuerdo mejor cuanto más lejos están. Por ejemplo, el chicharrón de escalera…

—Ah, sí, el chicharrón con arepa… Pero, si quieres que te sea sincero, yo prefiero el sabor e incluso el olor de la natilla y los buñuelos… —aprovechó él para divagar—. ¡Si la tante Leonie los hubiera conocido, al diablo con las magdalenas!…

Ugliano lo miró con risueña curiosidad, se acomodó para escuchar y, el mentón apoyado en la palma de la mano, dejó durante unos minutos que su amigo se explayara a gusto sobre la memoria involuntaria, esa especie de oscuro charco viscoso donde los recuerdos dormían como larvas hasta que un día, gracias a un sabor, un olor o un sonido, según Proust, despertaban como seres maduros capaces de resucitar el pasado en nuestro cerebro. Luego, al calor de la segunda ronda, un geniecillo chispeante y jovial dotó de nuevas alas a la conversación, que voló con renovada fuerza hacia un paraje distinto, característico de aquellos días, ¿finales del sesenta y nueve?, en que el mono Ugliano se mostró muy solidario con él, lo apoyó todo el tiempo y, en aquel momento difícil, fue seguramente su mejor compañía. Él se había quedado no sólo sin Magalí, sino también sin alojamiento ni dinero, y Ugliano disponía por dos meses de un piso que le había prestado una española cerca de la Place Daumesnil. La española, intentó hacerle recordar el de los masivos bigotes, había dejado España por culpa de un novio mujeriego y antifranquista al que quería con locura, y tenía un hermano reportero que había vivido durante años en Bogotá haciendo crítica de cine en los principales periódicos y que por entonces trabajaba en la sede central de France Press…

—Era una mujer grande y maternal, muy melancólica. Nos daba consejos y nos recomendaba a gente muy rara… Me acuerdo por ejemplo del tipo aquel tan maricón al que le caíste en gracia y que te llevó a ver a cierto erudito al que llamaban el «señor de la montaña» porque vivía junto al Sacré Coeur… ¿Te acuerdas de él?

—Sí, monsieur Farfán…

—Eso es, ¡monsieur Farfán! Me contabas sus teorías… Todavía puedo ver su mapa ofídico de París, ¡qué poema! Pero tú andabas sobre todo muy impresionado con su teoría de los ciclos humanos, los ciclos humanos cada veinte años, ¿te acuerdas?

—Sí, claro…

—No entendía por qué te impresionaban tanto esas cosas, mientras parecías olvidarte cada vez más de que habías venido a París a estudiar…

—Sí, sí… Pero no fue exactamente monsieur Farfán quien me orientó por otro camino.

—Qué más da, Rolando, qué más da —veleidoso e inconsistente, Ugliano saltaba de un tema a otro, mirando a todos lados, mientras allá, tras la vitrina de los dorados cruasans, la máquina de café–express lanzaba un sonido de pequeña e impaciente locomotora de vapor, impregnando la mañana con una sensación de apremio, la de los viajeros que, habiendo ocupado a tiempo sus asientos, solo esperan la señal de partida—. Lo que importa es que por esa época te juntabas con una gente que ni para qué… ¡Y dabas unos bandazos!

—¿Qué quieres decir?

—Sí, hombre… Tan pronto estabas con una muchacha lindísima, un verdadero bocatto di cardinale, como te paseabas por el Barrio Latino con una especie de madremonte. Nunca entendí por qué cambiaste a la una por la otra —concluyó Ugliano, evitando mirarlo a los ojos, y él pensó que simplemente estaba dándole cuerda para que hablara…—

Pues hablar a toda costa, hablar de lo que fuera y hasta por los codos, ¿qué otro viaje podían emprender después de tanto tiempo sin verse? Un viaje para el que no se precisaba un tiquete especial, y ni siquiera era necesario ponerse de acuerdo, pues bastaba con aceptar las cosas como venían, encontrarse un día en una esquina y empezar a hablar como cotorras, hablar y parlotear, hablar hasta morir y así hacerse cada uno más real para el otro…

—No, señor, no las intercambié, sino que me consolé de la pérdida de una con la otra… —dijo.

Alguien había dejado en la mesa contigua un periódico doblado en la parte de la predicción meteorológica del día, y él alargó el cuello y leyó: tiempo soleado por la mañana en la región parisina, nubes intermitentes por la tarde, lluvia en el macizo central… «¡Mentiras!», pensó.

—Y a pesar de eso te avergonzaba que tus amigos pudiéramos compararlas a las dos —oyó decir a Ugliano—.

—¡Hombre, tienes una memoria de elefante!

—Son los gajes del oficio, compañero —fanfarroneó aquél y, al volver a mirarlo, comprobó que su presencia allí como alguien real, alguien que vive y colea, resultaba ya difícilmente cuestionable: en lo físico porque su rostro parecía ahora perfectamente definido, con sus grandes bigotes y sus gafas; y en lo mental, porque mostraba ya sus principales rasgos de carácter: bromista, exaltado, sarcástico e incluso avieso—. ¿Pero cómo se llamaba la muchacha? —añadió tras una pausa—. ¡Era el nombre de una canción muy vieja!…

—Sí, Magalí… —no tuvo él que esforzarse en recordar, pues con frecuencia pensaba en ella, y en lo que su nombre significaba—. O Magalí, si tu t’en vas sur les nuées le vent de mer je me ferai…

—Ah, Magalí…. ¡Qué nombrecito, Rolando! —apoyó Ugliano, y luego frunció el ceño y pareció recordar—: ¿por cierto, hablando de nombres, no fue la misma Magalí la que durante una época se empeñó en llamarte Pollo?…

—Pollo no… Poulet roti, monsieur Poulet roti, en francés, por favor. Así suena mejor.

—¿En homenaje al coq gaulois? ¡Siempre fuiste tan afrancesado!

—No, hombre, al gallo francés no —corrigió de nuevo él, riendo, condescendiente—. En homenaje al pollo americano…

—¡Pero era indigno que te dejaras llamar así en público por esa mocosa!… —con una mueca hilarante, Ugliano hizo de abogado del diablo—. Todos nos moríamos de risa… Mon Poulet roti, est–ce que tu m’aimes?

—Hombre, no seas exagerado… —defendió él a su amiga y lo que ella significaba—. Magalí no tenía nada de cursi. Solo que a veces su ironía se nos escapaba…

—¿Su ironía?

«¿Cómo llamarlo si no?», pensó. Para él y los que eran como él, incluido el propio Ugliano, el pollo asado era desde Bogotá, y probablemente desde la infancia, la comida más apetecida, pollo asado con papa frita, el colmo de la opulencia. Mientras que ella, Magalí, la hermana pequeña de Étienne y la hija de monsieur Achiles Hortefeux, director de la más importante sucursal parisina del Crédit Lyones, conocía sin duda otras exquisiteces…

—Sí, ella se burlaba de mí, de forma tierna y cariñosa…

—Bah, qué bobadas dices —protestó Ugliano—. Yo lo único que sé es que cualquiera se hubiera dejado llamar cucaracha o lo que fuera por una criatura tan linda como esa… ¡Qué muchacha, carajo!

—Se sobresaltó, quedándose un instante meditabundo, como si paladeara la jactanciosa rotundidad de sus palabras; luego, cambiando de expresión, declaró: —¿Pero sabes una cosa? Yo hubiera sido incapaz de tocarla…

—¿Cómo así, compañero? —dijo él, abriendo mucho los ojos, escandalizado—. ¿Cómo así?

—Demasiado bella, Rolando… —declaró el hombre de los bigotes, negando con la cabeza—. La mujer sensual tiene que tener algún defecto. Debe haber en ella algo que sude, que tenga un olor animal, ¿no es cierto?, y esa niña era una especie de arcángel, que olía a incienso y agua de rosas…

—Pues yo te puedo asegurar que cuando salía de clase de expresión corporal tenía un aroma acre, muy raro. Y sus besos, sus besos sabían a manteca de cacao… —dijo él, y miró a su amigo con recelo—. ¡Pero qué burradas me obligas a decir, hombre!

«¿Cuál de los dos se ha vuelto más idiota durante los años que llevamos sin vernos?», pensó, «¿y cuál de los dos más frívolo?». Aunque no fue más que un centelleo dentro de su cabeza, nada que hiciera pensar en una pregunta, la respuesta no tardó en llegar, como un inesperado premio: «sin duda él» concluyó. Luego, hundido en una resignada perplejidad, durante unos instantes sostuvo la expresiva mirada de Ugliano por encima del estrépito del bar, cuya máquina tragaperras de pronto empezó a vomitar su pintoresca cascada de ruidos electrónicos. Un tipo sumamente parecido a Harpo Marx, aunque sin harpa, y con cierto aire de enragé universitario, echó en ella unas monedas antes de ensayar dos giros danzantes junto al mostrador, y él volvió a hundir la mirada en las cervezas. Cuando el ruido disminuyó, se oyeron los racheados sones de una canción que venía de algún sitio, y que decía: «Cet air qui m’obsède jour et nuit, cet air n’est pas né d’aujourd’hui il vient d’aussi loin que je viens, traîné par cent mille musiciens…», en la voz bronca y adhesiva de Edith Piaf. Fue como una señal para el hombre de los mostachos, que, ahora más sosegado, hizo un gesto de resignación y recapituló:

—Sea como sea, Rolando, creo que tuviste una suerte tremenda al encontrar a esa muchacha acabando de llegar; ella fue como una compensación por tu horrible aterrizaje en París, carajo… Ah, todavía me acuerdo de lo del Hilton. Cuando yo me enteré en Colombia creí que te ibas a volver… ¡Qué me iba a imaginar que ibas a salir tan airoso del lance! Porque si mal no recuerdo yo llegué a finales de noviembre y creo que fue solo a comienzos del verano del sesenta y nueve cuando la conociste, ignoro por qué, y hasta me contaste que te gustaba hacer manitas y otras cosas con ella en cierto banco del Square d’Ajaccio… —dijo Ugliano, guiñándole un ojo.

—¿En el Square d’Ajaccio? —preguntó él, sorprendido por la acuciante minuciosidad de su amigo, y también un tanto molesto por su insinuante, casi untuosa forma de hablar—: Qué vaina, hombre, ¿me vas a creer si te digo que yo ni siquiera me acuerdo? Ah, si tuviera una memoria de elefante como la tuya…

—Y dale con lo de la memoria de elefante. Pero si yo lo que tengo, Rolando, es una memoria de tutú, así de chiquita —bromeó el hombre rubio de los gestos enfáticos y la mirada insistente, alzando la mano y juntando casi el índice y el pulgar.

—Claro, de mono: el mono Ugliano…

—De todos modos, mi querido señor, no puedo sacarme de la cabeza que París aún te recuerda a tu inconformista…

—¿Que París aún me recuerda a Magalí? —replicó él, levantando la mano para ahuyentar la idea como quien espanta una mosca—. ¡Qué va, hombre, qué va!…

Revista Cronopio entrevista a Ricardo Cano Gaviria sobre “La puerta del infierno”. Clic para ver el video:
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*  Ricardo Cano Gaviria es narrador y ensayista, nacido en Medellín, Colombia, en 1946; tras viajar a Francia, donde residió entre 1968 y 1969, se radicó en España en 1971. Ha colaborado en periódicos como El Colombiano, El Espectador, La Vanguardia y El País, y en revistas como Eco, Cuadernos para el Diálogo, Revista de Occidente, El Viejo Topo, Quimera, Odraedek y Revista Universidad de Antioquia. Codirigió durante varios años la revista española Hora de Poesía con su mujer Rosa Lentini, con quien fundó en 1997 Ediciones Igitur. Libros de narrativa: El Pryrtaneum (novela, Bogotá, 1981); Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet (novela, Barcelona, 1982); En busca de Moloch (relatos, Bogotá, 1989); El pasajero Walter Benjanin (noela, España, 1989); Una lección de abismo (novela, Barcelona, 1981); El hombre que rezó a Baudelaire (relatos, Barcelona y Bogotá, 2007). Libros de ensayo y biografías: El buitre y el ave Fénix, conversaciones con Vargas Llosa (ensayo y diálogo, Barcelona, 1972); Acusados: Flaubert y Baudelaire (Barcelona, 1984); La vida en clave de sombra de José Asunción Silva (biografía, Caracas, 1992). Premios literarios: Premio Navarra de Novela 1988 (España, por El Pasajero Walter Benjamin); Premio nacional del libro Pedro Gómez Valderrama (a la mejor novela colombiana publicada en el quinquenio 1988-92) por Una lección de Abismo. Textos suyos han sido traducidos al portugués, italiano, francés y alemán.

Este relato es el primer capítulo de su novela La Puerta del Infierno, editorial Sílaba Editores y Ediciones Igitur.

1 COMENTARIO

  1. La novela inaugura un genero literario para el mundo postmoderno. En un mundo donde el individuo impera, la novela recuerda que el individuo es un ser «en contexto». El pasado se constituye como un contexto que nos hace seres sociales ubicados en un mundo que no elegimos. El filosofo es el autorizado para sacr al individuo de su mundo subjetivo y conquistar la realidad de la historia. Los escritores son filosofos antes que escritores.
    Juan. Excelente la entrevista.
    Nelson Torres

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